Dom 10.11.2002
libros

ENTREVISTA

Dr. Jekyll y Mr. Hide

El autor de El frasquito recibió a Radarlibros en su consultorio y habló sobre su última nouvelle, Ni muerto has perdido tu nombre, que ubica en el centro de una trilogía imaginaria y sobre la que prefiere hablar como si la hubiera escrito en trance.

POR JONATHAN ROVNER
Luis Gusman es psicoanalista y escritor. Sus novelas se leen en los cursos de teoría literaria de la UBA, sus trabajos se publican en las revistas especializadas. Una doble condición que invita a leer toda su producción desde una doble perspectiva, al mismo tiempo como obra y como trabajo. Aunque Gusman prefiere sostener ambas vidas separadas: Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Cuando escribe ensayos es uno y cuando narra ficciones es otro. Ni muerto has perdido tu nombre es un relato que, sin participar de manera unívoca del género, sabe muy bien cómo generar un contundente efecto de suspenso. Sus protagonistas son un ex torturador, Varelita; un hijo de desaparecidos en plan de recuperar su pasado; y Ana Botero, una mujer a la que todavía hoy la historia le sigue jugando sucio. La trama se desarrolla en una doble temporalidad: el presente, por un lado; y por el otro, fracturándolo, el horror de la dictadura pasada.
¿Qué lo motiva a tomar como material para sus ficciones los hechos relacionados con la historia argentina reciente?
–Siempre tuve una fantasía, no sé si megalómana: me gustan mucho los escritores que escribieron trilogías, como Herman Brod en Los sonámbulos. La idea era escribir una trilogía. Villa viene a representar el lugar de la clandestinidad y el colaboracionismo. Ana Botero, en esa fantasía (después le cambié el título y pasó a llamarse Ni muerto has perdido tu nombre), trabaja con el lado del cruce entre la militancia y la palabra quebrada, por las circunstancias que le toca vivir. La tercera, que todavía no escribí, sería una novela, seguramente la más difícil, escrita directamente desde la perspectiva de la militancia. La caída de los ideales, la derrota, al menos en países como el nuestro. La vertiente más difícil.
Tanto en Villa como en Ni muerto has perdido tu nombre, la perspectiva no es tanto la de un grupo como la de un individuo, diríase, con nombre y apellido. ¿Cómo explica esa importancia que cobra el nombre propio en sus novelas?
–Me parece que el nombre propio aporta, en principio, la identidad. Además representa una fuente muy fuerte de identificación, muy rápida, del lector hacia el personaje. Si pensamos en Juntacadáveres, de Onetti, en su primera página, la descripción que se hace de cómo viene caminando Larsen. En ese caso es el nombre propio lo que nos introduce rápidamente en la historia. O en Gatsby, por ejemplo, que no aparece nombrado sino hasta la página cincuenta y pico. Pero todo el relato nos está preparando para su aparición. Es como si se lo estuviera esperando. Y también porque en mi literatura, sobre todo en El frasquito, había como mucha dispersión, predominaba cierta anomia, las historias se entremezclaban de tal manera que los personajes no quedaban del todo delineados como tales. Desde Villa intenté cambiar eso y narrar desde el personaje.
Pero habría otra forma de entender la importancia del nombre propio, que no tiene tanto que ver con la forma de narrar como con ciertas conclusiones sobre lo concreto...
–Sí, sin duda. Pero yo no quiero que se lea como una novela de tesis. Ciertamente, lo que vos planteás se me desdobla hacia una perspectiva más ensayística. En mi próximo libro, que se llama Un género para la muerte, intento trazar un eje de lectura entre tres escritores, Kafka, Segalen y Lee Master, tres escritores contemporáneos. En los tres se articula una idea que se podría llamar “la escritura como inscripción”, es decir: la relación entre la escritura y el epitafio plantea de forma insoslayable la cuestión del nombre propio y la identidad. La frase del título, “ni muerto has perdido tu nombre”, es de la Odisea. En realidad, la usé en un artículo sobre Juan Moreira y la cuestión de la tumba de Moreira, que no tiene epitafio. Al respecto, hay un trabajo de Viñas que alude a esa misma cuestión. Yo voy un poco más allá, porque Gutiérrez le agrega dos capítulos posteriores y hacia el final se detiene en la descripción de ladaga de Moreira, en forma de letra. Yo sostengo que es esa inscripción la que faltaba en el primer final, y que aparece en los capítulos posteriores. Es como el retorno de lo que le fue sustraído en esa primera versión. La inscripción que aparece después. Es una idea que habría que completar con un trabajo de campo, examinar los recordatorios de los desaparecidos, como los que aparecen en Página/12, y ver hasta qué punto no funcionan como epitafios. Cumplen la función de epitafio ausente. Entonces, hay allí una relación política: así como con cualquiera se plantea el derecho a saber dónde está la tumba, la relación del epitafio con la identidad tiene que ver también con el Estado. Pero, te digo, todo esto me acercaba demasiado a la posibilidad de estar haciendo una novela de tesis, cosa que yo no quería para nada.
¿Cómo describiría ese diálogo que existe entre su proyecto narrativo y su trabajo profesional en el campo del psicoanálisis?
–Bueno, yo escribo ensayos de psicoanálisis, y escribo de una manera disociada, separada. Es algo que alguna vez me señaló Jorge Panesi: se hace muy patente el reparo extremo en evitar hasta el uso de palabras que son del psicoanálisis. Pero asimismo intento ser muy preciso y, casi te diría, no científico, porque no lo soy, pero sí muy demostrativo. Trato de ir siempre al ejemplo. En el análisis, uno trata de suprimirse como yo. Como decía Mallarmé respecto de la poesía, se impone suprimir el yo. No obstante, en este relato, hay un ejercicio casi flaubertiano: el intento de llegar a una escritura sin estilo. Que no hubiera nada que remitiera a Gusman. Ninguna marca del trabajo anterior. Eso era un desafío, porque además la temática exigía un narrador casi neutro. Quería evitar la moraleja, al menos la moraleja del lado del narrador. En todo caso, que apareciera en el interior de la relación entre los personajes. Al mismo tiempo, intento ser muy cuidadoso con los adjetivos. El libro está muy corregido y atento a evitar el “estilo propio”. Traté de buscar una diferencia respecto de los libros anteriores. Aunque quizás uno escribe siempre el mismo libro, a mí me parece que éste es muy diferente. Es una novela de pura trama, de hecho se me hace muy difícil contestar sin reponer la trama. Entre el suspenso y el miedo, habría que plantear qué viene primero. Esa temporalidad de la novela dividida en dos, para lo que necesité una barrera física. Soy muy malo en la descripción objetiva. Enseguida se me interpone la imaginación. Acá parece que lo logré porque contuve la cuestión más digresiva y asociativa.
¿Y por qué contar la historia del presente, desde el punto de vista de este personaje de la dictadura, tan miserable y oprimido que hasta puede llegar a leerse casi cómo una víctima?
–Elegí, para contar esta historia, que nunca va a dejar de contarse, la lateralidad. Que no es la marginalidad, ni los intersticios. Me gustan los personajes más desafectados, pienso en el Kurtz de Conrad o los personajes de Kafka, esos personajes históricamente desafectados, casi anacrónicos. Lo cual aporta una versión humana de lo inhumano que puede haber en este tipo de personajes. Es una tarea muy difícil, porque se interpone la ideología del escritor. Uno tiene sus prejuicios. En Villa, el personaje más difícil no era Villa, era un Coronel a quien me costaba hacerlo hablar. Se me hacía demasiado bueno, o demasiado poco comprometido y me costaba mucho, desde el punto de vista ético.

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