La última novela del escritor y antropólogo Adolfo Colombres recrea una serie de exilios y fábulas eróticas inspirada en Las mil y una noches, y logra un delicado equilibrio entre fantasía y realidad.
› Por Omar Ramos
Al igual que en Las mil y una noches –la célebre recopilación de cuentos árabes, persas e hindúes–, en El exilio de Scherezade, de Adolfo Colombres, los relatos surgen el uno del otro, como cajas encerradas en otras cajas, con un lenguaje virtuoso en el que subyace una poesía implícita. Las descripciones sobre Medio Oriente fluyen precisas y convincentes –una cúpula de fondo de oro, damascos redondos y hojas de oropel, la luna ligeramente rojiza que bañaba aquel paraíso terrenal– se entrecruzan con el Tucumán de la inmigración sirio-libanesa del siglo XX. Su protagonista es Yasmine, una joven tucumana, nieta de Amira, una cristiana maronita de ascendencia árabe y dueña de un bagaje cultural exquisito, quien a pesar de ser cristiana dice que su religión literaria es el Islam. Y es ella quien le inculca a Yasmine las tradiciones de Oriente que van a fascinarla hasta convertirla en una Scherezade, la narradora que mantiene vivo el interés del cruel sultán y así, con astucia, logra salvar su vida.
En este texto Colombres, quien se graduó en Derecho en la UBA y realizó estudios de filosofía, literatura y antropología y publicó trece novelas, superpone el pretérito donde Yasmine niña fantasea con un país encantado frotando siete veces su pulsera de plata y turquesas como un Aladino, con un presente erótico que desemboca en una mujer abandonada por Omar, su marido, agotado por tanta fantasía sexual. La pareja vivía imaginando relaciones con otros como forma de incentivar el deseo, pero también como alejamiento de una realidad que termina por capturar y comprometer a Omar. Páginas adelante el entorno socio-político se explicita en una referencia directa a la última dictadura militar: “La gente desaparece como si se la tragara la tierra, secuestrada por el ejército”.
El exilio de la princesa Scherezade deviene en el exilio fantasioso de Yasmine, quien a su vez recibió los mitos y leyendas de sus abuelos árabes quienes no sufrieron la expulsión política sino la necesidad económica apremiante de encontrar un mejor porvenir en la Argentina. También la expulsión la sufre Omar, pero por otros motivos –él lo llama exilio conyugal– al abandonar a su mujer y a su hija Fátima para alejarse de su tierra natal e instalarse en una ciudad extraña.
Si algún reparo se le puede hacer a esta excelente novela es la repetición de historias de parecido desarrollo y desenlace. Borges decía que no había escrito una novela porque la consideraba un género artificial, donde se describían demasiados paisajes y accesorios. En cambio en un cuento de Kipling o de Conrad todo puede ser necesario. Pero a pesar de algunos excedentes narrativos, lo esencial prevalece en esta novela. Detrás de la alegoría de los sueños y la imaginación de los protagonistas hay intensas reflexiones sobre el amor, la pasión, la posesión del cuerpo y del alma del otro, la fidelidad y la libertad de la mujer. “Rara vez los hombres aman la libertad de la mujer”, dice Yasmine. También el deseo, en sí una realidad intensa, puede ser un forma de alcanzar la felicidad, pregona Omar.
Se conjetura que la idea de El Aleph fue tomada por Borges de la narración El huevo de cristal, de H. G. Wells, quien a su vez se inspiró en un pasaje de Las mil y una noches, también referencia indudable para esta novela de Colombres que enlaza las historias de amor con el misterio y la reflexión que tal vez cabría extender a las tramas del Nobel turco Orhan Pamuk en Me llamo Rojo o en El libro negro.
Hacia el final de la novela los pasajes oníricos se intercalan con un espacio cruelmente real, conocido por todos los argentinos y asumido por muchos menos. En este plano como en el anterior del ensueño la buena literatura que propone Colombres se palpa, se huele, se oye, se degusta, se ve como el conocimiento de los sentidos que la abuela Amira le inculca a Yasmine en un exilio que no concluye.
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