Entre aviones y metáforas, una original y atrapante propuesta sobre los diferentes sentidos del vuelo.
› Por Sergio Kisielewsky
En muchos casos los escritores comienzan a tallar sus propios epitafios en vida. El más destacado es –quién lo duda– Borges, quien sospechó con razón que todos los adjetivos para con su obra resultarían escasos y que nadie se atrevería a desflorar su verdadera matriz creadora. Por eso si la intimidad fuera un lugar a construir, la escritura de Martín Gaudencio ofrece buenas pistas de cómo lo privado, lo íntimo e intransferible entre jóvenes tomará el camino de volverse público alguna vez. En el encuentro con una mujer en marzo de 1976 a la altura de la estación Acasusso, muy cerca de las vías del Ferrocarril Mitre, nos da el indicio de en qué trastienda circulará El vuelo del Pegasonegro. Como un torrente donde todo ocurre casi de un plumazo, el amor, las tareas políticas, la espera en los bares, las citas, las caminatas, las acciones colectivas que en pequeños círculos de personas pasan a ser manifestaciones relámpago. Así, de pronto la obra remite a aquel entonces en que también los grupos de amigos leían fragmentos de libros en voz alta, la época en definitiva en que “los chicos pegan carteles”.
Gaudencio habla de dos amores: Lola y Alejandra. Entonces el sonido de las señales que dan paso a los trenes es algo más que el sonido de las vías. Con un ritmo que no deja respirar tranquilo el narrador pasa casi sin proponérselo al breve tiempo de la Guerra de Malvinas. El vértigo es mayor, es aéreo, el sitio es muy oscuro, pues se vive lo degradante de la condición humana: la guerra. Y es blanco porque la droga lo inunda todo, quitando por momentos en el texto el efecto prosódico por un lado y la originalidad poética por otro. Y es aéreo además porque el personaje central, Félix, es piloto de aviación.
La trama da un giro de cierta sorpresa cuando aparece Angie. Félix carga para sí todo el peso de la narración. Si El vuelo del Pegasonegro remite al libro de Horacio Verbitsky sobre los vuelos de la muerte en los que participó Adolfo Scilingo, el eje para Gaudencio es el que se desliza hacia Lola y Javier, amigos y compañeros de militancia en la Juventud Universitaria Peronista (JUP), y en las luchas que se despliegan cuando los compañeros anónimos empiezan a ser los verdaderos héroes. Entonces se habla de la poesía, de los enamorados en la mitad de un parque y de las banderas que sólo flamean cuando tienen vida y se agitan con la intensidad de cada momento histórico.
Gaudencio hace de las suyas llevando al extremo situaciones poco comunicables. Hace verosímiles historias verdaderas que ocurrieron entre los témpanos de aquellos días. Los viajes, los comandantes de a bordo, las aerolíneas, los equipajes, no lugares que aquí poseen el pulso de un tiempo acérrimo donde Gaudencio eleva la nave por la ruta del tentempié.
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