Si algo caracterizó al genocidio nazi fue la creación de campos de exterminio donde la muerte tomaba la apariencia de un trabajo tan impersonal y mecánico como el de una fábrica. A la cabeza de estos mataderos de seres humanos, había personas que no necesariamente eran elegidos por ser sádicos o criminales confesos. La publicación de Desde aquella oscuridad (un libro de conversaciones con el comandante de Treblinka, Franz Stangl, publicado por Edhasa) y Yo, comandante de Auschwitz de Rudolf Höss (Ediciones B), permite asomarse a la manera en que se construyeron dos de los mayores asesinos de la historia.
› Por Patricio Lenard
”Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo un abismo, también éste mira dentro de ti.”
Nietzsche
En Treblinka había un reloj que daba la hora dos veces al día. Con sus números y agujas pintados, el reloj marcaba las tres. Siempre. Fue en la navidad de 1942 que Franz Stangl, comandante de ese campo de exterminio nazi, ordenó la construcción de una falsa estación de tren en la que aparecían indicadas conexiones ferroviarias “A Varsovia”, “A Bialystock”, “A Wolwonice”, con horarios y flechas. A menos de un kilómetro de distancia, las cámaras de gas mataban por turnos a los miles de judíos que horas antes habían pasado por ese mismo andén, bajo los insultos y la premura de los SS, sin advertir que la burlesca impuntualidad del reloj marcaba, en realidad, la puntualidad de la muerte.
En Treblinka murió casi un millón de personas, y Franz Stangl –que al final de la guerra había huido a Damasco, antes de trasladarse a Brasil, desde donde fue extraditado en 1968– fue sentenciado en 1970 a cadena perpetua por todos esos crímenes. Cuando el tribunal de Düsseldorf hizo pública la condena, Simon Wiesenthal, que había tenido un papel en su captura, dijo a los periodistas que la condena de Stangl por parte de los alemanes era al menos tan importante como la de Eichmann por parte de los israelíes. Más allá de que Eichmann, artífice de la intrincada logística de deportación de los judíos a los campos de la muerte, fuera uno de los ejemplos más siniestros de eso que Hannah Arendt llamó “asesinos de despacho”, y Stangl un genocida cuyo “trabajo” consistía en supervisar el asesinato de las cinco o seis mil personas que llegaban en los trenes cada mañana a Treblinka.
En 1971, la periodista e investigadora austríaca Gitta Sereny entrevistó a Stangl en la cárcel, y las más de setenta horas de conversaciones que ambos mantuvieron son la base de uno de los documentos más estremecedores sobre el horror del genocidio nazi. Retrato de un hombre vinculado íntimamente a ese mal radical, Desde aquella oscuridad es un intento de comprensión del sentido y las razones del comportamiento de los verdugos. Hombres que no eran sádicos, ni forajidos, ni homicidas por naturaleza, sino miembros respetables de una sociedad respetable, y que creían estar abocados a una tarea histórica. “Una gran misión que se realiza una sola vez en dos mil años”, como dijo en uno de sus discursos Heinrich Himmler, jefe de las SS y encargado de eso que se dio en llamar la “solución final del problema judío”.
La profesión de verdugo Stangl la empezó a aprender bastante tiempo antes de pisar por primera vez un campo. En Austria, de donde era oriundo, se recibió de policía en 1933, y luego de la anexión austríaca en marzo de 1938, y de participar de las acciones que la Gestapo comenzó a realizar para completar un registro de los judíos y sus propiedades, fue ascendido a superintendente de la policía de un instituto especial cuyo cuartel general estaba en Berlín, en el 4 de Tiergartenstrasse. “Había oído en ocasiones que se referían vagamente a ello como T4, pero desconocía cuál era su función específica”, dice Stangl en el libro, y en este punto es de fiar porque Tiergartenstrasse 4 era entonces el núcleo de una de las operaciones más secretas del Tercer Reich: la administración de la “eutanasia” a discapacitados físicos y mentales.
Al principio, fue una ley firmada por Adolf Hitler en julio de 1933 que disponía la esterilización (voluntaria o forzada) a fin de prevenir la propagación de eso que la medicina eugenésica, en boga en aquellos años, había dado en llamar lebensunwertes Leben (vida indigna de ser vivida). Luego fueron la prohibición del casamiento y la legalización del aborto en los casos en que uno de los miembros de la pareja padeciera “una enfermedad contagiosa” o “hereditaria” (ceguera o sordera hereditarias, esquizofrenia, epilepsia, malformaciones físicas hereditarias, etc.).
En septiembre de 1939, Hitler firmó otro decreto en el que invocaba la necesidad de “conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin dolor”, y así daba pie a la construcción de las primeras cámaras de gas en centros en donde, entre diciembre de 1939 y agosto de 1941, murieron alrededor de sesenta mil alemanes, muchos de ellos niños.
Como una manera de administrar la “sanidad pública” y ahorrarle al Estado la manutención de esas “vidas sin valor”, el programa de eutanasia además constituyó un entrenamiento formal para los campos de exterminio. Una escuela en la que se formó gran parte del personal que poco después iría a trabajar a Polonia, y en donde Stangl se ocupaba, al principio, de revisar los “certificados de locura” de quienes ingresaban a Schloss Hartheim, uno de los seis centros en los que se gaseaba a los “pacientes”. “Se gestionaba como un hospital. Después de llegar, eran examinados de nuevo. Se les tomaba la temperatura y todo eso...”, cuenta Stangl con la parquedad que lo caracteriza. Una simple pantomima, ya que los pacientes eran enviados allí para morir sin dilaciones.
Durante un viaje a Hof, cerca de Nuremberg, donde el tren que lo llevaba estaba detenido mientras algunos enfermos mentales eran cargados en camiones, se dice que Hitler experimentó por primera vez un abucheo por parte de una multitud airada. Una muestra de que cada vez más gente estaba poniéndose al corriente de lo que sucedía. Sea cual fuere la razón, el 24 de agosto de 1941 el Führer dio la orden de detener el programa de eutanasia, cuya infraestructura pasó a ser utilizada para gasear a presos políticos que permanecían en los campos.
Se sabe que los planes nazis para la “solución final” fueron tomando forma a medida que evolucionaban los planes para invadir Rusia. Y un habitual malentendido que Sereny despeja es qué diferenciaba los campos de concentración de los campos de exterminio. De estos últimos, sólo había cuatro, todos ellos en Polonia: Chelmno, Belsec, Sobibor y Treblinka (“cinco, si se incluye Birkenau, la sección de exterminio de Auschwitz que, de todos modos, también funcionó parcialmente como campo de trabajo”, aclara). Si bien contaban también con cámaras de gas, crematorios y fosas comunes, y en ellos también se ejecutaba a reos, en los campos de concentración había cierta posibilidad de escapar con vida. Mientras que en los campos de exterminio esa posibilidad se reducía tan sólo a quienes eran mantenidos como “judíos de trabajo”. No en vano solamente ochenta y dos personas –ningún niño– sobrevivieron a esos cuatro campos, los que fueron oportunamente desmantelados por los nazis para ocultar las evidencias del genocidio.
En la primavera de 1942, Franz Stangl llegó a Polonia. Y en la entrevista que mantuvo con Odilo Globocnik, un general de las SS que estaba al frente de la creación de varios campos en ese país, se le encomendó la misión de construir el campo de Sobibor. La familia de Stangl, compuesta por su mujer y sus dos hijas, no lo había acompañado. Estaba solo. Y cuando arribó a su destino, la obra ya estaba comenzada. Entre los edificios a medio hacer había uno con tres habitaciones, de tres metros por cuatro, “exactamente igual que la cámara de gas de Schloss Hartheim”. Un oficial superior con quien había trabajado allí, Christian Wirth, le ordenó que reuniera al personal alemán en una visita que hizo a Sobibor. “Los judíos que no trabajen como se debe serán eliminados. Si a cualquiera de ustedes no les gusta eso, pueden irse. Pero bajo tierra, no por ella”, les dijo, mezclando broma con amenaza. De allí Stangl obtuvo una excusa perfecta para lo que luego sería su coartada: la duda, el temor de que lo matarían si él se negaba a seguir cumpliendo su trabajo. Un argumento contra el que la agudeza de Sereny se choca una y otra vez, sin que Stangl pueda terminar de comprender la diferencia que hay entre el consentimiento y la obediencia.
Para ese entonces, Wirth ya había estado al frente de Chelmno y Belsec, un campo mucho mayor en donde los primeros exterminios con gases de motor de cámaras habían empezado en marzo de 1942. Allí Stangl fue un día de visita por orden de Globocnik, y allí se le reveló, en toda su monstruosidad, el verdadero objetivo de los campos. “El olor..., oh, Dios, el olor... Estaba por todas partes. Wirth no estaba en su despacho. Recuerdo que me llevaron ante él... estaba en una colina, junto a las fosas... las fosas... estaban repletas. No puedo contarle; no cientos, miles, miles de cadáveres... Dios mío. Ahí es donde Wirth me dijo... me dijo que eso era para lo que servía Sobibor. Y que me iba a poner oficialmente al cargo.”
La fecha en que Sobibor pasó a ser plenamente operativo no está muy clara; fue el 16 o el 18 de mayo. “Lo que sí se sabe –apunta Sereny– es que en los dos primeros meses, el período en que Stangl gestionó el campo, se asesinó allí a unas cien mil personas.”
Su posterior traslado a Treblinka, considerado un ascenso (poco después sería postulado a la cruz de hierro como el “mejor comandante de los campos de Polonia”), puso a Stangl al mando de un lugar en donde era necesario resolver ciertos problemas. “Ya hemos mandado a cien mil judíos y no nos ha llegado nada en dinero ni material. Quiero que averigüe qué pasa con todo eso; dónde desaparece”, fue la orden que le dio Globocnik. La prueba de que Stangl se puso manos a la obra está en una anécdota de una conversación con un judío. “¿Hablaba alguna vez con las personas que llegaban?”, le pregunta Sereny. “¿Hablar? No. Pero recuerdo una ocasión... estaban allí después de llegar, y un judío vino hacia a mí y me dijo que quería presentar una queja. Yo dije que muy bien, claro, que qué pasaba. Dijo que uno de los guardias lituanos (que sólo se empleaban para tareas de transporte) le había prometido que le daría agua si le entregaba su reloj. Pero se había quedado el reloj y no le había dado agua. Y bueno, eso no está bien, ¿verdad? De todos modos, yo no permitía el raterismo. Pregunté allí mismo a los lituanos quién había tomado el reloj, pero nadie dijo nada. Kurt Franz (el segundo de Stangl) me susurró que el hombre implicado podía ser uno de los oficiales lituanos y que no podía avergonzar a un oficial delante de sus hombres. Bien, dije: ‘No me interesa el tipo de uniforme que lleva. Sólo me interesa lo que hay dentro de un hombre’. Ya puede imaginarse que aquello llegó enseguida a Varsovia. Pero lo que es justo, es justo, ¿no? Les hice ponerse a todos en fila y volver sus bolsillos del revés”. “¿Enfrente de los prisioneros?”, pregunta Sereny. “Sí, ¿qué iba a hacer? Una vez que se ha presentado una queja hay que investigar. Naturalmente, no encontramos el reloj. Quien fuera que se lo quedó se había desembarazado de él.”
El sentido de la justicia que expresa Stangl sería un ejemplo más del cinismo negador propio de un genocida si no estuviera sustentado por una escala de valores en la que el raterismo constituía un delito, pero no asesinar a miles de personas por día. Un quiebre de la moral que no se debía a la ignorancia o a la maldad de unos hombres que no llegaron a reconocer unas “verdades” morales, sino más bien a la inadecuación de las “verdades” morales como pautas para juzgar lo que los hombres habían llegado a ser capaces de hacer. De ahí que Adolf Eichmann, durante el proceso que se le siguió en Jerusalén, no se viera conmovido ante la acusación de haber enviado a millones de seres humanos a la muerte, pero sí ante la acusación de un testigo –desechada por el tribunal– según la cual él había matado a palos a un muchacho judío.
Lo mismo sucede con Rudolf Höss, quien entre 1941 y diciembre de 1943 fue comandante del campo de Auschwitz-Birkenau, y a quien Primo Levi califica como “uno de los mayores criminales de la historia” en el prólogo que escribió en 1985 al libro de memorias que Höss redactó en la cárcel mientras esperaba su juicio en Polonia (en 1947 fue sentenciado a muerte y colgado en el campo de Auschwitz).
Höss fue capturado por la policía militar británica el 11 de marzo de 1946, disfrazado de bracero, y los fiscales del juicio de Nuremberg, que por entonces estaba en sus tramos finales, solicitaron que fuera conducido de inmediato a esa ciudad para su interrogatorio. De las numerosas preguntas que le hicieron, la que más indignó a Höss fue la que trataba de saber si él se había quedado con bienes judíos. “No sólo no podía, es que enriquecerme de aquel modo habría ido contra mis principios –contestó–. No habría sido decente.”
Ese cinismo que muchas veces es la única forma en que las almas vulgares rozan la honestidad hace que Höss aluda, hacia el final de Yo, comandante de Auschwitz, a las condiciones en las que fue interrogado por la policía británica luego de su arresto. “Mi primer interrogatorio fue ‘contundente’ en el sentido exacto del término. Firmé el acta, pero no sé cuál era su contenido: la mezcla de alcohol y látigo era demasiado sensible, incluso para mí. El látigo era mío; por azar se hallaba en el equipaje de mi mujer. No creo haber golpeado con él a mi caballo y nunca, con toda seguridad, a un preso. Pero el hombre que me interrogaba seguramente pensaba que me pasaba el día golpeando a los prisioneros con el látigo.”
A la queja por el maltrato recibido se le superpone una muestra más de esa crueldad que en los campos de la muerte se volvió incapaz de reconocerse a sí misma. Una crueldad que estaba en la base de un método de “trabajo” que se proponía rutinario, impersonal y mecánico, y en el que la situación límite era algo cotidiano. “Si se hace este trabajo, uno se vuelve loco el primer día o se acostumbra”, decía un judío sobreviviente del Sonderkommando, cuyos miembros se encargaban de conducir a los prisioneros hasta las cámaras de gas, sacar los cadáveres, comprobar que no hubiera objetos preciosos en sus orificios, arrancarles los dientes de oro y transportarlos a los hornos. Una lógica que concebía a la muerte como un proceso productivo, equiparable a cualquier otro proceso de producción industrial, y que explica que ante la pregunta de si sentía que los judíos fueran seres humanos Stangl responda: “Eran cargamento. Raramente les veía como individuos. Siempre fue una masa inmensa”.
Es la participación forzada de los judíos en la maquinaria de exterminio, esa “fraternidad de la abyección” de la que hablaba David Rousset y mediante la cual se buscaba hacer creer que víctima y verdugo eran igualmente innobles, uno de los aspectos del libro de Höss que hacen pensar que, más allá del valor que su testimonio pueda tener, personajes como él no deberían haber tenido la oportunidad de justificarse. Igualmente indignante es que Höss se atribuya la autoría de dos muertes a lo largo del libro (sin contar un tercer asesinato, de índole política, que en 1923 le valió una condena a diez años de cárcel): la de un soldado indio durante la Primera Guerra Mundial, cuando combatió en el mismo regimiento en el que habían servido su abuelo y su padre, y la de un soldado nazi (¡nada menos!), al que descubrió a la vera de un camino ejecutando a un prisionero cuando ya se había dado la orden de evacuar el campo. “Lo interpelé violentamente, preguntándole por qué había matado a aquel desgraciado sobre el que no tenía responsabilidad. Me respondió con una risa insolente y me dijo que eso a mí no me incumbía. Llevaba conmigo el revolver y lo maté. Era un sargento mayor del Ejército del Aire”. Treta digna de un burlador que osa definirse a sí mismo como una “inconsciente ruedita en la inmensa máquina del Tercer Reich”, y que hasta es capaz de decir que “en Auschwitz no había tiempo para aburrirse”.
Pero Höss era humano, después de todo: sabemos que cuando cumplió siete años sus padres le regalaron un pony al que bautizó Hans; que en su familia le auguraban futuro como sacerdote; que se casó y tuvo cinco hijos, y que vivía con su familia en la casa de la comandancia de Auschwitz, en las afueras del campo (¿llegaría hasta allí también el olor a podrido?). Aunque si de algún modo se presenta en su libro es como un “experto” capaz de explicar con lujo de detalles cómo se planifica, construye y administra un lugar que estaba destinado a ser “el mayor campo de exterminio de todos los tiempos”, según palabras de Himmler.
Dos puntos oscuros hay, no obstante, en su relato. Dos cuestiones que pasa virtualmente por alto: los experimentos médicos que se realizaban en Auschwitz y las condiciones de extrema desnutrición en las que se encontraban miles de personas por la falta de agua y alimento, y que motivaban la existencia de esos “cadáveres ambulantes” a los que en la jerga del campo se llamaba “musulmanes”.
De los experimentos médicos, Höss informa muy escuetamente, minimizando y tergiversando los datos que aporta. “En lo que concierne a las experiencias e investigaciones emprendidas por orden del Reichsführer (Himmler), puedo enumerar las siguientes: Profesor Clauberg: ensayos de esterilización por medio de inyecciones en las trompas que provocaban inflamación y desecación de esos órganos y conducían a la esterilidad sin perjuicio del cuerpo. / Doctor Schumann: esterilización por medio de rayos X. Desconozco los resultados, pero sostengo que muchas muertes fueron ocasionadas por aplicaciones demasiado fuertes. / El doctor Wirths y su hermano: investigaciones sobre el cáncer, por lo que sé inocuas para la salud. / Doctor Mengele: investigaciones sobre mellizos, según parece, puramente teóricas y sin peligro para la salud. / Otros experimentos con inyección de cianuro y metanol practicadas en ‘judíos de transporte’, incapaces de trabajar. No conozco otros experimentos.”
La inclusión en la categoría de “experimento” del acto de inyectar cianuro a personas es de por sí notable. Ni hablar de la omisión de que Mengele casi siempre sacrificaba a los gemelos para estudiar “científicamente” sus cuerpos. Si bien la ciencia nazi y la experimentación nazi con los prisioneros no sería una aberración o una inversión total de la ética y de los objetivos de la ciencia occidental, sino uno de sus posibles resultados (tal la provocadora hipótesis de Mario Biagioli, profesor de Historia de la Ciencia de la Universidad de Harvard), el ocultamiento al que Höss somete los horrores que tenían lugar en los laboratorios parece responder a un secretismo que es mezcla de pudor y épater negacionista. Como si existiera un núcleo duro del horror que incluso para aquellos que se asomaron en sus profundidades continuó siendo, en algún sentido, insoportable.
Otro tanto se puede decir de la figura del “musulmán”, de la que Giorgio Agamben se ocupa en Lo que queda de Auschwitz. El término parece proceder de la actitud característica de estos deportados, quienes solían estar acurrucados en el suelo con las piernas replegadas, como imitando los movimientos de los árabes cuando rezan. La sed y el hambre que sufrían a lo largo de días los iban derrumbando hasta caer en un estado de apatía total, y al momento de morir pesaban entre veinticinco y treinta kilos y sus órganos podían verse reducidos a la tercera parte de su tamaño normal, según revelaban las autopsias. Epítome de la situación extrema, el musulmán se hallaba en la terrible encrucijada de “seguir siendo o no un ser humano” (la expresión es de Bruno Bettelheim). E incluso, como escribe Levi en Si esto es un hombre, “se duda en llamar muerte a su muerte.”
Para Agamben, Auschwitz es el lugar de un experimento en que “el judío se transforma en musulmán y el hombre en no-hombre”. Y es así cómo la muerte adquiere un ribete artesanal, porque así también se fabricaban cadáveres en Auschwitz. Höss parece no reparar en ello. Aunque anota cuando el Ministerio de Alimentación prohibió todo suministro de víveres a los niños internados en los campos de concentración, o los casos de canibalismo que, sobre todo entre los prisioneros rusos, “no eran raros en Birkenau”.
Stangl, por su parte, sin nombrar a los musulmanes, le dice a Sereny: “Estaban tan débiles; permitían que todo aquello sucediera, que se les hiciera. Eran personas con las que no había nada en común, ni posibilidad de comunicación; así es como nace el desprecio. Nunca pude entender cómo cedían como lo hicieron. Hace poco leí un libro sobre lemmings, ya sabe, roedores... al parecer, cada cinco o seis años, se aventuran hasta el mar y mueren. Me hicieron pensar en Treblinka”. (No deja de ser increíblemente irónico que Stangl cuente que, cuando tenía ocho años, su padre murió de desnutrición: “Estaba flaco como un palillo; parecía un espectro, un esqueleto”).
Son dos, entonces, las formas de anestesia que predominaban en los campos: la que entrenaba a las SS para que no tuvieran reacción alguna, ni ante su propia muerte ni ante la de los demás, y la insensibilidad abúlica de los musulmanes, esas “cáscaras de hombres”. Si bien ambas ponen en cuestión –a su manera– la pertenencia al género humano, los que la padecieron hasta las últimas consecuencias son los mismos para los que la muerte por gas hubiera sido “clemente”. Y esto no implica darles cabida a los genocidas nazis cuando pretenden mostrar la técnica del gaseo como un modo de matar “humanitario”. Tampoco tratar de ver en dónde había más horror cuando el horror estaba, en realidad, en todas partes.
Una vez Adorno escribió: “Auschwitz empieza cuando uno mira a un matadero y piensa: son sólo animales”. Y es esa forma ruin de indiferencia la que vuelve a los monstruos humanos, demasiado humanos.
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