Dom 31.01.2010
libros

Amores prohibidos

En su primera novela publicada después de recibir el Premio Nobel en 2006, Orhan Pamuk cuenta la historia de un amor que se perdió por cobardía o imposibilidad de superar los límites de una clase. Curiosamente, también es la novela donde el escritor turco se ha empeñado en borrar todo rastro de la política en la ficción.

› Por Martín Pérez

El museo de la inocencia

Orhan Pamuk

Mondadori

650 páginas

“Que todo el mundo sepa que he tenido una vida muy feliz.” Así es como Kemal, el protagonista de El museo de la inocencia, elige despedirse ante los lectores y dar por terminado el libro. Porque eso es lo que le pide a quien lo está escribiendo, que se llama Orhan Pamuk, por supuesto. Primera novela del escritor turco desde el Nobel, y formalmente la más convencional de todas las que ha escrito, en El museo de la inocencia es Kemal quien casi cronológicamente cuenta su historia, que es la historia de un amor prohibido. Sólo hacia el epílogo esa voz da paso a la de Pamuk, que siempre encuentra la forma de aparecer en sus novelas. Y aunque –en ese juego entre personaje y autor– Kemal primero expresa sus dudas y luego termina aceptando que Pamuk lo encarne al escribir su historia en primera persona (como efectivamente ha sucedido durante más de 600 páginas que anteceden a este capítulo 83, el último), le pregunta finalmente si, como el protagonista de Nieve, tiene el derecho de hablarle a los lectores directamente al final de la novela. “Yo no diré, como ese personaje, que los lectores no podrán entendernos mirándonos de lejos”, advierte Kemal. “Todo lo contrario, quienes visiten el Museo y lean el libro, nos comprenderán.” Sin embargo, si Kemal necesita subrayar que ha sido feliz –una declaración crepuscular que funciona como el mejor final para su historia, por supuesto–, es porque El museo de la inocencia es un libro profundamente melancólico, cuya felicidad está a la sombra de una historia trágica, atrapada entre momentos de un placer tan mítico (“Fue el momento más feliz de mi vida y no lo sabía”, es nada menos que la primera frase de la novela),que casi son recuerdo antes de ser presente. “Crimen y castigo, culpa y responsabilidad”, le explicó Pamuk a la revista alemana Der Spiegel. “Esos son los temas que están en juego en la novela. Pero nunca tan directa y abiertamente como los estoy describiendo ahora.”

Una pareja a punto de casarse pasea por las calles de un barrio distinguido de Estambul, ella ve un bolso en la vidriera de un negocio y al día siguiente el novio regresa a ese negocio en busca de ese bolso. Ella es Sibel, una joven distinguida y de alta sociedad. El es Kemal, un exitoso empresario treintañero, a punto de dar un paso clave en su vida. Pero al entrar en el negocio en busca del regalo para su prometida, Kemal descubre la belleza de Fusun, una prima lejana a la que recuerda como apenas una niña, convertida de pronto ante sus sorprendidos ojos en una joven hermosa, una tentación a la que es muy difícil resistirse. La historia que cuenta El museo de la inocencia es la de esa tentación, que terminará destruyendo la vida social de Kemal. Y cualquier posibilidad de esa clase de vida para la joven Fusun. Porque, detrás de esa pasión prohibida, lo que cuenta en realidad El museo de la inocencia son las obsesiones de la alta burguesía turca. Ambientada a mediados de los ‘70, la relación entre la pretensión de modernidad y la sumisión a la tradición es el origen del drama en una novela que, por ese camino, se emparienta con los otros libros de Pamuk, en los que el tema del doble está siempre presente, generalmente en las relaciones entre este y oeste, o entre el forzado secularismo turco y la fuerza subyacente –y a veces no tanto–- de las tradiciones religiosas.

Como muy bien señala el periodista Adam Shatz en su completísima reseña del libro en el London Review of Books, la obra de Pamuk siempre ha sido descripta como un puente entre dos civilizaciones no sólo en el mundo literario, sino incluso por personalidades dentro de la política como Daniel Cohn-Bendit o nada menos que George Bush (o los redactores de sus discursos, mejor dicho). Su fama dentro del mundo de habla inglesa comenzó en 1990, cuando John Updike celebró en el New Yorker la aparición de la breve y borgeana El castillo blanco, su tercera novela. Y para cuando, poco más de una década después, Margaret Atwood se maravilló públicamente con Nieve en el New York Times, su nombre ya estaba decididamente instalado, aunque sólo se lo haya traducido al español luego del Nobel, que le llegó apenas unos años después. Lo que más sorprende a Shatz es cómo Pamuk siempre ha sido comparado con escritores como Joyce, Musil, Kafka o Calvino, y nunca –“un cumplido aún mayor”, apunta el periodista– con los contemporáneos a los que más se asemeja, como Paul Auster o Haruki Murakami, “cuyas amables y postmodernas novelas negras se desarrollan en laberintos urbanos, protagonizadas por hombres cerebrales en busca de su identidad y mujeres enigmáticas con una alarmante tendencia a desaparecer”.

En su primera novela después del Nobel, escrita durante una década –con un intervalo donde se dedicó a escribir su memoria, Estambul–, con El museo de la inocencia Pamuk finalmente entrega su novela más cercana a la obra de esos contemporáneos. Claro que, fiel a las obsesiones de su autor, la ciudad del cerebral y enfermizamente apasionado Kemal –todo el tiempo consciente de lo que está perdiendo, pero sin poderlo evitar– no es un estilizado y anónimo entorno urbano contemporáneo, sino una Estambul cada vez más presente, en cada detalle y en cada recuerdo.

Pero si página tras página se sumerge de manera hipnótica en los recuerdos de una ciudad y una clase –a la que pertenece su protagonista, y también la familia del autor, que dilapidó gran parte de su fortuna mucho antes de que él se decidiera a ser escritor–, al mismo tiempo Pamuk insiste en limpiar toda presencia de lo político en su novela. De una manera tan inverosímil como si algún escritor local insistiese en narrar una historia ambientada en los agitados ‘70 apenas nombrando al pasar con una frase aquí y allá lo que sucedía más allá de su pequeño mundo, El museo de la inocencia profundiza el autismo de su relato dejando afuera “toda esa basura”, tal como apunta Kemal en el texto y también lo ha señalado su autor en más de una entrevista. Lo que queda, entonces, es un amor prohibido, valiente por el lado de Fusun y cobarde en lo que respecta a Kemal, lo que desencadenará la tragedia y luego una laboriosa pero imposible reconstrucción del mismo. Aunque, casi al pasar, sus protagonistas recuerdan a Grace Kelly y sus películas para Hitchcock, de una manera fascinante los momentos clave de El museo de la inocencia remiten a esa obsesiva reconstrucción de una pasión que es la clave de esa obra maestra llamada Vértigo. Con guiños al melodrama y sumergida en los recuerdos, la novela de Pamuk levanta vuelo cada vez que su protagonista logra escapar de su ensimismamiento, que llega a ser incluso enfermizo. Un calificativo que su autor se niega a aceptar en las entrevistas, y tal vez por eso haya sido tan indulgente con esas elucubraciones, que adquieren excesivo protagonismo hacia la mitad del libro. Pero tanto al comienzo como al final, así como en los momentos en que a su ciego protagonista de golpe alguna confesión le explica y clarifica todo lo que ha vivido sin darse cuenta, es una novela que no deja de resultar apasionante e incluso adictiva en su retrato recurrente de un amor –y un tiempo– irremediablemente perdido.

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