Hija del clasicismo literario japonés y la modernidad más urbana, Banana Yoshimoto ha encarnado la sensibilidad de varias generaciones de mujeres adultas que no renuncian a una mirada adolescente. Asentada en la fama de su novela Kitchen, ha elegido sin embargo un muy bajo perfil para seguir conectada con millones de lectores de todo el mundo. Fenómeno y objeto de culto, es necesario analizar los secretos del mundo japonés de Banana para la mejor comprensión de una obra de engañosa transparencia.
› Por Alberto Silva
A Mahoko Yoshimoto las flores de banano la atrajeron desde pequeña: volumétricas, con pétalos enormes como pañolones que remedan orquídeas, juegos de matices y sombras irisadas capaces de excitar la imaginación de una niña de cuna progre: ilustraciones sobre la mesa de la sala, cuentos de viajes al trópico asiático del excéntrico Takâki, notable crítico, poeta respetado, gurú de los años radicales. Cuando se hizo llamar Banana, ella no hacía más que seguir la huella de ese famoso padre (apodado Ryumei: “destino de dragón”), también de los manga juveniles y hasta la onda de chicas japonesas que firman (con hanko –sello personal– o en sus mails) con sobrenombres intrigantes como puravida o poledance, escritos en silabario hiragana o katakana marcando pertenencia imaginaria a un mundo donde lo japonés y lo extranjero se combinan como en una emulsión: sin separarse del todo ni diluirse en otro.
Reúne trazos geniales en sus relatos breves y logros desiguales en las novelas largas. Pese a todo la chica Banana consigue expresar, de forma icónica, superlativa, el sentir de innumerables damitas japonesas entre 20 y 30 años aptas para “abandonarse con naturalidad, sin darse cuenta siquiera, al flujo de la vida” (confiesa la narradora de Amrita), aceptando chapotear en lo banal y también zambullirse corajudamente en lo desconocido y, cuando toca (sin que les tiemble el pulso), en el dolor. Capaces de absorber una escritura de belleza impactante que convierten en sentimiento melancólico pero no trágico de sus propias vidas.
Retrato de la artista
adolescente
Así como su hermana mayor Haruno se hizo mangaka (artista de manga), Banana se volvió escritora por incitación paterna: en su blog cuenta que empezó a escribir a los cinco años. Sin escolaridad ansiosa y nada de jukû (academias privadas de apoyo escolar, a las que concurre el 95% de los jóvenes escolarizados), Takâki en persona guió las lecturas de su hija Mahoko: la tradición japonesa (de Murasaki Shikibu a Kawabata y Mishima) y la occidental (primero Joyce, Salinger y luego, por su cuenta, J. M. Barrie, Burroughs y Capote). Una chica afortunada del boom japonés de posguerra: heredera de una familia que moldeó su imaginación y la llenó de ese afecto intenso y nostálgico que embebe su prosa. Una joven “con cuarto propio”, como aconsejaba Virginia Woolf a toda mujer que pretenda volverse escritora de veras: independencia mental, espacio físico y el tiempo necesario para irse a volar por los cerros de Ubeda. Escribió Kitchen, su primera (y hasta ahora más famosa) novela, antes de graduarse en Tokio. El mundo esquivamente autobiográfico de sus narraciones es uno de jovencitas que aterrizan en la vida adulta sin apearse de su mirada adolescente. Es cierto que sus chicas viven más allá de las fantasías de la infancia: beben alcohol (todas, ¡y más que un poco!), tienen líos amorosos o se prostituyen (como Shiori, la chica de Sueño profundo que yace desnuda para que viejos con plata la sientan respirar en su cuello y concilien el sueño), se quedan desamparadas en el mundo (la Mikage de Kitchen) o se asoman al mundo escabroso de la venganza (Tsugumi sepulta vivo al “indeseable” que tuvo la osadía de matar a su perro Pochi). Pero con astucia consiguen mantenerse más acá de la áspera, implacable, razón instrumental (el mundo de la producción y los despachos: “odio el trabajo de oficina”, reconoce la narradora de Amrita, pareciendo hablar en nombre de las otras). “Los mayores” aparecen poco en sus relatos: son meras ausencias, son recuerdos o sombras, padres de fin de semana, como el de María, una foto colgada en la pared de la familia Wakabayashi, un tema para charlar con madres que no siempre se prodigan, como la de Sakumi, o directamente no existen, como en Kitchen u otros relatos.
Para sus personajes femeninos (ellas son la gran mayoría), el trabajo es a lo sumo arubaito (empleo por horas, del alemán arbeit): la joven Yoko se ocupa en una pastelería, mientras Eriko de Kitchen lleva un bar porque le gusta “la cercanía de los hombres”. Ganarse la vida les resulta rutina indispensable, por momentos una tirria, y a veces asunto de novios dispuestos a mantenerlas y llevarlas de viaje mientras dure el amor, que de suyo es volátil. Siguiendo estereotipos típicamente japoneses, más bien son ellos los que van al tajo: son escritores (como en N. P., en Tsugumi y en Amrita), se encargan del negocio familiar de hostelería, venden equipos de buceo, juegan a los detectives. Pero nunca se ganan la vida en un banco, por decir (según Eiko) “lo peor”. La literatura de Yoshimoto funciona como vía intermedia entre dos fotos fijas: infancia y adultez. Constituye un ámbito literario arduo de abarcar, de puro ser a la vez ilusorio y lúcido. Así en Amrita: la narradora tiene 28 años –cinco menos que la escritora en 1997, momento de escribir la novela– aunque habla, como siempre, de hechos sucedidos años antes, rememorando su niñez y juventud con escalpelo de cirujano.
Levedad de ser
No hay un mundo exterior y otro interior contrapuestos en su literatura. No en vano Mahoko fue criada budista. Sus relatos incluyen más bien el trasvase imperfecto de un universo en otro, la discontinuidad propia de cada uno, afanosos círculos de enlace que no cierran, y unas espirales incapaces de repetir el mismo centro y que, por eso, adoptan generoso giro ascensional, desapegada (ella, la escritora) de los excesos ilusorios de la identidad (incluso los procedentes de la nación que la cobija), ajena al ansia de un ego encapsulado. Va tomando los rasgos de sus characters femeninos (y masculinos), que a su vez son ella. Un solo ejemplo: “Tsugumi soy yo”, declara flaubertiana al fin de la última novela suya traducida al español. Para el budismo (y para ella, Mahoko), una persona es esa cosa, algo innombrable y arduo de conocer, espacio en que se mezclan la conciencia y el sueño, la propia mente y la de otros, de visita por vía de telepatía, premoniciones o frecuentes apariciones de ultratumba. Lo pone en labios de Sakumi: “Hasta hace poco no me he dado cuenta realmente de que el ser humano, esa masa en apariencia tan sólida, en realidad es una cosa débil y blanda, un objeto que al más mínimo golpe o choque se desmorona con gran facilidad. Es un milagro que esa cosa, inconsistente como un huevo crudo, haya conseguido desarrollar, también hoy, sus propias funciones y pasar indemne a través de la vida”.
De modo que resulta difícil entender a los críticos que tildan a Banana de light. Será porque sus novelas actúan de forma indeclinable en superficie (de leerla, Gilles Deleuze podría afirmar algo parecido), derramando a borbotones el flujo torrencial de la mente de jóvenes que todo lo miran desde su irrepetible ángulo (sólo por eso vale la pena leer a la todavía joven novelista nipona), aunque se muestran conscientes de no ocupar el centro de la escena. Porque no hay centro de la escena. Y porque la escena se percibe entre brumas, apenas.
Su convicción de impermanencia sella de intensa luz emociones que, entrelazadas con hechos menudos, corrientes, constituyen la única urdimbre de los textos de Yoshimoto, siempre atentos al ritmo de los grandes momentos del tanka o del waka: Kokinshû, Manyoshû o versos engarzados en la Historia de Genji, a los que alude con frecuencia. De estos poemarios japoneses a veces se ha ofrecido una lectura ingenua, pastoril, como si fueran églogas garcilasianas. Crece entonces la sorpresa por la forma diestra y desencantada con que los relee y destila Yoshimoto. Los actualiza, los devuelve como sopapos, tiñe la lírica con cierta dureza propia del sentimiento de precariedad que atenaza a sus heroínas. En Kitchen, Mikage llora a mares recitando un haiku de invierno, mientras la brisa helada le araña las mejillas. Claro que de lo fugaz también brota alegría: en La noche y los viajeros de la noche, Shibami glosa a la damita Utsusemi, gozosa al ver partir a su amante Genji Minamoto, como ella a su amigo, en la realidad de dicho cuento: “Los rayos de sol que se vertían del cielo despejado se reflejaban cegadores, con un brillo blanco y limpio sobre la nieve acumulada en el exterior”.
Entre naturaleza y sentimientos, de una a otra novela se tejen redes tupidas de implicancia: en Amrita, el sol brilla porque estoy contenta, suspira Sakumi remedando sin ironía al antiguo poeta Issa Kobayashi. De nada sirve que el escenario novelesco sea urbano (electrodomésticos sobre el tatami, cafetines, uñas esculpiéndose en plena aula): una naturaleza convenientemente humanizada acaba embebiéndolo todo como una humedad, como el tono azul desvaído de la pollera de Haru (en Una experiencia), dando forma a un estilo típicamente japonés, femenino y juvenil de vivir hoy en día la fugacidad de la existencia. “¿Entiendes?”, pregunta Sakumi al joven Ryuihiro: “No mucho. Pero, aunque no lo comprenda, me produce una sensación positiva. Tiene un aroma de felicidad”.
Frágiles y a la vez resistentes, los personajes se dejan llevar con elegancia por la ansiedad y la rudeza de vivir, conscientes de que algún día morirán. En retribución “ese abandono, que llamamos cotidianidad, tiene un enorme poder de curación”, piensa Sakumi evaluando su experiencia tras sufrir un accidente grave. Las penas y alegrías más intensas atraviesan la escena montadas en el dudoso flete de una nube. Se deshilachan y todo recomienza en la rueda budista de Banana.
¿Un pais de nunca jamas?
El suyo es, por encima de todo, un mundo japonés. Igual de humano que el que creemos nuestro, salvo que dotado de fronteras diferentes a las que nos delimitan. Eso dificulta la comprensión de su literatura.
Donde nosotros esperaríamos el juego abierto del amor (por ejemplo: un encuentro sin reglas ni objeto), con rapidez aparece una norma, un estigma, una convención atrabiliaria. En Sueño profundo, la joven licenciada Terako trata de usted al novio, el señor Iwanaga, prolongando entre sábanas la relación laboral acartonada que entablaron un jefe intachable y su empleaducha eventual. Mizuo, otro novio en Una experiencia, no visita a la amante, quien de hecho vive en casa de él, si no es con cita telefónica previa y luego de hacerle el tipo de preguntas formales que uno más bien dedica a suegras o abuelitas. Los hermanos (como en Tsugumi, como en Tokage, no traducida al español) sin dejar de ser íntimos respetan la precedencia de la primogenitura, signada por un tratamiento que fija (antes que el nombre de pila) la posición genealógica de cada cual. La intimidad sentida no se traduce en cariño explicitado. En cuanto a la ira, el desafecto, el odio o el desprecio (magníficamente retratados en observaciones que, de tan intuitivas, se vuelven iluminadoras), quien los siente se transforma en su víctima: traga sentimientos como una ración de chanko nabe (grasienta comida para luchadores de sumo) que el cuerpo de una joven no asimila ni consigue expulsar: “No se podía ni se debía expresar todo con palabras”, concluye un personaje, sin que a nadie en Japón se le mueva un pelo.
Cuando en cambio pondríamos trabas, activando los convencionalismos de una concepción dualista de la realidad (como cuando diseccionamos dolor y alegría, lealtad y traición, preguntándonos si alguien en el fondo es feliz al vivir en tan ambiguo mundo), esta escritora de mirada serena y anteojos de enormes cristales (todo delata en ella a la lectora empedernida) nos brinda lecciones en el arte de esquivar contradicciones lógicas. En Sueño profundo, Terako encamina sus pasos vacilantes hacia la calle. Alborea y se inicia un contrapunto entre las características de esa mañana veraniega (las narradoras yoshimóticas precisan sin falta la estación) y los vahos de una noche pasada entre alcohol y romance. Cree asfixiarse con el olor del verano, dulzón más que el alma del sake encerrada de noche en un cuartucho de estudiante. Los árboles del parque rememoran los brazos nudosos del novio. Las nubes evocan la respiración argéntea de Shiori, su amiga suicidada. En esta y en otras novelas, las personas se intercalan en la vida de sus seres cercanos al punto de anticipar actuaciones, compartir sueños, leer pensamientos escuchados en forma de voces o volver, cual apariciones bienhechoras, a socorrer al hermano o al amigo en apuros. Atenta acaso a la lengua francesa, Yoshimoto decide que fantasma es un ser querido que retorna, un revenant (literalmente: un espectro placentero).
Entrever
¿Hasta qué punto son reales sus novelas y no simple rêve adolescente? Todo en ellas se juega en la capacidad de ver o no ver: de percibir o no y, al mismo tiempo, de comprender la jugada o neutralizarse en la ignorancia. En giro que recuerda a Cortázar paseando con John Keats a lo largo de un célebre libro, Yoshimoto desarrolla su oblicua perspectiva de las cosas. Va pasito a pasito, por una estrecha senda, entre el registro de la percepción convencional (el de la fotografía realista) y otro, perforante, que corrige la visión ocular a base de invertirla. La escritora adivina o hipotetiza las situaciones con la velocidad y agudeza de su propia intuición. Narra sus historias como partes de un mundo al revés carrolliano. Entrever en inglés es to gaze: así compendia Cortázar, en Imagen de John Keats, lo propio de ese poeta inglés que Banana ha leído, volviéndose ella capaz de atravesar la corteza inmediata y dar aliento a una serie de engendros verosímiles, aunque muy sorprendentes, de la fauna urbana japonesa de hoy. Dichos personajes, inadaptados por exceso o defecto (desde chicas insomnes y memoriosas hasta seres aletargados de aburrimiento y cerrazón mental), no tienen nada de mágico o fantástico. Son lo que son. Son lo que hay (y hay mucho) en Japón cuando de veras se consigue entrever. Sin repetir la historia tortuosa de quien considera un guía literario, en un post reciente de su blog la escritora reivindica, para su obra, el término “novelas autobiográficas” con que Truman Capote definía la suya. Todo hace pensar, pese a todo, que el Capote de sus Sueños es aquel, primerizo, de Otras voces, Otros ámbitos, lleno de nostalgia a lo Tom Sawyer.
Un hecho cierto: nostalgia es un término que narradora y personajes repiten a cada página. Conviene calibrar un sentimiento muy japonés, que la novelista retoma de fuentes vernáculas, de Murasaki Shikibu (siglo XI) en adelante. No dice tristeza, depresión o ilusiones perdidas. Dice solitaria añoranza por el paso del tiempo (sabi), dice languidez ante el fatal deterioro que las horas provocan en objetos y sentimientos (wabi), dice lo mismo que Horacio con sus lacrimae rerum. Dice gozo y agonía de existir. Quizá la juventud de sus textos nos haga desconfiar de la profundidad de sus afectos. O quizá no estamos preparados para tanta agudeza en captar la fachada real de las cosas. Aquí y allá, el asombro de lo vívido se apodera de chicos madurados de puro asumir sus sentimientos. Entonces sobreviene el silencio, otro término clave, vehiculizado por un recurso retórico que Yoshimoto toma de Yasunari Kawabata: ma (pausa). La pausa descongestiona la densidad de lo ya sido y permite respirar a los actores de un drama cotidiano sin pretensiones: el de vidas que fluyen como ríos, sin vana esperanza ni desesperación.
Unas chicas que aceptan como obvia su condición precaria, su destino intempestivo, se ubican lejos de cualquier girl power. Tanta distancia es propia de la autora, quien cultiva desde hace tiempo un perfil bajo. De forma paradójica, su mecanismo para eludir la embestida de la fama (vende millones de ejemplares, la traducen a numerosas lenguas) es dosificar su presencia por un medio que pareciera perseguir lo contrario: como si hablara de otra persona, en su página web responde de forma sucinta las FAQ que llenan su correo electrónico. Sus personajes viven demasiado expuestos para sentirse poderosos: son normales y excéntricos, felices y atormentados. Están alerta (eso es Buda: estar despierto) a la inminente eventualidad de un latigazo del amor, que hace resonar fuerte los latidos mientras gotas de sangre manchan de rojo la camisa. En general, el amor de Yoshimoto es, como ella, heterosexual. Pero se manifiesta con un look tan atrevidamente juvenil que por momentos roza la androginia (Woolf se refiere a la indefinición genérica que hace posible el verdadero arte). Sea como sea, sus chicos y chicas se extenúan en el incesante oficio de vivir. Se vacían. No por ser huecos, sólo por instaurar un sentido de vacío tal vez ignorado entre nosotros: el del pote de mostaza lacaniano, o el de una posibilidad todavía sin forma, en donde cabe, entre otras cosas, lo infinito.
Mirada zen
La prosa banana minimiza la distancia que de forma inevitable se establece entre el asombro enmudecido ante los acontecimientos y su inmediata transformación en relato fluido, incidental sólo en apariencia, engañosamente adolescente. Procede por epifanías, esas iluminaciones características de la escritura del James Joyce de Dublineses, también libro de su cabecera. ¿Hasta qué edad consigue un escritor preservar la frescura inocente de los años precoces? ¿Hasta qué edad una escritura- niño se vuelve con soltura mirada zen sobre las cosas? Mahoko Yoshimoto ya pasa los cuarenta. Cada vez escribe menos ficción y, en cambio, más diario, crítica y poesía. Esposa y madre de familia, sale poco del hogar, cocina y hace sus tareas con empeño. Sus personajes han sido jóvenes damitas indefinidas y añorantes. ¿Hasta cuándo consigue una escritora, por talentosa que sea, recrear emociones que el orín de los días acaba corroyendo? Yoshimoto conoce la historia de Yosa Buson, maestro del haiku del siglo XVIII, quien optó por callar cuando, sedentario y notorio escritor de despacho, se vio incapaz de evocar desamparos que sólo un haijin errabundo sabría expresar de modo fehaciente. Y conoce la historia de otro autor venerado, Jerome Salinger, muerto tras cuatro décadas en silencio. ¿No estará cercano ese día perfecto para que el pez banana prosiga su ruta misteriosa hacia otros mares de experiencia, hacia mundos distintos o en pos de nuevas escrituras? Dando la espalda a Peter Pan, tal vez ya va tomando el camino de Wendy Darling, hacia un hogar donde lo que huele no son colores, sentimientos, sino un cuenco de arroz blanco o un trozo de pan fresco sobre la mesa familiar.
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