En su última novela, José Saramago vuelve a visitar el mundo histórico de la religión judeo-cristiana. En este caso, es Caín el nómade, quien va recreando distintos episodios del Antiguo Testamento sin cejar en su cuestionamiento y su enojo hacia Dios.
› Por Juan Pablo Bertazza
En El Evangelio según Jesucristo (1991), novela que además de volverlo tan famoso como controversial lo impulsó a mudarse a la isla de Lanzarote, José Saramago lo había anunciado: “¿cuándo aprenderemos que hay ciertas cosas que sólo comenzaremos a entender cuando nos dispongamos a remontarnos a las fuentes?”. Casi veinte años después –en el medio publicó Ensayo sobre la ceguera (1995), la otra gran novela a la que le debe su fama y su prestigio, y el Premio Nobel en 1998–, el portugués toma su propia palabra y da a luz una novela que abreva, justamente, en las fuentes para hacer con el Antiguo Testamento lo que había hecho con el Nuevo: corroer con la acidez de su ateísmo cada grieta de la tradición judeo-cristiana, bajando de un hondazo el aura divina de sus protagonistas, aunque con la suficiente inteligencia como para aprovechar el profundo valor mítico-literario que exudan muchísimos pasajes bíblicos. Y si bien no está a la altura de sus obras mayores, Saramago encuentra en Caín el paroxismo, el no-va-más de una de las búsquedas que lo obsesionó como escritor y que le dio una impronta de clásico, pese y gracias a sus marcas estilísticas inconfundibles como la ausencia de mayúsculas, evocaciones al lector, diálogos sin raya de diálogo y hasta una recurrencia al humor que –es hora de decirlo– nunca fue su herramienta más destacada.
Casi todos los libros de Saramago retratan la vida o un episodio dentro o, más bien, fuera de la vida de –ahí vamos– personajes que siempre están en movimiento. Los nudos empiezan con el andar o es el mismo andar el que origina las tramas; como el huevo o la gallina, resolver eso en la escritura de Saramago es tan difícil como demostrar por sentido común que se mueve la Tierra. En El Evangelio según Jesucristo, antes de que nazca el susodicho, José y María se confunden en una multitud que va de Nazaret a Belén para cumplir con los requisitos de un censo y toda la historia girará, desde entonces, en torno del viaje que un preadolescente rebelde inicia en busca del destino. En Ensayo sobre la ceguera, el primer afectado por la curiosa plaga iba en auto, sufriendo por un embotellamiento y, más tarde, la ceguera generalizada hará acumular a todos los afectados en un ex hospital psiquiátrico. El movimiento se da también en novelas posteriores como El viaje del elefante (2008), en este caso esencia del libro ya que, por un lado, está el traslado del elefante desde Lisboa hasta Viena como regalo al archiduque Maximiliano de Austria; pero a su vez ese interminable traslado desembocará en una historia mayor.
Pero el que más se mueve de todos los personajes de Saramago es seguramente el protagonista de esta novela. Así como en El Evangelio según Jesucristo la figura que evidenciaba las contradicciones divinas era la de Judas, quien se ofrecía para traicionar a Jesús porque nadie quería asumir ese lugar, en este caso es Caín quien dobla la apuesta y, entre tanta prueba, crimen y castigo, es quien testea al Dios del Viejo Testamento, a quien incluso responsabiliza de su propio crimen fratricida: “Tú fuiste libre para dejar que matara a Abel cuando estaba en tus manos evitarlo, hubiera bastado que durante un momento abandonaras la soberbia de la infabilidad que compartes con todos los demás dioses”.
Nómade por antonomasia, en este libro la errancia de Caín no es solamente espacial sino también temporal, ya que va deambulando por distintos escenarios y grandes capítulos del Antiguo Testamento como la misteriosa historia de Lilith, la (de) construcción de la torre de Babel, el sacrificio de Abraham, la prueba divina al fiel Job, las destrucciones masivas de Sodoma y Gomorra y el arca de Noé. Entre esos episodios, Saramago va filtrando herejías como la idea de que si antes Dios se aparecía ante los hombres, ahora dejó de hacerlo, escondido en columnas de humo, por la vergüenza que le generan algunas de sus tristes actuaciones, o una sentencia con destino de wikifrase: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él”.
Caín es, en definitiva, el personaje que Saramago encontró para llevar al extremo su idea de que ahí donde hay movimiento hay también inconformismo y, por ende, una historia que vale la pena contar. Y además de revisar el Antiguo Testamento, esta novela repasa, al mismo precio, esa otra fuente de nuestra tradición cultural que es la Odisea. Como Ulises, Caín también esconde su verdadero nombre –por momentos es Abel, por momentos Noah–, y se lanza a vivir su destino errático no sin esconder un as en la manga.
Saramago hace lo propio, demostrando que todavía se mueve, probando que mientras él siga en movimiento –tiene ya más de noventa años– su literatura seguirá andando con esa capacidad de retrato plural que tiene. Porque, como él mismo dice en este libro: “Caminantes somos y por el camino andamos. Todos, tanto los sabios como los ignorantes”.
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