Domingo, 21 de febrero de 2010 | Hoy
Mientras la Argentina gozaba las mieles de ser el granero del mundo, tiraba manteca al techo y preparaba los fastos del Centenario, Roberto Payró decidió emigrar: en 1907 dejó el país y, a contramano de miles de personas, se instaló a vivir en Europa. Durante las siguientes dos décadas, se convirtió en un agudo y perspicaz corresponsal, capaz de encontrar en los hechos más locales un interés para el lector argentino y de cubrir con valentía, originalidad y precisión las atrocidades de la Primera Guerra Mundial. Buena parte de ese material acaba de ser recopilado en las 1300 páginas de Corresponsal de guerra (Biblos), un libro que tiene tanto para decir de aquel pasado como de temas tan contemporáneos como los medios de comunicación, el rol del periodismo, el estilo literario en la prensa y el modo de buscar y encontrar lectores.
Por Natali Schejtman
Cuando el país era un caldo de nacionalidades en continua mezcla y ebullición, Roberto Payró decidió emigrar a Europa junto a su familia. Corría el año 1907 y pronto explotaría el albor del centenario. El escritor y periodista a quien efectivamente ocupaban los asuntos argentinos atravesó el período de cumpleaños oficial del país nuevo en el viejo continente, debido a su intención de darles una educación europea a sus hijos, según dice el nieto del autor, Roberto Pablo Payró, sumado a la inesperada aparición de una herencia familiar y a una cierta desilusión de su entorno nacional.
Primero en Barcelona y luego en Bélgica, su condición de corresponsal en tierras lejanas le permitió enfocar con la claridad de una lupa ciertamente distante. Pero no sólo –y no tanto– a la Argentina. La lupa, fiel a aquella doble mirada que proponía Echeverría, tenía un ojo en el progreso de las naciones y uno, a su modo, en las entrañas argentinas. La distancia dio frutos como escritor, si pensamos en una novela de mirada cítrica como Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (publicada en 1910), y como periodista, tal como demuestra la monumental compilación de cartas, diarios y relatos, a cargo de Martha Vanbiesem de Burbridge, enviadas por Payró al diario La Nación entre 1907 y 1922 y publicadas recientemente bajo el título de Corresponsal de guerra.
Antes de llegar a sus arduos relatos de la Primera Guerra Mundial, donde ya se observa más cercanía con el país en el que residía, muchos de sus escritos dibujan el avatar europeo y también el argentino, postulando un abanico temático muy abierto en el que se lee un criterio periodístico pertinente en función de sus lectores argentinos, a quienes tiene en cuenta de manera explícita pero no exagerada, aludiendo a ellos como receptores de sus trabajos. Eso no es poca cosa: la mayoría de estas crónicas, las de sus primeros años en el exterior, pueden referirse a la travesía a bordo del Argentino que lo traslada de Buenos Aires a Europa, al mercado de frutas de Convent Garden en Londres, a la ciudad de Roquefort y al proceso de fabricación del queso que allí se explota. También, un artículo relativo a cómo hacerse de un aparato crítico frente a la idiosincrasia de un país que desconoce, como España (respuesta: trascribiendo un nutrido y complejo diálogo alrededor de la coyuntura con un periodista español). Un aparato que, además de la vida misma en el lugar, le habrá servido para describir con lujo de detalles lo que fue la Semana Trágica barcelonesa, retratando con minucia cómo una huelga pacífica en contra de la guerra en Africa –apoyada incluso por los patrones, que concedieron las horas– se convirtió en una revuelta de fuerte sesgo anticlerical, con conventos incendiados y caos generalizado.
Por más pintoresca, pequeña y colorida que parezca al principio una de estas historias de Payró, goza de un motivo por el cual se convierte en un artículo publicable y no una digresión de un bon vivant con contactos de elite. Su impronta periodística tiene algo de juramento hipocrático. De modo que sus viajes en barco terminan siendo un registro histórico apasionante que muestran no sólo cómo era el gran navío que soporta la travesía sino quién conforma el elenco a bordo, como por ejemplo, cuenta, europeos que fueron a hacerse “la argentina” durante la época de cosecha y vuelven a vivir holgadamente durante varios meses en sus casas europeas. Acompañan los relatos de viaje incisivos apuntes en todas las escalas, o historias chiquitas y curiosas como qué hacer con un hombre que no resistió su enfermedad y murió en altamar.
Tatuado el mote de periodista corresponsal, su paseo por el Convent Garden de Londres con un empresario de la Agence Générale Agricole, entre peras envueltas en papel de seda y uvas acostadas entre algodones, le revela que la mayoría de las frutas ofertadas, “fuera de la estación propicia –le confiesa M. Paul Dorchy– se buscan únicamente como elementos decorativos de las mesas. (...) Mire usted, por ejemplo, estos melones ingleses, de madurez forzada, cultivados en invernáculo. Son insulsos, incomestibles, pero se compran a precio más alto que los buenos, todavía por madurar (...) El consumo de las ‘primicias’ es una especie de afirmación de superioridad”. Como si fuera una especie de Narda Lepes o Anthony Bourdain desarrollista, a partir de ahí, el diálogo versará en cómo hacer que la Argentina pueda participar de ese negocio aprovechando su contraestación, y por qué no ha salido del todo bien eso hasta ahora. Lo mismo con las carnes, durante su paseo por el Meat Market: además de explorar el mercado internacional del momento, y plasmar los problemas del precio internacional, el sobreabastacimiento de un lugar y el desabastecimiento en otro, se pregunta, con base en los datos, cómo hacer para que Argentina crezca como exportador. Y con el queso, por qué no: ¿acaso un periodista argentino en Europa tiene que quedarse con el relato seductor de cómo se hace el queso en Roquefort (apasionante, por cierto), de la boca de un diplomático enviado por el Ministerio argentino de Agricultura, sin analizar minuciosamente cómo transportar el sistema exitoso a nuestras campiña? Si bien, la camaradería del funcionario pinta las cosas de manera muy optimista, el planteo es jugoso.
El viejo nuevo periodismo
Eran épocas, a la vez, de experimentación periodística. Las crónicas de José Martí o Rubén Darío, que plasmaban una danza, a veces realmente extrema, con el género literario para los asuntos referenciales, fueron contemporáneas a las que Payró publicaría luego en La Australia argentina, un libro sobre la Patagonia. Más allá en tiempo y lugar, se puede encontrar una familiaridad también con la observación de los tipos humanos y vicios nacionales que eran especialidad de Mariano José de Larra. En las crónicas europeas de Payró hay bastante –pero no en exceso– de la costura periodística, del detrás de la escena. Cómo busca a tal fuente que le dijo tal cosa y le pidió autorización para reproducirlo aquí. Por qué elige este tema y a dónde fue para extraer información relevante y confiable. La idea de lo chiquito como algo que desentraña una historia máxima (como desde el barco, donde ya “Buenos Aires no se ve; y tenemos que despedirnos mentalmente de él, sintetizándolo en la gente que está a bordo”) es corriente en sus crónicas, que prestan mucha atención a los testimonios, como si la exploración de su entorno, a veces, descifrara mucho más que sus perfiles individuales. En su texto sobre la novela Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira y sobre el vínculo de Payró con el periodismo, Beatriz Sarlo comienza por señalar la ampliación del público como uno de los cambios clave en el desarrollo de otro tipo de escritura para diarios y revistas. El nuevo género es, por otro lado, descripto como “escritura, también, que cree en su incidencia social. Escritura y pedagogía en este orden: porque no puede haber, periodísticamente hablando, una pedagogía más fuerte, más eficaz o más demostrativa que la narración”. Todo esto se observa en Payró, que entona a un presentador de temas y escenarios para el lector argentino bajo una forma que siendo ostensiblemente personal, no opaca con su persona a los hechos que narra. Nuevos periodistas para un público creciente. Las discusiones que despertaban no eran pocas: escritura telegráfica, derivada en el repórter, versus el trabajo del cronista/literato, o las dudas de los escritores periodistas sobre oficio y literatura, discusiones, por cierto, que han continuado y en algunos casos crecido, gozando hoy de absoluta actualidad (en parte, en Argentina, gracias a Tomás Eloy Martínez, del que nos quedan tratados sobre la crónica, teóricos y prácticos). Susana Rotker, que investigó exhaustivamente texto y contexto de las crónicas modernistas, sobre todo las de Martí, dice en su libro La invención de la crónica: “El problema es que, en el fondo, como se ha visto, en ese entonces el arte seguía relacionado íntimamente con la idea de minoría, de ‘elegidos’; era demasiado difícil dar un salto tan grande con la propia cultura como para que los modernistas pudieran comprender que en el periodismo estaban haciendo literatura popular, o al menos más masiva que en sus textos poéticos”. Es útil reparar este aspecto en un personaje como Payró. Porque así como en La Australia argentina (1898) ya mostraba sus dotes de nuevo periodista al integrar, por ejemplo, la anécdota individual con la economía regional (un bar de habitués es excusa para hablar de la caza de lobos y la de oro, por ejemplo), en su obra teatral El triunfo de los otros (1906), dejaba ver que la mezcla de géneros y actividades tenían un correlato interno de sentimientos encontrados: “Quince años de periodismo anónimo me exprimieron material y mentalmente. Pero siquiera vivíamos de mis jornales –porque no fui otra cosa que un jornalero–, y mi trabajo redundó siempre en honra y provecho, no míos, sino del propietario del periódico”, decía Julián, quejándose de su vida de escritor por encargo. Un dilema.
Cronista de guerra
Sin embargo, como ya se mencionó, el juramento hipocrático del Payró periodista aparece, nato, en las crónicas compiladas, sobre todo en las que aluden al dramático proceso, contado día a día, de la Primera Guerra Mundial. Lejos de los dilemas, cuenta que cuando los alemanes ya habían tomado Amberes, un amigo suyo consiguió un permiso para recorrer con otros pasajeros en auto la zona de Bruselas, Amberes y Lovaina, pudiéndose detener donde quisiera: “Uno de los pasajeros iba a ser afortunadamente yo, y digo afortunadamente, por mucho que fuera a visitar al teatro de una inmensa catástrofe, porque hasta entonces me había sido imposible realizar en toda su amplitud mi misión periodística, y mi vieja sangre de repórter me hervía en las venas, como allá en mi juventud”. Ese es el ímpetu que brinda una sucesión de crónicas desesperadas y reflexivas del día a día de una guerra que él ya había avizorado en 1912. El documento es fabuloso como registro comprometido de lo grandilocuente y lo barrial, coherente con su obra; del bombardeo a Lovaina a las horas de histeria vividas por un rumor que indicaba que toda el agua de la ciudad estaba envenenada y trasmitía cólera (Payró quiere llegar al origen y encuentra una fuente que le cuenta que todo surgió porque habían detenido a dos sospechosos cerca de los depósitos del agua potable). De la invasión alemana a Lieja o la historia de la neutralidad belga a la especulación sátrapa en los comercios. De los testimonios desgarradores de una ciudad destruida (a tono con el testimonio que suele trabajarse para hablar de memoria, experiencia y trauma) al médico de Amberes que no da abasto en la emergencia constante. Del optimismo a la preocupación y de la preocupación a la desazón, el formato cotidiano con el que agrupa sus Diario de un testigo y Diario de un incomunicado tienen una fuerza triste que reportan el día a día del humor local (Payró salía mucho a la calle, siempre cuenta cuánta gente había, si estaban tranquilos o no), oficial y mundial. Cuenta el asesinato de Jean Jaurès en un restaurante a poco de haberlo escuchado llamando a la paz en el encuentro organizado por el Partido Socialista en el Circo Real (al borde del estallido de la guerra), en Bruselas, y ya entrados en fuego, reconstruye con profesionalismo las primeras dos muertes de funcionarios argentinos en Bélgica. Comprometido con el país que le dio tan amigable acogida, pasa ahí la guerra y envía sus notas por medio de una travesía a Holanda. Eso sucede, como cuenta la compiladora y también el prologador (Roberto Pablo Payró, nieto del autor), hasta 1915, año en que, menciona Vanbiesem de Burbridge, interrumpieron forzosamente sus reportes, debido al malestar que generaron en empresarios y diplomáticos alemanes en Argentina, que hicieron que se le allanara dos veces su hogar, que fuera preso y que tuviera que reportarse a diario.
Apenas finalizada la guerra, vuelve a escribir sus corresponsalías, que ahora ofrecen una mirada retrospectiva y la vida después del horror. Entre ellas, es especialmente rica la que describe cómo funcionaron los medios durante la ocupación: estaban las publicaciones protegidas por los alemanes, por ejemplo gracias al secuestro de papel de los otros diarios que no estaban bajo su halo; la prensa “fiambre” (“porque sólo publican noticias recalentadas”) y, afortunadamente, los medios clandestinos. También, comenta un documento secreto que se encontró, en donde se explicaba, claramente, cómo debía funcionar la censura, cosa de unificar criterios. En estos textos, es evidente, trabaja con menos aplomo y siempre cuidando las palabras precisas y expresivas. Así, reconstruye en otros envíos momentos de los dos años en que no publicó, como la árida crónica de la deportación de los obreros belgas a Alemania (con la nota de citación y escenas de la despedida de sus familias). Y otra perlita: Zeep, un cuento (o crónica, difícil de dirimir) brillante y revelador sobre un personaje belga que, como otros, pasó de comer en la sopa comunal a la cadena de oro gracias a especular con los precios durante la guerra.
En las más de 1300 páginas de esta compilación hay mucho y muy bueno sobre el pasado, sí. Pero también, la lectura puede tirar un cable directo a los modos de la comunicación. En Payró resulta hasta conmovedor cómo sus atrapantes escritos involucran la humilde dimensión del periodismo entendido, como decía Eloy Martínez, como un “servicio a la comunidad”.
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