Dom 04.04.2010
libros

Las aulas de la razón

Son varios los nombres de grandes filósofos que resuenan al hablar de la Escuela de Fráncfort. Horkheimer, Adorno, Benjamin, Habermas, entre los más destacados. En esta voluminosa obra de Rolf Wiggershaus, discípulo de Adorno, se relata la historia de un grupo que marcó un hito intelectual como signo de resistencia frente al fascismo.

› Por Fernando Bogado

“Una filosofía que no es capaz de incluir y explicar la posibilidad de adivinar el futuro a partir de los posos de café no puede ser una filosofía auténtica.” Así por lo menos lo consideraba Walter Benjamin, importante figura en la biografía intelectual escrita por Rolf Wiggershaus y titulada con el muy específico nombre de La Escuela de Fráncfort. Y aunque no lo creamos, dentro de esta breve cita se encuentra contenido todo lo que podría considerarse el programa fundamental del Instituto de Investigación Social radicado en sus orígenes en la Universidad de Fráncfort de Meno y obligado por las circunstancias contextuales (el nazismo, para ser muy específicos) a darse al exilio en Nueva York para, algunos años después de terminada la guerra, regresar a casa.

Pero, tal como lo aclaran las primeras líneas del libro, hablar de una “Escuela” puede llegar a ser un título muy exagerado que sólo reúne a concepciones teóricas sumamente contrapuestas.

¿Se puede hablar, entonces, de un programa? Tal como señala Wiggershaus, el trasfondo de muchas de las concepciones de los principales representantes de la escuela era el mismo, o al menos durante mucho tiempo tuvo la misma inspiración. Desde su fundación en 1924 y hasta el retiro del primer director, Carl Grüngberg, el Instituto tenía el objetivo de funcionar como la casa de la teoría marxista científicamente aplicada (y no tolerada a regañadientes): eran los tiempos de la bonanza socialista en la República de Weimar. Claro que, finalizada la etapa del primer director, las propuestas de su reemplazante, Max Horkheimer, diferían un tanto del abierto planteo de la teoría marxista-materialista, sumándole la posibilidad de interactuar con las ciencias sociales particulares junto con el estudio de la constitución psíquica del hombre: Horkheimer abre el planteo económico del marxismo más duro a su complementación con los estudios sociales y la psicología. Bajo esta especie de misión, aparecerán muchos de los nombres con los que se suele relacionar la luego llamada “Teoría Crítica”, donde brillan los aportes de Erich Fromm.

Si bien los primeros estudios estuvieron marcados por esta impronta empírica, luego del exilio, el gran planteo de Horkheimer cambia a medida que empieza a tomar relevancia dentro del círculo íntimo del director (Friedrich Pollock, Leo Löwenthal y Herbert Marcuse) el nombre de un asumido crítico musical que, antes de llegar a Estados Unidos, se había exiliado en Inglaterra: Theodor W. Adorno. Horkheimer empieza a aguzar el oído frente a cada una de sus propuestas: el materialismo empieza a teñirse de algo que “Teddy” había sacado como conclusión de su amistad con el filósofo y crítico judío Walter Benjamin: la inclusión de la teología como clave para la articulación de las propuestas marxistas materialistas y el estudio de las producciones de la industria cultural.

El resultado de su mutua colaboración será el libro que concentrará las formulaciones teóricas básica de la Escuela. El texto en cuestión, la Dialéctica del Iluminismo, postula que el Iluminismo o Ilustración contenía dentro de sí la posibilidad de llegar a un reino en donde las desigualdades terminen: una utopía. ¿Cómo es que esa misma razón no cumplió con su promesa y, en lugar de la utopía, terminó en el horror de Auschwitz? Habría aquí un conflicto entre la razón instrumental, la razón subjetiva, que nace del miedo del hombre a la naturaleza y de su afán de dominarla y la razón objetiva, la posibilidad de que efectivamente las diferencias y penurias sociales terminen. La primera lleva a la destrucción de la naturaleza tanto exterior como interior (la represión de las pulsiones, el nacimiento del carácter autoritario-fascista en el hombre); la segunda, plantea la posibilidad de una utopía contenida en el pensamiento, esto es: poder quedarse dentro de los límites del concepto sin obligarlo a recurrir a otra cosa que esté más allá de él.

El libro de Rulf Wiggershaus, alumno de Adorno, doctorado en Fráncfort bajo la supervisión de Habermas, apareció originalmente en 1986: aquí se encarga de revisar con detalle cada una de las etapas de la Escuela de Fráncfort (teniendo como antecedente La imaginación dialéctica de Martin Jay), sumándole a la narración de los principales acontecimientos de cada época la correlación con las investigaciones empíricas que realizaban en el momento –con tediosas descripciones de los datos recogidos de cada encuesta, por caso– o con los planteos teóricos que predominaban. El logro del libro de Wiggershaus es el comentario filosófico-crítico de cada una de las grandes producciones de los miembros o allegados al Instituto, desde el citado Benjamin a Marcuse, terminando en el último gran representante de la Teoría Crítica: Jürgen Habermas. El libro finaliza su arduo recorrido con la muerte de Adorno, representante de la primera generación de investigadores y filósofos, piedra basal del Instituto.

Una cita más, esta vez, del mencionado Horkheimer: “Lo que hay que aclarar no es que la goma de mascar perjudique a la metafísica, sino que la goma de mascar es metafísica”. La filosofía concentrada en pensar al límite cada uno de los detalles de la alienada vida cotidiana, de la vida dentro de la cultura de masas, no sólo se detiene en los posos de café o en el chicle, sino en cualquier cosa ínfima, casi invisible, que contiene dentro de sí la posibilidad de encontrar la trascendencia.

La vigencia de la Escuela de Fráncfort está íntimamente relacionada con el hecho de que, pese a tanta decepción, el hombre contemporáneo –mal o bien– no ha dejado de creer que aunque sea existe una mínima esperanza de salvación.

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