Domingo, 11 de abril de 2010 | Hoy
Detrás de la película de Daniel Burman hay un libro sencillo y sólido, que narra la vida de dos hermanos diferentes y parecidos en la soledad que los lleva a estar juntos.
Por Sebastian Basualdo
La edad cae sobre nosotros por sorpresa y experimentamos un oscuro sentimiento de injusticia, escribió Simone de Beauvoir; ese sentimiento se acuña en una cantidad de rebeldías y rechazos. La persona de edad se considera víctima de su destino, de la sociedad, de sus allegados. Dos hermanos aborda esta problemática a partir de un eje narrativo mínimo, trivial en apariencia, ligero como una pista de hielo en capítulos breves estructurados a modo de flashbacks para que no tarde en manifestarse lo más sustancial de la condición humana: la experiencia –en su sentido etimológico de recuerdo acumulado– va a permitir que se abra como un abanico dos historias de vida ligadas por la hermandad, y naturalmente, a partir de la nueva convivencia, resurgirán los odios y sus miserias, la excentricidad de los rencores, la envidia, sus reproches y, por sobre todo, la mirada de los otros, siempre, como última posibilidad de encontrar un lugar en el mundo. Los dos. Ocurre que los protagonistas principales de esta primera novela de Sergio Dubcovsky (en su primera edición de 2005 llevaba por título Villa Laura; ha sido reeditada como Dos hermanos a partir de ser llevada a la pantalla por Daniel Burman protagonizada por Graciela Borges y Antonio Gasalla) están tan cerca de un matrimonio de hermanos y tienen desacuerdos tan perfectos que parecen haber nacido el uno para el otro. Susana y Marcos se instalan en Villa Laura, un pueblo cercano a Loureiro, en Uruguay. Ella tiene algo más de cincuenta años, está divorciada de un marido empresario que supo darle una vida colmada de frivolidades entre cócteles y estadías prolongadas en Europa y no se resigna a su nueva condición social en un pequeño pueblo de provincia: vive interpretando personajes que van desde simular ser una inversionista con proyectos inmobiliarios (“Simulaba ser general manager de un grupo inversor que pretendía comprar propiedades en una ‘economía emergente’”) o acaso también inventarse amistades que la requerían en los círculos más exclusivos de la cultura y la política. “Su petulancia era tan grande que en los eventos se introducía como art dealer. Unas tarjetas impresas en papel reciclado, con direcciones inexistentes en Chicago y Milán, eran su carta de presentación.” Pero es con su hermano con quien simula de un modo más lastimoso y rayano en la locura, injuriándolo con la familia y amigos, inventando disputas y generando escenas de celos de un modo no tan infantil como patológico. Por su parte, Marcos es un hombre de sesenta y cuatro años que postergó ad infinitum la realización de sus proyectos para cuidar a su madre, Neneca, como le decían, una mujer difícil que a los ochenta años “manejaba con autoridad y eficiencia la agenda de su hijo. Tenía todos los números de teléfono de los amigos. Marcos se encargaba de que así fuera. Parecía no haber secretos entre los dos. Como le ocurría con su hermana, la relación con su madre representaba el aire para respirar. Y a la vez ese aire era nocivo”.
Por supuesto que hay secretos. Y Marcos también buscará inventarse entre desconocidos y actividades diversas, ya sea entre turistas o acaso integrar una obra de teatro y a partir allí entablar una cálida amistad con el director de la obra. Villa Laura, entonces, se convertirá en un lugar de liberación y enfrentamiento para estos dos hermanos cuyas personalidades se complementan mucho más de lo que son capaces de confesarse a sí mismos en lo más descarnado de la solitaria intimidad.
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