Dom 11.04.2010
libros

Doble, sombra y espejo

Fernando Vallejo vendrá pronto a Buenos Aires para la Feria del Libro. Mientras tanto desembarcan su última novela, El don de la vida, y la biografía que le dedicara al poeta colombiano José Asunción Silva.

› Por Claudio Zeiger

Resultaría un poco ocioso y repetitivo, frente a un nuevo libro suyo, insistir sobre el retiro de la literatura varias veces anunciado por Fernando Vallejo. Aunque ser repetitivo respecto de Vallejo no debería llamar tanto la atención, ya que la monomanía y la fijación obsesiva de ciertos tópicos se han convertido en una de sus claves, rasgo distintivo, marca de estilo, si se quiere. Ni debería llamar mucho la atención el tener que volver a hablar de la Muerte, como ya sucedió con ocasión de La Rambla paralela (precisamente ese libro que iba a ser el último) porque vuelve a enseñorearse, la Muerte, de este paradójico El don de la vida.

La vida como una condena o fatalidad –estar condenado a vivir, estar condenado a seguir escribiendo mientras todo verdor perece– es la divisa vallejiana por excelencia y, por eso, ese “don de la vida” del título no puede sino tener un retintín irónico.

El autor conversa por largo rato con un “compadre”, ambos sentados en el banco de un parque, el parque Bolívar de Medellín. Todo comienza contabilizando muertos y más muertos en una libreta donde el autor ya lleva anotados unos seiscientos. Al final del día, la Muerte viene a anunciar que ha llegado el turno del autor, con quien aparentemente estuvo conversando sobre los viejos tiempos. Todo transcurre en un clima de chacota y digresión, y con una erótica un tanto babé, como si le hubiera salido a Vallejo un viejoverdismo que hasta ahora no se había manifestado, por cierto ajeno a reflexiones acerca de la identidad sexual como a la exhibición detallista de los atributos de las bellezas tantas veces mentadas.

Desde La Rambla paralela se había asentado en la literatura de Vallejo una clara tendencia autoparódica, a partir de la cual parecía mostrar cuán consciente era, y es, del personaje que le fabricamos entre todos sus admiradores. Porque Vallejo es el autor de su personaje literario, en tanto críticos, periodistas, escritores y editores somos co-autores de su personaje público, ese que se ha convertido en Doble, Sombra y Espejo que recorre también sus últimos textos como el fantasma del comunismo recorría el mundo, a la espera de la retahíla contra el Papa, Bolívar, las mujeres, los pobres, en fin, el manual del “provocador” que para unos es un funcional espantaprogres (salvo en su amor por los animales, todas las otras opiniones de Vallejo parecen un aceitado negativo de la buena conciencia progresista) y para otros un nihilista sin fondo. A pesar de todo, La Rambla paralela cobraba impulso a partir de esa autoparodia hasta convertirse en un alegato solipsista feroz, un cara a cara angustiante con la muerte, el pasado y el olvido. Y terminaba convirtiendo a este texto en uno de los grandes títulos de Vallejo.

Hay que decirlo: no sucede lo mismo con El don de la vida, donde la levedad viene a condicionar el tono que a pesar de los rugidos no disimula que estamos frente a un león hervíboro, un cuento ya contado y cuyo efecto no puede ser el mismo porque, digan lo que digan, bien cierto es que no nos bañamos dos veces en el mismo río, y menos que menos en el río del tiempo. El clima festivo, el diálogo con retruécanos y gags, agotan al vallejista más consecuente después de la mitad del libro, y la presencia de la Muerte (y perdón Fernando por citar aquí a su nada apreciado García Márquez) es más que nunca la crónica de una muerte anunciada.

Junto con su última novela se acaba de publicar, a la espera de la llegada de Vallejo a Buenos Aires, su biografía heterodoxa sobre el malogrado José Asunción Silva, el gran poeta decadente y/o ultra romántico: Almas en pena chapolas negras (las chapolas son una especie de mariposas, y a las negras se les atribuye anunciar la desgracia).

Como no podía ser de otra forma tratándose de una biografía, aquí Vallejo tropieza más temprano que tarde con uno de sus enemigos acérrimos: la tercera persona que todo lo sabe y todo lo dice acerca de su objeto. Por eso se irrita no sin razón contra aquellos que afirman tal o cual cosa de Silva sin haberlo conocido, o varios años después de su muerte, o se remontan a un episodio de la niñez (¿y cómo pueden saber ellos lo que pensaba o sentía Silva siendo un niño?), porque en definitiva el nihilista no acepta ninguna certeza, ninguna aproximación a la verdad.

En Almas en pena, chapolas negras se revela que la lucha de Vallejo contra la omnisciencia es una de las caras de la lucha contra la interpretación. Vallejo ha renunciado a interpretar, algo que le ha traído muy buenos réditos en sus novelas, relatos de una conciencia llena de palabras furiosas, pero vaciada de sentido. Esa falta de sentido de la conciencia viene a denunciar la falta de sentido de la vida. Pero, guste o no, una biografía es algo diferente. El biógrafo no puede renunciar a darle un sentido a la vida, a la vida del biografiado, precisamente. No basta con echar al fuego cada uno de los intentos de darles un sentido a los hechos de la vida que otros intentaron (en el caso de Silva: el suicidio, el golpe que significó la temprana muerte de su hermana adorada según algunos, hasta el incesto y la pérdida de sus manuscritos en un naufragio). Por eso se pierde páginas y más páginas en la maraña de los datos contenidos en unos cuadernos de contabilidad o en unas cartas escritas por Silva. El resultado es una biografía conjetural, excesivamente relativista, en la que Silva se termina por convertir en una más de esas sombras inasibles de los Nocturnos.

Lo mejor de este libro, sin dudas, es la reconstrucción documental y emocional de la ciudad de Bogotá y sus protagonistas de fines del siglo XIX, un relato vívido y lleno de bríos, con ese humor que en los mejores momentos de Vallejo se tensa como una cuerda y vibra, y hace vibrar al lector por más lejana que parezca su materia.

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