Un nuevo John Irving que, esta vez sí, puede llegar a conformar a todos sus seguidores, aun a aquellos que flaquearon con Una mujer difícil y La cuarta mano
› Por Rodrigo Fresán
No estoy de acuerdo con ellos; pero me consta que eran bastantes los seguidores de John Irving quienes, de un tiempo a esta parte, se sentían un tanto inquietos y hasta decepcionados con y por su héroe. Así, para algunos fans, Una mujer difícil arrancaba con doscientas páginas gloriosas, pero el resto... La graciosa La cuarta mano parecía un Vonnegut de segunda mano o una película de los Farrelly Brothers. Y la monumental y excesiva Hasta que te encuentre acababa sucumbiendo al peso de su propia ambición. Dicho esto, cabe explicar que sólo he permitido esta interferencia de ajenos en lo propio, seguro de que La última noche en Twisted River no dejará a nadie insatisfecho.
Es más: la duodécima novela de Irving (Exeter, 1942) nos devuelve a su incontestable edad dorada. Aquella que va de 1978 a 1989 (de hecho, Irving viene persiguiendo este libro desde 1986, pero no lo alcanzó hasta oír a Bob Dylan cantando Tangled Up in Blue mientras conducía su auto en el 2005) y que ahora se prolonga hasta nuestros días. Así, ubicar La última noche en Twisted River junto a El mundo según Garp, El Hotel New Hampshire, Las reglas de la casa de la sidra y Oración por Owen con el añadido de una astutísima reescritura de motivos recurrentes que sólo pudo encararse desde el aquí y el ahora, con la experiencia que dan los años.
Y ya se sabe: padres e hijos como versiones catastróficas de aquella canción de Cat Stevens, incidentes tremendos y grotescos pero súbitamente verosímiles, osos que no son tales, un padre perfecto hasta en sus imperfecciones, el fantasma palpable de una madre muerta, una paracaidista desnuda, una esposa complicada, un estudiante un tanto psicótico, un perro flatulento, un amigo totémico y protector (que aquí se llama Ketchum, pero alguna vez se llamó Roberta Muldoon), una sucesión de restaurantes que evocan a aquella bizarra cadena de hoteles familiares, alguna mutilación corporal, el temor a todo lo que puede llegar a sucederle (y le sucede) a un ser querido, un villano que parece escapado de las páginas de Charles Dickens o Víctor Hugo, cinco décadas de vidas y obras (y cincuenta años de historia de un país que, a la altura de su 11 de septiembre de 2001, es aquí evocado como víctima de una efeméride inequívocamente marca Irving), varias guerras, epifanías de altura y, por supuesto, el poder sanador de la literatura. En resumen: ese “un mundo de accidentes” como mantra recurrente pero, también, como lugar donde todas las cosas terribles y verdaderas pueden redimirse como germen de ficciones.
Bienvenidos entonces a la fuga sin pausa de Dominic Baciagalupo y su hijo y futuro escritor Danny Angel que, como Irving, se dedicará a escribir “ficciones que son y no son autobiográficas al mismo tiempo” y que, aquí aludidas, recuerdan en más de un punto y coma a la bibliografía del John que escribe a Danny. Todo empieza, claro, con un/otro “accidente”. Un disparo de largada –en realidad un sartenazo de partida– que obliga a una huida sin fin ni fondo. Una carrera sin línea de llegada entre Estados Unidos y Canadá y que Irving narra en detalle; haciendo magistral uso de la elipsis, yendo para delante y para atrás y otra vez para delante, hasta una inmejorable y postrera página cuyo único defecto es, sí, no seguir fluyendo por siempre.
Queda el consuelo –ya se dijo, pero insisto por las dudas, por si queda algún escéptico por ahí– de que nos encontramos ante uno de los hitos mayores de un grande que sabe perfectamente lo que hace y que parece escribir con una mano en el siglo XXI y con otra en el siglo XIX. Alguien quien –no conforme con contarnos una historia formidable– se reserva un último truco de excelso ilusionista que vuelve a todo el asunto aún más trascendente y apasionante. Porque –lo comprendemos al llegar a su desembocadura– La última noche en Twisted River acaba funcionando (y, de inmediato, vuelve a comenzar y empuja a la relectura) como making off de sí misma. La casi última línea no es otra que la primera línea de la novela. Irving ha confesado que no se sienta a escribir sus libros hasta no tener perfectamente claras cuáles serán sus palabras de despedida y es entonces cuando Danny –quien se creía seco y sin nada más que contar– de pronto caudaloso, exclama: “Dios mío, allá vamos una vez más, ¡estoy empezando!”.
Y con él, más que felices, también vamos, de nuevo, todos nosotros.
Todos, dije.
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