Los cuentos de Diego Fischerman logran un acertado aire de familia, acumulando indicios inquietantes, metáforas del encierro y ejemplos de cómo se puede acostumbrar el ser humano a actuar naturalmente en las peores circunstancias.
› Por Mariana Enriquez
Hay situaciones que se repiten en los cuentos de El principio del terror, el nuevo libro –primero de relatos– de Diego Fischerman. La situación de encierro es la más habitual, y aparece en muchas formas: una pareja encerrada en una casa de la costa atlántica argentina, acechada por una –o varias– jauría de perros (“Virginia”); otra pareja en otra casa, también junto al mar pero en Estados Unidos, rodeados de la marea que ha subido y no baja, y posiblemente no bajará y los dejará aislados (“Una casa en la orilla del mar”); dos hermanitos en un sótano, encerrados allí por su madre en un intento de protegerlos, que acabará en un espeluznante error (“El principio del terror”); una habitación cerrada en el departamento de una madre que recibe a su hija (“Dos mujeres”); dinamita oculta en un piano que no suena (“El piano vertical”). Este encierro es replicado por un estilo de extrema austeridad: el lenguaje en cada uno de los cuentos se encuentra medido, controlado; la narración ha sido despojada hasta la asfixia. Así el lector debe afinar su atención para encontrar las pistas, sembradas en cada cuento, que revelan el tiempo de este encierro. El protagonista de “Virginia” asegura que “cuando llegó al punto que creo culminante, hacía bastante que, aunque por motivos diferentes, ya no salía de la casa”. La pareja de “Una casa en la orilla del mar” había dejado “nuestro país apresurados, en micro, rumbo a Brasil como primer destino”. El hermanito del sótano ve desfilar tanques por la calle. En el piano vertical hay, además de dinamita, ejemplares de El Descamisado. En otros cuentos, las referencias son aún más claras: un hombre en el exilio en “Colonia del Sacramento” se refiere a los cadáveres que llegan a la playa uruguaya, un filatelista se queja de sus vecinos ruidosos pero no se da cuenta de que una noche gritan porque están siendo secuestrados, y los jóvenes de “La bandera” –un cuento extraordinario, quizás el mejor de la colección– por no llamar a la policía deciden hacer pasar a un amigo muerto de forma accidental por un militante revolucionario asesinado, y abandonar su cuerpo en una cueva patagónica.
El tiempo de estos cuentos es la dictadura militar y es en esa ubicación donde el “terror” del título adquiere otras resonancias. Estos no son cuentos fantásticos; sí son cuentos extraños donde el terror es una punzada, es lo que no se dice, lo que se calla. Sucede que lo que no se dice es muchísimo y ese silencio es escalofriante. Algunos cuentos llegan al punto final justo antes de que comience lo explícito (“El principio del terror”); otros dejan lo explícito fuera de plano o en una zona de gris ignorancia (“Dos mujeres”, “Virginia”). En todos los casos, el contraste entre ese terror desatado –que queda afuera– y la economía de recursos de los relatos es absolutamente eficaz, inquietante, incluso cruel.
Los cuentos de El principio del terror tienen, entre sí, un aire de familia que permite leerlos como una unidad: el niño que colecciona insectos en “Punta Mogotes” podría crecer hasta convertirse en el filatelista obsesivo –y autista– o en el joven que recibe a su novia, recién llegada de un viaje iniciático, y ve salir de su bolso un chulupí, la enorme cucaracha selvática. También tienen un aire de familia, pensado en referencia a la literatura argentina, con la narrativa de, por ejemplo, Juan José Saer, especialmente en las marcas del procedimiento: la limpieza formal lograda mediante la quita de lo superfluo en contrapunto con relatos donde lo metódico y la paciencia son centrales para los personajes y la trama –como la descripción de la pesca en “Los cuentos del pescador”, o la preparación de una carne al horno en “Dos mujeres”–.
Pero los cuentos de El principio del terror son, sobre todo, cuentos sobre el encierro y el acecho. Incluso en la libertad de las mochilas y el mítico sur de calafates y Parques Nacionales falta el aire; los movimientos están restringidos, los personajes acaban paralizados, rodeados de agua salada o en un chalet de Ostende vigilados por perros al acecho. A pesar de estar arrinconados, los personajes reaccionan con tranquilidad, como si ésta fuera la normalidad de sus vidas cotidianas. Y es allí donde surge el escalofrío: en la noción de que, bajo determinadas circunstancias, somos capaces de naturalizar el horror.
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