Poesía >Médico dermatólogo y forense que ejerció en las dos guerras mundiales, Gottfried Benn escribió en paralelo una obra que persiguió la piedad a través del horror y la degradación. Su paso por el nacionalsocialismo, las discusiones con los exiliados, las opiniones de Thomas Mann y Herman Hesse, lo convirtieron en una figura difícil y lo empujaron a cierta retórica justificatoria. Pero aquellos poemas, reeditados hace poco, siguen mostrando la ferocidad de sus dientes y el filo de su lirismo.
› Por GUILLERMO SACCOMANNO
Si la estética surge como un discurso del cuerpo, cabe preguntarse qué belleza reside en el cadáver despanzurrado de un cervecero borracho, de una puta muerta con las piernas abiertas, en unas ratas asomando sus hocicos en el cuerpo frío de una muchacha que expiró hace poco. Estos son algunos de los temas de la primera poesía de Gottfried Benn en 1912. Su autor tiene veintiséis años y titula Morgue un cuadernito con unos pocos versos. Al mismo tiempo edita un ensayo: “Sobre la frecuencia de la diabetes mellitas en el ejército”. Porque su autor es médico especialista en piel y divide su producción literaria entre prácticas forenses y la escritura poética. “Cuando escribí Morgue era de noche”, registrará en sus memorias. “Yo vivía en el noroeste de Berlín y había tenido una clase de disección en el Hospital de Moabit. Era un ciclo de seis poemas, que emergieron todos a la misma hora, salieron impetuosamente y estaban allí, donde antes no había absolutamente nada. Cuando terminó aquel estado de perturbación de la conciencia yo estaba vacío, hambriento, vacilante, y salí a duras penas de aquel gran colapso.”
Hijo de un pastor protestante vagamente socialdemócrata, Gottfried recordaría siempre –y habría de testimoniarlo en un poema– que en su casa no se conocía la pintura de Gainsborough, ni la música de Chopin. El padre le impuso estudiar teología y filología, pero el hijo, después de iniciar esos estudios, los abandonó para seguir medicina. El enfrentamiento entre ambos se agravó durante la agonía de la madre: el hijo intentó suministrarle calmantes y el padre se opuso, argumentando que el dolor era un mensaje de Dios. En tanto, publicaba sus primeros textos y, alistado en el ejército del Káiser, participaba como médico en la Primera Guerra tal como volvería a hacerlo en la Segunda.
Benn nunca ocultó su entusiasmo y apoyo inicial al nazismo. Su adhesión fue motivada, se justificaría, en el rechazo a “la servidumbre de los pagarés”. Los nazis afirmaban: “Los auténticos socialistas somos nosotros, los nacionalsocialistas”. Benn encontró una coartada para su actividad en este período. Si se lee con atención Doble vida, su autobiografía, podrá repararse que, aun cuando insiste en afirmar que no fue antisemita, su defensa de lo ario le patea en contra. Nunca pensó que el antisemitismo iba en serio, escribió. Benn fue miembro de la Academia Prusiana de Letras y mantuvo discusiones con los exiliados. Y acá no es desatinado preguntarse dónde estaba cuando la quema de libros. Lo que explica, entre otras cuestiones, por qué no son amables las menciones que hacen de él los exiliados Thomas Mann y Herman Hesse en su correspondencia. Para probar su amplitud, Benn recoge en sus memorias la polémica sobre los emigrados que mantuvo con Klauss Mann, el escritor de Mefisto. Tardíamente se sincera y le reconoce a Mann sus críticas, pero esta admisión, como si su nazismo hubiera sido un impulso romántico de juventud, no alcanza para liberarlo del peso de una vergüenza que no logrará disimular por más que la decore con una retórica pretenciosa.
Según cuenta en sus memorias, engancharse otra vez como médico en el ejército fue un escape: “Mi ingreso no fue ni militarista ni belicista sino como sanitarista, y mi actividad estuvo limitada a la previsión social”. Aunque era protegido de Himmler, esta segunda militarización fue un modo de alejarse de la mirada reprobatoria del nazismo, que comenzaba a juzgar “degenerado” su expresionismo.
Sin quitarle el mérito poético a la serie Morgue, considerándola como un descenso a lo más sombrío de lo humano, sus formas más escabrosas, cabe preguntarse si en este gesto, además de piedad, no puede leerse un rechazo de la fealdad corporal que plantea, como tácita antítesis, un ideal de belleza aria. Ya finalizada la guerra, admirador confeso de Stefan George, publica Poemas estáticos y Postludio, dos colecciones cuidadosas, más metafísicas que narrativas, preocupadas por lo formal. Pero ninguna alcanza la potencia descarnada de Morgue, esa ferocidad de quien contempla la degradación y el horror persiguiendo la piedad, una búsqueda de absoluto, si es que puede haberlo en esta miseria humana. En la posguerra tardía, habilitado socialmente, Benn continuó publicando y hasta recibió una pensión sin dejar de ejercer la medicina, compartiendo el piso con su tercera esposa odontóloga mientras los pacientes de ambos aguardaban en la misma sala. Algunos críticos llegaron a señalar que su influencia podía notarse en Paul Celan, pero nada más disparatado que esta asociación. Uno de sus últimos poemas, “Conclusión”, termina así: “Por la noche, en los bares, donde me escondo a veces, / sin fundamento y en el destierro de la desnudez, / como en el seno materno”.
Un año antes de su muerte, cuenta Eustaquio Barjau, el traductor de Postludio, Benn le dedicó a un amigo su libro. Como dedicatoria escribió: “Selah, fin del salmo”. La palabra hebrea selah, que figura al final de muchos salmos, es de origen desconocido y apenas se sabe nada sobre su significado. Es posible que, además de indicar el final de la plegaria, sea un aviso a los fieles para que se dispongan a la siguiente parte del oficio religioso. En el lenguaje coloquial alemán de hasta no hace tanto se usaba a veces en el sentido de “listo”, “no se hable más”. Gottfried Benn murió en 1956.
Traducción de Jesús Munárriz
Zut Ediciones, 83 páginas
Barcelona
Traducción de Eustaquio Barjau
Editorial Pre-textos, 87 páginas
Valencia
Traducción de Carmen Gauger
Editorial Pre-textos, 170 páginas
Valencia
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