Dom 08.12.2002
libros

RESEñAS

Solo contra el mundo

Aventuras de un novelista atonal
Alberto Laiseca

Santiago Arcos editor
Buenos Aires, 2002
124 págs.

POR PABLO PÉREZ
Aventuras de un novelista atonal se editó por primera vez en 1982. Por entonces Laiseca ya estaba escribiendo Los sorias, monumental obra de 1345 páginas a la que pocos tuvieron acceso, en la que trabajó durante diez años y que publicó en una edición limitada (Simurg) dieciseis años después de haberla terminado: trescientos ejemplares de lujo, con mapas, dibujos y pentagramas, a la venta por suscripción.
En la primera parte, que reproduce el título del libro, “Aventuras de un novelista atonal”, tenemos la historia de un escritor que, movido por su admiración al músico Arnold Schönberg, se sienta cada día en su grasiento cuarto de pensión a escribir la primera novela atonal del mundo.
Al igual que Laiseca, escribe en diez años su gran obra, en este caso de 2000 páginas. Antes de que fuera publicada, el novelista atonal la leía en tertulias ante sus amigos, en su mayoría falsos amigos, que se reían no de lo humorístico de la novela, sino de lo pésima que era. Pero uno de ellos, Coco Pico Della Mirándola, indignado por la hipocresía del resto, trata de ayudar a su mejor amigo, el novelista atonal, y aunque también cree que la novela es malísima, le consigue un editor sadomasoquista que, harto de tiranizar a sus escritores y empleados, solo quiere sufrir por la humillación de un fracaso editorial. La novela, sin embargo, resulta ser un éxito internacional.
Terminada la lectura de Aventuras de un novelista atonal, cabe la pregunta: ¿Qué es una mala novela? En el prólogo, Fogwill entiende la atonalidad de Laiseca como “ese artificio magistral del grado cero del decir”. Sin embargo, en los dos relatos de este libro predomina un tono: el chistoso. Así, en el segundo relato, el capítulo que se nos permite leer de la supuesta mala novela del novelista atonal, Laiseca se permite llevar al extremo lo que el canon literario condena: la cursilería, la adjetivación excesiva y las situaciones inverosímiles. Prodigiosamente consigue que el lector se deslice por esta historia que avanza de disparate en disparate a través de una prosa que desafía toda lógica, como si la novela (y en este caso más precisamente la novela histórica) fuera un molde vacío que se puede llenar con cualquier cosa, siempre y cuando exista la acción: “Ya por esa época, el Halconero Mayor –con más responsabilidades y funciones que las sugeridas por su cargo– había reemplazado a las jaurías de perros por otras de tiranosaurus rex amaestrados, que trotaban alegremente por los campos y bosques de coníferas, lanzando magníficos rugidos que se confundían con los cantos de gorriones, ruiseñores y pterodáctilos, que llegaban desde la fronda”.
En esta segunda parte llamada “La epopeya del rey Teobaldo”, reyes, ejércitos que cabalgan o vuelan sobre dinosaurios, Pink Floyd, los girasoles de Van Gogh y el I Ching conviven alocadamente.
A pesar del sinsentido (o gracias a él), la supuesta mala novela resulta una ácida alegoría del mundo en que nos toca vivir. Con Aventuras de un novelista atonal, Laiseca parece estar declarándole la guerra al canon literario (sobre todo a la novela histórica y al realismo mágico), como creador y único representante de un movimiento que él mismo da en llamar “realismo delirante”.

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