Domingo, 11 de julio de 2010 | Hoy
Un libro sobre la vida del sacerdote Carlos Mugica logra conjugar el retrato íntimo con los reflejos de una época compleja y plagada de turbulencias. De la cuna aristocrática a la villa, Mugica fue fiel exponente de la parábola de una generación.
Por Sergio Kisielewsky
Una vida de película, una mirada puesta sobre la intimidad de la víctima, en este caso del sacerdote Carlos Mugica, asesinado en Buenos Aires en 1974 por la incipiente Triple A a las órdenes del Brujo López Rega, ministro de Bienestar Social durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón, es lo que relata El inocente. Como todo recorte biográfico hace su recorrido, esta vez, por un hombre que se jugó por sus ideales y puso el cuerpo en cada acto. Un hombre consagrado a Dios y a los hombres, que nunca quedó en la mitad del río. Sin duda, María Sucarrat, periodista y egresada de la carrera de Letras, maneja el trazo periodístico con el vértigo de una cámara de cine, la vida y la pluma confluyen en un solo torrente. Deja espacio para la reflexión, cuenta anécdotas, incluye datos y deja al lector con ganas de saber cómo seguirá en la próxima página.
Allí se narra cómo Mugica, desde sus orígenes de clase en una familia acomodada, llega a emprender su sacerdocio en la Villa 31 de Retiro hasta crear una parroquia –la Cristo Obrero– emblemática por su labor social. Pero antes, mucho antes en el tiempo, se cuenta del amor de Mugica por el fútbol, de cómo le enseñó a leer a Omar Corbatta, el ídolo de Racing en los años ‘50, y el vínculo con Lucía Cullen, militante de la Juventud Peronista y luego de Montoneros. Viajero, estudioso, el hombre que oraba y reclamaba por la urbanización de las villas, la defensa de las fuentes de trabajo y la protección a la niñez, seguramente vivió al límite. Siempre apurado de aquí para allá en su moto Gilera, su viraje en las ideas tuvo que ver con los cambios que en el interior de la Iglesia se suceden sin prisa pero sin pausa en la década del 60. Las encíclicas sociales, la formación del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo; sin perder de vista la dinámica de los hechos, Sucarrat da en el centro de la disputa: el país comienza a quebrarse fruto de terremotos políticos y militares mientras Mugica sigue estudiando, militando y aprendiendo.
Comienzan sus retiros espirituales, también sus misas por los caídos a manos de las fuerzas de seguridad y sus observaciones críticas a la elección de la lucha armada para llegar al socialismo nacional. Nada lo acerca más a la dicha que ayudar al otro, dar siempre, realizar obras, conseguir una vida mejor para los que nada tienen. La autora, periodista de raza, no necesita la elocuencia de los acontecimientos para crear escritura, tiene claro el vértigo que tiene entre manos y desde allí construye su estilo. En Mugica aparece una y otra vez la pasión por Racing (que lo llevó a Escocia a verlo jugar contra el Celtic), también su paso como alumno del Nacional Buenos Aires y la escena memorable donde le dice a su padre que será sacerdote, configurando así un todo único donde lo que sobresale es la diversidad de actores y escenarios.
Leer este libro indica que el hombre que fue asesinado a los 44 años en una calle de San Francisco Solano lo hizo casi todo. Compartió la vida con hacheros, trabajadores y campesinos. Con capítulos cortos, sintetizando cada momento vital, Sucarrat elige un tono conversacional para narrar los acontecimientos que rodean al personaje elegido y lo revelan en facetas de lo más diversas: el muchacho que veía una pelota y perdía el control, el que se preocupó por el asma de Ernesto Guevara, a quien conoció cuando era un estudiante de medicina y le llevó su oración de consuelo a la familia luego de su asesinato en Bolivia.
La trama deja ver toda una época y, quizá, revela el alma de todo un país. Su vínculo con los estudiantes universitarios, con jóvenes de diversas tendencias políticas, los ecos del Cordobazo y el secuestro y muerte de Aramburu dieron siempre en el mismo blanco: un hombre comprometido hasta su propio sacrificio. Nada humano le era ajeno, Sucarrat pone palabras al latido de su sangre que, como lo demuestra la historia, no fue en vano.
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