Un relato de Miguel Vitagliano plantea la ambigüedad entre la locura conspirativa o una normalidad que busca romper la abulia por medio del juego.
› Por Ezequiel Acuña
En su novela anterior, Cuarteto para autos viejos, Miguel Vitagliano había dejado en evidencia ciertas coordenadas de su literatura. Sobre todo esa melancolía de infancia que caracteriza su estilo de escritura o, dicho de otro modo, la puesta en escena de todo aquello que los adultos tienen de niños. Esto no quiere decir que la temática de sus novelas –si es que alguien puede definirla– se reduzca a esos momentos, pero sí es posible ir hilando y ver que Vitagliano trabaja sobre personajes que producen una fuerte sensación de desprotección, que buscan guaridas como un chico asustado, que parecen cargar con una ingenuidad rotunda.
El personaje principal de El otro de mí no está exento de problemitas por el estilo. Dos puntos a tener en cuenta que marcan el principio de la novela. Primero, el protagonista narra su historia hablando de sí mismo en tercera persona, se crea e intenta hacer de sí un otro. El segundo punto puede ser tomado, incluso, como la causa del primero. “Me descubriste. Y muy bien. Soy un agente secreto. Pero no puedo decirte más. Me sorprendiste en medio de una investigación”, le dijo su padre el día que lo encontró manoseándose con su profesora de inglés de la primaria; de ahí en más él también se creerá un agente secreto. Sin más explicaciones que ésa, el protagonista juega el juego, simula ser un espía, toma anotaciones exhaustivas sobre la vida de los vecinos que observa de ventana a ventana, produce anotaciones triviales en cantidades, registra una por una las llamadas que le hace a su hija, lo que le dice y lo que le diría en las llamadas que no realiza. Esa situación se prolonga a lo largo de toda la novela como una clarísima puesta en absurdo en donde un espía sin nación ni objetivo no busca nada oculto ni es perseguido por nadie. ¿Por qué?, es posible preguntarse. Pero quién sabe, son misteriosos los caminos de la literatura.
Miguel Vitagliano introduce en su libro el atentado a la AMIA, que ingresa en segundo plano y de forma lateral a la historia, pero marca toda la novela con la lógica de la bomba. En El otro de mí, la esposa del protagonista, madre de su hija, muere alcanzada por la onda expansiva de la bomba mientras se bañaba en el departamento de su amante, un día después de haber abandonado a nuestro narrador-espía. Lo que sucede entonces es que a veces el protagonista parece decididamente insano, un paranoico más, un loco que inventa historias todo el tiempo; otras, no es más que alguien jugando, ocupando la mente para evitar preguntarse si es un buen padre viudo, si fue un buen marido y qué tendría que haber hecho para que su esposa no lo abandonara. La línea entre la locura y el juego es delgada y, en fin, El otro de mí juega, precisamente, a mantener esa tensión.
“Se equivocan quienes creen que los chicos son inocentes. El paso del tiempo es lo que nos convierte en crédulos, impulsándonos a considerar imposible o remoto cuanto ellos presienten al acecho en todo momento”, dice el protagonista, y podría ser tomado casi como una consigna que alimenta al texto. La verdad es que El otro de mí parece más un ejercicio literario que una novela planeada, como si eligiera una temática –el hombre viudo que se cree un espía– y de ahí en más comenzara a desarrollar, tirando del hilo para buscar las respuestas a ese comportamiento, preguntarse por las creencias de ese personaje, pero encontrar las respuestas mientras se va escribiendo, y no al revés.
Eso sí, esa forma de plantear una novela parece tener sus complicaciones. Bien puede resultar interesante y aleccionador la forma de salir del meollo, el desarrollo de un texto desde ese par de puntos de partida. Pero también puede convertirse en un relato ciertamente abúlico o reiterativo. Lo que está ausente en El otro de mí es ese momento de sospecha, eso que tira de la historia hacia delante y hace creer que algo puede suceder y abrir, romper, cambiar o sencillamente expandir el relato.
El resultado es una novela encajonada, o algo que se aleja de la novela, un texto clausurado desde el principio para insistir sobre la monótona tensión entre un hombre loco o aburrido, entre un delirante y un pobre tipo. Ese es el juego.
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