La percepción, el sueño y el misterio se conjugan en una excelente entrega de prosa poética de Arnaldo Calveyra.
› Por Samuel Zaidman
La obra de Arnaldo Calveyra es una fiesta de los sentidos. Luego de la excelente edición de Poesía reunida en 2008, que incluye nueve libros con la totalidad de sus textos poéticos, vuelve a demostrar en El cuaderno griego la singularidad de su escritura, un conjunto de increíbles y deslumbrantes percepciones puestas aquí bajo la forma de un diario de viaje. Sin embargo, no hay marcas temporales. La idea de “cuaderno”, en todo caso, pone más el acento en el espacio de la escritura que en la cronología turística, en las palabras más que en la geografía. “El tiempo que no pasa es mi tiempo favorito”, dice, aunque no es el tiempo detenido de la fotografía sino un estado de vacilación donde todo es reciente o está por ocurrir. En esa vacilación está el silencio –“álamos a punto de castellano”–, donde Calveyra escucha: “(...) permanecen callados el tiempo que haga falta para que surja como a despecho, como a contrapelo, la palabra, palabra que de tarde en tarde surge a presión de ese silencio (...), ya no mera palabra sino palabra y su silencio”.
Escribir es escuchar, diría Calveyra, que oye el mundo como un murmullo primero, un cuchicheo, hasta descubrir finalmente que lo que percibimos no son sino sutiles conversaciones en voz baja, que todo está nombrándose, llamándose, queriendo decirse.
Este viaje se abre como un “festival de caras”, se cierra “festejando” un nombre; comienza con el “recién llegado”, culmina con el “recién nacido”. La última impresión de algún modo repite la primera, pero le otorga un sentido más radical, como si el mundo fuera un perpetuo nacimiento. Son dos momentos relevantes para pensar la obra de Calveyra, quien nace en Entre Ríos en 1929, reside en París desde 1961 y nunca ha abandonado la mirada de la infancia, las voces del paisaje entrerriano. Estamos en Grecia, entonces, pero llegando a Mansilla, su pueblo natal, no en Mansilla exactamente, sino “llegando”, porque el pasado es lo que está por venir, así como el presente “se está yendo” y “todavía no llega”.
La Grecia que aquí se cuenta está poblada de dioses y teatralidad. Los dioses son de este mundo, andan sueltos por ahí, mientras lo teatral se despliega a cada paso, basta que alguien aparezca en un balcón, y una determinada luz, para que un espectáculo comience. La mirada no quiere perder ni una imagen, es intensa como la necesidad en la escasez, como el hambre que busca su alimento. Por eso algo incompleto hay en esta escritura, algo insaciable que fuerza la frase y construye una gramática nueva, una lengua semejante a un prisma que cambia de reglas en cada una de sus caras, siempre en formación, que acaba de nacer, que pronto lo hará, que está naciendo.
Poesía en prosa, El cuaderno griego consta de notas, apuntes, fragmentos de una percepción que mira y escucha el misterio que se abre entre el mundo y las palabras. Lo anecdótico pierde sus contornos buscando el núcleo de una sensación. En ese proceso la identidad se disuelve, es “alguien” o “nadie” o apenas una interrogación: “¿quién me llama?”, “¿quién habla?” En ese proceso el que escucha se pregunta de dónde viene el sonido: tal vez es el ruido de una tela que se corta o alguien llorando. Porque de lo borroso finalmente nace algo inesperado: el Partenón entonces muta de tigre a paloma, el espejo de la sala se confunde con el mar, el arroyo es una almohada que se visita cada noche para tener una conversación. Quizá la percepción onírica es el estado ideal que Calveyra aguarda en la vigilia y por eso lo fragmentario adquiere una forma acabada en el relato de un sueño. Allí aparece El cuaderno griego en su totalidad de libro, y ese texto es un cuerpo que quiere ser despertado, y avanza mientras el autor retrocede. De eso se trata, despertar un lenguaje dormido, dar a luz, y desaparecer.
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