Dom 22.08.2010
libros

El chico de la guerra

Bien podría sumarse a la nueva ola del cine rumano. Nacido en Transilvania apenas antes del ascenso de Nicolae Ceausescu, György Dragomán reescribió a su manera El cazador oculto.

› Por Damián Huergo

György Dragomán no la tuvo fácil. Nació en Transilvania –territorio disputado durante siglos por Rumania y Hungría– un año antes de que Nicolae Ceausescu se convirtiera en presidente de la República Popular Rumana. Hasta los quince años convivió con las mentiras, prohibiciones, absurdos y miedos generados por el régimen. Luego escapó con su familia a Hungría. Cuando cayó el dictador –un año después de exiliarse–, Dragomán no volvió al lugar donde había sido infeliz. Prefirió quedarse con esos primeros recuerdos y hacerlos literatura.

El rey blanco transcurre en un territorio indefinido pero que tiene rasgos y ambientes muy parecidos a los que le tocó vivir a Dragomán en su infancia. La voz que narra la historia es la de un niño: Yata, una especie de Holden Caulfield reprimido y controlado por el régimen totalitario. Yata tiene once años cuando unos hombres cargan a su papá en una furgoneta en la puerta de su casa. Antes de irse le dice que debe ir a un centro de investigación por una misión especial, que pronto volverá. Pero pasan los meses y papá no vuelve. En la escuela, sus compañeros le dicen que está trabajando en el Canal del Danubio –rebautizado Canal de la Muerte–, consumiéndose junto a otros “enemigos del pueblo”. Yata no cree, mejor dicho no quiere creer. Desde que su papá no está todo es cuesta abajo: su mamá desespera y él sufre en carne propia los engranajes menores del aparato represivo. Por ello lo sigue esperando religiosamente todos los domingos –día en que se lo llevaron–, como quien espera a un mesías que retorne con paz.

A lo largo de los dieciocho capítulos –que funcionan como relatos independientes, como álbumes de fotos de una misma vida– Yata realiza la metamorfosis de pasar de la infancia a la adolescencia, bajo la asfixia del régimen que cada vez deja menos aire. Para sobrevivir se hace de una coraza de madurez e ingenuidad que le da valentía frente a las humillaciones de los profesores, la indiferencia de su abuelo –ex secretario del partido–, las amenazas del entrenador de fútbol don Gica y el desprecio que recibe su madre, “la zorra judía”, de parte de sus familiares. Pero no todo adolece en la vida del nuevo adolescente: Yata también descubre el sexo en una sala de cine secreta, el amor en la piel de una compañera de curso y la heroicidad en una batalla épica en un campo de maíz contra los chicos malos de otro barrio.

Al igual que En tierras bajas de su compatriota Herta Müller o en Sin destino del húngaro Imre Kertész, Dragomán compone un personaje entrañable que lo suma a esa familia de niños que son testigos-observadores del horror. Testigos directos que narran los silencios y las mentiras del mundo al revés: donde hay generales que les piden a los arqueros que no toquen la pelota porque el césped tiene radiactividad, y donde el embajador intenta violar a la madre desesperada que fue a pedir ayuda, mientras su hijo juega al ajedrez con una máquina.

Pasaron ya más de veinte años de la caída de Nicolae Ceausescu. En Rumania el mundo al revés empezó a girar, lentamente, hacia la democracia. Una de las consecuencias colaterales de la transición fue el auge y la repercusión internacional de escritores y cineastas. Tanto los libros de Herta Müller, la última ganadora del Nobel, como las películas “de la nueva ola rumana” tienen la particularidad de no centrarse en hechos macropolíticos, sino que ponen la lupa en la vida cotidiana, donde se marcaron con fuego las cosmovisiones del pasado que aún perduran en el presente. Dragomán también se valió de esas premisas y logró una novela bella y contundente, donde muestra que contar el terror también es cosa de chicos.

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