Dom 22.08.2010
libros

Mundo cruel

Una voz infantil para narrar de forma diferente la violencia de una sociedad latinoamericana encerrada en su propia guarida.

› Por Fernando Bogado

Uno de esos lugares comunes que trascienden la esfera de lo artístico para convertirse en parte de la vida cotidiana es aquel que indica que la actividad del escritor, pintor o director de cine se hace con el mismo encanto o pasión que en la niñez se solía aplicar a los juegos. Sin embargo, ¿qué significa estrictamente esto? ¿La aparente inocencia de cualquier chico es la misma que el artista tiene en el momento de la creación? Más específicamente, para un escritor: ¿qué es contar algo como si se fuera un niño? Fiesta en la madriguera de Juan Pablo Villalobos parece advertir que lo más terrible, lo más peligroso es mantener esa mirada infantil con respecto al mundo.

¿Qué mundo es ése? El mundo cerrado, la “madriguera” de un narcotraficante conocido con el nombre de Yolcaut, pero que también aparece como el Rey, entre muchos varios nombres, y que controla no sólo el mundo del comercio ilegal de estupefacientes, sino –como se sabe– también dirige el orden político de su nación tras las sombras de su palacio, su guarida. El hijo de Yolcaut, Tochtli, es el encargado de retratar el mundo de su padre recurriendo a todo el arsenal de palabras de que dispone: en un relato en primera persona, el pequeño pinta su aldea con los términos mínimos que aprende a lo largo de la historia, ya sea luego de su constante lectura del diccionario o a partir de las clases impartidas por su maestro particular, Mazatzin, quien está obsesionado con la cultura japonesa y la lucha contra el imperialismo norteamericano.

Obsesiones particulares, obsesiones infantiles, entonces, que no se limitan sólo al gusto por los sombreros, los franceses y los hipopótamos enanos de Liberia de Tochtli: Mazatzin, con su casi silenciosa lucha particular contra la hegemonía capitalista, Yolcaut con su paranoia (más que justificada, claro, ya que le permite seguir vivo) y sus armas, cada personaje es caracterizado por el narrador como portador de una sola característica, como amantes de una sola cosa. El niño, con sus caprichos, refleja en miniatura los demenciales comportamientos de los adultos.

Villalobos, nacido en Guadalajara, México, en 1973, logra en su primera novela un relato en donde la voz de Tochtli le permite recurrir a cierta plasticidad para la narración que da velocidad y al mismo tiempo contundencia a lo contado: cada cosa se vuelve extraña para esta mirada infantil, nueva a los ojos del lector, pero al mismo tiempo más peligrosamente evidente, mucho más lógica que las reglas de un cartel de narcotráfico en donde priman los machos y, por supuesto, los cadáveres. Más cercano a la investigación que a la producción literaria, residiendo en Barcelona, el autor logra construir un discurso infantil lo suficientemente depurado, mínimo, que hace las veces de esta pequeña herramienta destinada a desarmar secretos, la mejor crítica a la actualidad política mexicana, latinoamericana, en líneas generales, sin por eso jugar a ser vanguardista por elegir a un narrador poco prototípico.

Quizá las dos palabras con las que mida Tochtli gran parte de lo sucedido en Fiesta en la madriguera sean las dos puntas, los dos índices con los cuales se puede medir el mundo de su padre: sórdido y patético. Cada una de las escenas dibujadas por el texto caen en uno u otro de estos extremos, a veces en ambos, con una violencia atenuada por la voz infantil que parece reflexionar acerca de todo lo que sucede y que por eso desarma el terrible mundo de los adultos, rodeado de muerte, de incoherencias, de demenciales caprichos, de cadáveres mutilados. Tochtli, pese a su edad, aprende una dura lección: como la (aparente) inocencia creativa, la crueldad no es patrimonio exclusivo de la infancia.

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