En La taberna errante, quizá su novela menos difundida, G. K. Chesterton anticipó la línea experimental del absurdo del siglo XX e hizo pasar sus mayores inquietudes religiosas y filosóficas por el tamiz del humor y la sátira. Amor, amistad y aventuras en una oportuna y excelente traducción al castellano de esta novela, publicada originalmente en 1914, que jalonó la eterna búsqueda de Dios por parte de su autor.
› Por Alicia Plante
Quien más quien menos, de Chesterton –el príncipe de las paradojas– todo el mundo oyó hablar. Sin embargo, a pesar de que el autor siempre consideró que elaborarlas era apenas un pasatiempo, lo más leído de sus obras en cualquier idioma son las exquisitas aventuras del Padre Brown, un rubicundo curita católico de apariencia ingenua, cuya sagacidad y conocimiento de la psicología humana lo convierten en un formidable detective. Y a pesar de la escasa estima que le merecían, fueron más de cincuenta los relatos del Padre Brown y su eterno paraguas los que escribió y publicó entre 1911 y 1935.
Pero Gilbert Keith Chesterton fue un prolífico y trascendental escritor inglés, un pensador notable que produjo numerosos ensayos, cuatro novelas (El hombre que fue Jueves, El Napoleón de Notting Hill, La esfera y la cruz, y la que hoy reaparece en excelente traducción, La taberna errante, originalmente publicada en inglés en 1914). También publicó biografías –la suya entre otras–, así como más de 200 poemas y relatos de viajes, además de haber comenzado su carrera de escritor desde el periodismo, que ejerció largamente en diarios británicos –uno de ellos, de su propiedad– donde se convirtió en una figura popular, de famoso y esperado sentido del humor. Como afirma Santiago Alba Rico en un sustancioso prólogo, Chesterton “tenía tanto talento y tanta capacidad para disfrutar de él, que no podía comunicar una idea sin hacer disfrutar también al lector, es decir, sin incurrir en la literatura”. Resulta interesante y hasta revelador que se desempeñase asimismo como editor de literatura espiritista y teosófica, un terreno que lo absorbió en la época en que comenzaba su búsqueda de Dios y de un camino para acceder a El que no pasara por los altares.
Chesterton provenía de una numerosa familia de clase media en cuyas tradiciones las prácticas indicadas por la religión anglicana no ocupaban un lugar de relevancia. Contra el telón de fondo de esa cultura familiar librepensadora, el joven Chesterton se convirtió en un agnóstico militante. Sin embargo, esa postura tan firmemente defendida se fue resquebrajando con el tiempo y a través del pensamiento inquisitivo de un hombre que no quedaba satisfecho con ninguna conclusión facilista ni construida a partir del mero rechazo de otra. En esa época de interés por el ocultismo –posiblemente una manera de encarar su búsqueda a través de un terreno no sometido ni regulado por institución alguna– afirmó creer en el demonio. Bastante tiempo después, en un ensayo llamado “Por qué creo en el Cristianismo”, mediante el cual tomaba posición frente a Nietzsche y su teoría del advenimiento del Superhombre, escribió: “Si un hombre se nos acerca para decir `Yo soy una nueva especie de hombre, soy el superhombre y he abandonado la piedad y la justicia’, debemos contestar: `Serás nuevo pero no eres perfecto porque él ya ha estado en la mente de Dios’. Hemos caído con Adán y ascenderemos con Cristo, pero preferimos caer con Satán que ascender con el Superhombre”.
Su rechazo a la idea del Superhombre nietzscheano, que dio pie a famosas discusiones con su amigo George Bernard Shaw, está claramente presente en la trama de La taberna errante, por ejemplo a través del perfil de Lord Ivywood, el “que pudre los árboles”, en alusión al significado de su nombre si se lo toma literalmente: “bosque de hiedra”, y a que se describe a sí mismo, sin humildad alguna, como quien llegará a ser “el más grande de los hombres”.
La novela es un dechado de buen humor y delicioso hedonismo, una historia de amor, de amistad y de aventuras, pero bajo la superficie aparece una crítica sarcástica a la estupidez y la omnipotencia, claramente asociadas. Este autor que prefiere “ver a las ideas forcejear desnudas y no disfrazadas de hombres y mujeres”, los usa, a los personajes, casi simbólicamente (en términos de Borges, en parábolas que lo acercan a Kafka): Patrick Dalroy, el enorme marino irlandés que encarna los ideales del escritor; lady Joan, su amada, la bella mujer que de golpe comprende qué acecha detrás del aburrimiento final; Dorian Wimpole, el aristócrata demasiado lúcido para aceptar a ciegas lo que dictan los de su clase. Todos ellos son arquetipos que celebran sus rituales de amor, rebelión, patriotismo e inteligencia a fin de resistir algo que Chesterton, sin embargo, tiene la generosidad de evaluar sinceramente y ponderar en la medida en que le parece justo a un buscador de verdades trascendentes: la validez del islamismo, que lord Ivywood pretende instaurar por la fuerza en Inglaterra. Esto tiene tres consecuencias principales: la ley seca para el pueblo –que por supuesto no incluye a los poderosos–, el vegetarianismo y la implantación de la poligamia. Es precisamente en torno de la arbitraria imposición de estos cambios y prohibiciones y la consiguiente resistencia de las clases populares que gira la hilarante acción de la novela.
Resulta evidente que es la búsqueda de Chesterton del marco más adecuado para contener su sed de divinidad lo que lo lleva a indagar en los pro y contra de cada religión. Esa honesta disposición, central incluso en una obra que, como La taberna errante, prenuncia los principios del teatro del absurdo, responde a una auténtica inquietud filosófica que se sirve de la obra para comparar sin disimulos el cristianismo y la fe de Mahoma. Será finalmente en 1922, tras años de masajear sus vacilaciones y conflictos entre la fe anglocristiana y la Iglesia Católica Romana por medio de constante correspondencia con cuatro amigos, todos ellos católicos conversos, que Chesterton ingresará a la Iglesia Católica de Roma. Decía no querer una Iglesia que se adaptase a los tiempos, ya que el Hombre “es siempre el mismo y necesita que lo guíen”. En las reflexiones de su ensayo “La Iglesia Católica y la conversión” afirma: “No necesitamos una religión que tenga razón cuando tenemos razón, sino una religión que tenga razón cuando estamos equivocados”. Este papel omnisciente que le otorga y demanda de la Iglesia Católica de Roma debería haber aplacado su angustia de buscador, ya que delegó en ella la responsabilidad de señalarle, desde una experiencia de 2000 años, los caminos del mal. Sin embargo sus escritos revelan –La taberna errante inclusive– que su lucha interna, su búsqueda de la verdad última y primera acerca de nada menos que Dios no terminó jamás, sencillamente porque las palabras no sustituyen a las cosas.
Tampoco pudo dar por terminada en esta obra su definición del pueblo inglés, al que entre carcajadas deja expuesto con impudor pero también con ternura y al que arropa en los pañales de la tradición, entidad que sólo un inglés conoce desde adentro, pero que no le resulta suficiente para explicar ciertos rasgos de la idiosincrasia británica.
Según otra biógrafa del escritor, Maisie Ward, instantes antes de morir, en un estado cercano a la inconciencia, Chesterton murmuró como entre sueños: “El asunto está finalmente claro. Está entre la luz y las sombras. Cada uno debe elegir de qué lado está”.
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