Domingo, 29 de agosto de 2010 | Hoy
Juana Bignozzi se ha convertido en un mito nada secreto de la poesía argentina. Pertenece a su mejor tradición amasada en los años cincuenta y sesenta, y también al presente de tertulias, casas de poesía, sesiones interminables de lectura. Y aunque se queja de que poco a poco quieren convertirla en estatua, es una de las voces más atentas a lo que está pasando en la trama poética de la ciudad. Después de la antología La ley tu ley, vuelve a publicar con el volumen si alguien tiene que ser después (Adriana Hidalgo). En esta entrevista, Juana Bignozzi repasa sus comienzos, el exilio, el regreso y su relación con los viejos y los nuevos poetas.
Por Mercedes Halfon
Juana Bignozzi vive sobre la calle Sarmiento, desde su ventana se ve la cúpula del Congreso (“hermosa de noche, cuando está todo iluminado”), en una cuadra en la que todavía no empezó el bullicio de Once, pero en la que sí terminó la anomia del microcentro. En qué otro lugar podría vivir ella, chica de barrio que se tomó el colectivo al centro y no volvió nunca más. Bignozzi nació hace setenta y tres años en Saavedra, en el seno de una familia obrera de militancia anarquista, vuelta PC con la llegada del peronismo a los sindicatos. Nada de su pasado en el Partido, ni de su infancia en Saavedra, ni de su arribo fascinado al centro donde se rodeó de amigos poetas –“mi entorno natural”–, queda afuera cuando se habla con ella, ni cuando se leen sus libros. Mujer de convicciones fuertes y formas de plasmarlas más categóricas aún, Bignozzi se muestra en su poesía como aquella muchacha, aquella mujer, que hoy burlonamente se autodenomina “Mausoleo de una generación”, y desde esa mordaz humorada, desde la pasmosa lucidez de una voz que se preocupó siempre por encajar con su edad, escribe.
Diez años después de que Adriana Hidalgo editara La ley tu ley, antología que iniciaba su retorno a la patria y que reunía buena parte de su obra hasta el momento, por la misma editorial sale su nuevo libro, si alguien tiene que ser después. Ni en el título hay una mayúscula. Lo mismo sucede adentro, donde la autora escribe sin un signo de puntuación, en lo que ya varios críticos designaron aplicado a ella como “un orden natural de la lengua”. Es que la propia poesía de Bignozzi se ocupa de eso al interior de los poemas: poner los puntos sobre las íes, jerarquizar lo que tenga que ser jerarquizado. Esa idea de orden y claridad, el tono conversado y algunos mitos personales, recorren su poesía desde, justamente, Mujer de cierto orden, con el que Bignozzi recortó su voz potente en los estertores de la década del sesenta.
Se hacía necesario entonces, casi imprescindible, un nuevo libro de Juana, que hace rato está de vuelta de forma definitiva en Buenos Aires, donde además de ser una figura clave para la poesía joven, una de las que más se rescatan de los sesenta –junto a Joaquín Gianuzzi y Héctor Viel Temperley–, es un personaje habitual en tertulias poéticas. Lejos de mantenerse en el fóbico Parnaso de los Grandes, Juana se describe como “callejera”, dice que cuando se descuida “está paseando, o en un restaurante”, lleva una vida mundana: va a lecturas en bares, centros culturales, minúsculas librerías, y, sobre todo, lee. Está enterada de todo lo que está pasando en poesía. Está en el centro mismo de la ciudad y la tormenta.
Mujer de cierta edad, Bignozzi se atreve en su nuevo trabajo a correr la frontera de lo que en su estética era decible. “Es un libro más libre que los anteriores, donde me animé a poner cosas que no me hubiera animado a poner antes. Vos a los veintiséis años no tenés una vida sobre la que reflexionar, son impresiones, fragmentos, emociones. Pero a una edad podés reflexionar sobre eso porque lo has vivido, tenés una vida bastante hecha a los 72 años. Por eso hay cosas que ya sé que las puedo decir y las voy a decir, porque sé que en última instancia, ya mucho no me importa, ya he perdido el miedo al qué dirán”, se ríe y aclara: “Tengo más claridad sobre los poetas que yo sé que van a quedar, las poéticas que no van ni a la esquina. No digo que esto sea verdad, pero bueno, yo ya tengo un código propio”.
Entre los elementos nuevos que aparecen en si alguien tiene que ser después, hay una sección integrada por poemas a su madre. Juana –voluntariamente– había evitado ese tópico, desarrollado tal vez en exceso por otra poesía de la que ella quiso diferenciarse. En uno de los poemas se lee por ejemplo: “No temas no seré lo que temiste que podría ser/ un último paseo mamma/ para por fin poder olvidarnos la una de la otra” y también: “Leo siempre en las poetas invocaciones a la madre/ y vengo a excusarme a decirte que aun hoy/ ya casi en el final/ no sé qué protección esperar más que/ los mitos que implacablemente me impusiste”. Ella cuenta: “Esos poemas no son muy nuevos, y nunca los publiqué porque nunca había podido estructurar un libro en cuatro partes. Y lo de mi madre era para un aparte dentro de un libro. Yo tengo poemas donde hablo de mi padre. Y muchas veces interpretaban lo de mi padre como si hablara de mi madre. Pero me di cuenta, y me di cuenta con horror, que yo no escribo de mi madre como escriben otras poetas, digamos eso de ‘madre amparamé’, sino que lo hago de una forma diferente. No quería que fuera una madre de esas que las hijas idealizan, que las guían hasta después de muertas. Eso no me convoca. Porque creo que además, esas madres han sufrido una dominación que la mía no sufrió. La madre acallada, frustrada, para gente de cierta edad, es la madre tipo.
No es el caso de tu madre.
–Mirá, muchas veces mis colegas dicen que escriben retomando la voz callada de la madre. En mi caso, a mi mamá había que acallarla. Lograr que se callara un minuto. Las mujeres de mi familia trabajaron toda su vida. Tanto mi abuela, como mi bisabuela trabajaron. Desde principios del siglo XX y antes también. Además mi padre tenía esa idea de mujer que a mí me marcó muchísimo, que sin duda le venía del anarquismo: un respeto total unido a una total exigencia de libertad; no concebía a una mujer que no trabajara y que no fuera independiente. Yo tampoco viví en mi casa esos disparates de los hombres que no hacen nada. Mi papá cocinaba, mi mamá odiaba la comida, o sea, cuando cocinaba él comíamos bien, cuando no, comíamos lo que le salía a mi madre, que hacía cada desastre, porque no le importaba, no se esmeraba. Yo me dedico a la cocina, ahí tenemos una diferencia con mi madre.
Vos decías que en tu casa te criaron como una “gobernanta” de tu vida. Algo que reivindicaron las mujeres en un momento, en tu caso se dio desde tu educación.
–Durante muchos años, ahora no, pero durante muchos años, me sentía abandonada. A mí me dejaban ir sola a las fiestas de quince, por ejemplo. Me decían volvete de tal manera. Y veía a los padres de las otras ir a buscarlas y yo tenía que volver sola. Estoy acostumbrada a que soy responsable de mí misma y mis acciones. Porque además mis padres me criticaban duramente, mis padres me podían decir “esta chica es tonta” si yo decía algo, y tal vez a los diez años era tonta. Estoy acostumbrada a una forma de persecución, en última instancia. Por eso muchas veces digo que es posible que yo haya hecho la vida de un hombre. Es posible que haya vivido como les enseñan a vivir a los hombres. Eso era muy raro en ese momento. Ellos tenían plena confianza en mí. Pero yo tenía tanto miedo de no hacer lo que había que hacer, que siempre hacía lo correcto. Me decían: vos sabés lo que tenés que hacer y durante años me preguntaba ¿qué será lo que tengo que hacer?
Bignozzi apareció en el círculo de la poesía a fines de los años cincuenta, desde una clara filiación política. Su primera vinculación al medio fue con El Pan Duro, el emblemático grupo surgido en 1955 –año clave en el peor sentido– ligado al Partido Comunista, que proclamaba una poesía comprometida, situada, hecha en y para los lugares de conflicto. Allí conoció a otras figuras enormes como Juan Gelman y José Luis Mangieri. Algunos de sus poemas de la época se pueden leer en la Antología Personal, que editó la Biblioteca Nacional el año pasado.
–Eramos un frente de trabajo, no un frente de discusión estética, esto lo voy a decir siempre, era un frente de acción poética, leíamos, participábamos, sacábamos libros, pero no se hubiera podido hacer una revista, porque no sé si pensábamos lo mismo, o nos gustaban los mismos autores, eso no estaba en juego. Era acercar la poesía al pueblo, en otro entramado político donde se podían hacer más cosas. Yo he leído en comedores de familias, por ejemplo. Pero no había esa superabundancia que hay ahora, en ese momento leían dos personas o tres. Estaba el grupo Poesía Buenos Aires, El Pan Duro, y ahí se dividían las cosas, no había más. No había lugares tampoco, no había eso de que en cada cuadra tenés un centrito.
Vos dijiste en una entrevista que en El Pan Duro eras la única mujer, y que eso en ese momento no importaba, pero que ahora sí. ¿En qué sentido es distinto ahora que en los ’60?
–El Pan Duro eran todos hombres, sí, después mis amigos eran Gelman, Rivera, Portantiero, y yo nunca me sentí discriminada. Ellos eran machistas, no nos engañemos, pero era lo que yo llamo el machismo protector. No es el machismo que provocó este feminismo agresivo, porque las mujeres se sienten completamente enfrentadas. Yo me crié en un ambiente ideológico un poco estricto, esa ideología les impedía ser muy machistas, les salía lo natural, pero les impedía un poco porque éramos compañeros, ¿no es cierto? Yo ahora veo más machismo que en esa época. Por ejemplo, hay una tertulia de poetas, todos amigos míos, y uno dice, “Juana, ésta es una tertulia de hombres”. Y eso es algo que yo no voy a aceptar. Eso es algo que nadie en la época de El Pan Duro se hubiera atrevido a decir, siendo menos cultos que mis amigos de ahora, menos inteligentes y menos poetas. Porque no existía tanta distinción. Es decir, en esa época tampoco las mujeres hacían “Mesas de mujeres”. Eso a mí no se me hubiera ocurrido nunca. A menos que fuera un tema puntual, “el día de la mujer”, pero si no no sucedía, eran siempre mesas mixtas. No me gusta eso de hacer un ghetto, como fue el partido, como fueron tantas cosas, tengo mucha experiencia en ghettos, en mi infancia me crié en un ghetto, yo sé lo que es aislarse.
Aquellas preocupaciones políticas de El Pan Duro –alguna vez Juana separó entre una poesía política y una ideológica, y eligió quedarse en este segundo bando– no la han abandonado. Alejada de la acción, esa sensibilidad de izquierda destella en sus poemas hasta el día de hoy, de una forma compleja, ambigua, centrada más en una disputa interna que en una denuncia externa. “Una mitología se crea/ desde el sueño del poder/ desde los niveles bajos y devotos/ no desde aquellos que lo han ejercido”, dice en si alguien tiene que ser después. La idea de la derrota aparece como una laceración oculta detrás de capas de la más depurada ironía.
Por eso, luego de su experiencia poético-política de El Pan Duro, luego de publicar Mujer de cierto orden, luego de casarse con Hugo Mariani, en el año 1974, Juana Bignozzi abandonó el país. Y lo explica: “Nosotros nos fuimos porque pensamos que iban a gobernar los montoneros. Nos fuimos para volver en unos años, pero no pudimos. Por eso yo no acepto la palabra exiliada, acepto la palabra desterrada, apátrida. Nosotros dijimos esta fiebre montonera va a pasar, y en dos años o tres volvemos. Aprovechamos para estudiar algunas cosas que queremos en Europa. Desde luego no imaginamos lo que iba a pasar en los años siguientes. Había tantos golpes que pensamos que pronto iba a pasar, no que se iba a convertir en un exterminio sistemático”.
Esos dos o tres años se convirtieron en casi treinta viviendo en Barcelona, disfrutando y padeciendo a la vez, trabajando del oficio que ejerció toda su vida y sigue, más para no perder el hábito que por necesidad: la traducción.
–Trabajábamos y después viajábamos. Fui muy privilegiada en eso, teniendo en cuenta de dónde vengo, poder ver y hacer una preparación en pintura, que era lo que quería. Viajaba prácticamente todos los años a Florencia. Esas cosas no se pagan jamás. En eso sí, fui muy feliz. Lo que sí, no extraño ahora. Sería una locura haberme pasado treinta años añorando Buenos Aires y ahora extrañar estar allá. No volvería a España. He tenido posibilidades de viajar y no, ya pasé treinta años en mi vida, no pienso volver nunca más.
Su forma rotunda de cortar –con el barrio primero, con Argentina luego, con Barcelona después– no le impide llevarse consigo las marcas de las experiencias. El tiempo en Europa le permitió ver todas aquellas pinturas que se dan cita en los poemas de Quien hubiera sido pintada (Siesta, 2001) como viejos amigos, representantes de la Cultura, parte de esos mitos que le trasmitieron sus padres, y que ahora la rodean en su casa de Congreso. Entre originales del “verdadero falsificador de Dalí”, sillones-elefantes tallados traídos de Africa, máscaras compradas en Venecia, Bignozzi habla ahora de pintura.
–Parecería que yo leo los cuadros de una manera rara. Leo poemas de pintura de otros poetas y hacen lo que yo no hago, es como si yo los narrara de nuevo a los cuadros, sin tanto tecnicismo. Después de hacerlo me doy cuenta. Ahora estoy terminando un libro que no sé si se va a terminar porque hace diez años que lo estoy terminando, Las poetas visitan a Andrea del Sarto, para lo cual estudié mucho sobre manierismo, pero no es un libro técnico. Me doy cuenta de que hago otra cosa, miro como si el cuadro fuera mío, como si estuviera en mi casa.
A veces usás los cuadros para hablar de vos.
–Sí, es como si el cuadro y yo habláramos. Es una charla de dos personas, no de un artista y alguien que lo mira, o de dos artistas. Son dos personas. Logro a veces que la referencia no sea agobiante. Siendo que son poemas culturales, te están contando una época.
¿Y quiénes han sido tus poetas faros?
–Creo que como conducta poética, Tuñón. Yo nunca escribí como él, porque no puedo, por la edad, ni la época, la de él es una poesía muy de hombre. Después los italianos y algunos ingleses. Con los italianos aprendí mucho. Aunque no me gusten tanto como poetas, porque para mí son narrativos, excesivos, pero para mí te enseñan, porque dominan lo que quieren decir, no tienen miedo a ser narrativos. Hay cosas de Bertolucci que vos no llegás a diferenciar con la prosa. Pavese también. También leí durante muchos años a Ajmátova. Antes de los italianos, la leí mucho de joven. Pero no creo que haya tenido nada de ella, pero me gustaba mucho su vida, su actitud, la forma de haber encarnado su vida.
¿Comentás tus libros con alguien antes de editarlos?
–Normalmente lo hacía, ahora no tanto, por ejemplo en el último libro, unos cinco o seis poemas los consulté con Martín Gambarotta. El me dijo, habría que cambiar esta palabra, esta otra, y yo le hice caso, porque hago caso, no como la gente joven que a veces me hace leer algo y después no pone ni una coma de lo que dije. Helder me daba opiniones siempre. Me estoy quedando un poco sola en cuanto a consultar. Son pocos los poetas cuya opinión me interesa que estén vivos.
¿Con poetas de tu generación tenés diálogo con alguno?
–No, porque somos muy opuestos, muy diferentes.
Con José Luis Mangieri sí tenías intercambio
–Sí, él era un amigo del alma. Gracias a él sé tanto de poesía joven. Porque él seguía todo y me lo mandaba a España. El ha seguido editando a los jóvenes hasta el final. Hay libros fundamentales de la generación que hoy tienen cuarenta años, que son de Tierra Firme. Pero veo cuando voy a las reuniones, que me han puesto una cosa medio de estatua a mí. Y es lógico, muchos podrían ser hijos míos. Pero incluso amigos míos me dicen: Bueno, Juanita, vos ya podés hacer lo que quieras. Es como si hubiera pasado la rompiente ya. Y lo que viene es más calmo.
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