Antonio Dal Masetto vuelve a la novela con una historia tan tenue como firme en sus convicciones narrativas. Relato de un viaje sentimental, de una nostalgia y rabia contenidas, La culpa logra enhebrar con maestría el destino individual y el colectivo. En los años ’90, en el sur de Brasil, alguien repite y recuerda el mismo viaje que realizó en los ’70, en otro mundo y con otra gente. En esta entrevista, Dal Masetto evoca los orígenes de la novela, explica por qué suele haber tanto alcohol en sus libros y por qué cuando era chico, las monjas del colegio le decían “el pequeño Giotto”.
› Por Angel Berlanga
En el mismo puente, en el cruce de una frontera, diecisiete años después. En viaje a dedo por la ruta de entonces, para intentar reproducir sensaciones, rumbo a aquel pueblo del sur de Brasil, junto al Atlántico. Hacia la mole compacta y oscura de un morro acantilado contra el océano. En busca de rearmar una escena: “Lucía detenida al filo de la escollera –-escribe Antonio Dal Masetto–, alta en la claridad, y abajo el mar y luego más mar y allá lejos todavía el mar. Era la misma mujer que andaba con él por los caminos, con la que compartía la mesa y la cama, con la que a veces discutía, pero que ahí se había transformado. Integraba la luz, era una sola cosa con la gran extensión del agua y el cielo y el silencio”.
Así la esboza César, el pintor que protagoniza La culpa, una novela en la que Dal Masetto contornea lo inaprensible: el paso del tiempo, la razón de existir, el sentido de las relaciones con los otros, lo colectivo y la soledad, lo encantador y lo horroroso en perspectiva, en las marcas del recuerdo. “Yo creo que él, en realidad, no sabe qué es lo que va a buscar –dice Dal Masetto en su departamento, Junín y Las Heras–. Pero busca rescatar, vaya a saber con qué intenciones, esa imagen de belleza perdida. Como si pudiera recuperar algo de vida en eso.”
Desde el presente de la narración, situada a comienzos de los ’90, César evoca aquel viaje de once meses por Brasil a mediados de los ’70, cuando él tenía 35 y ella 18. Dal Masetto entrelaza con maestría las historias del pasado de su personaje con las que va viviendo en su regreso y su estadía en aquel sitio, en la búsqueda de la huella tan invisible como indeleble de Lucía, en los cruces con los brasileños que va conociendo: el hacendado prepotente que lo acerca un tramo del camino y pretende aleccionarlo con el verticalismo y el orden que rige una colmena; el panadero con el que se junta a beber y charlar; el librero que le enseña su relato sobre el silencio; el muchachito híper activo que le propone hermanarse y lo invita a la ceremonia de Yemanyá. Aquella vez, a poco de volver a Buenos Aires, se habían separado: seguían pasándola bien, pero la complicidad había quedado atrás.
“Además del placer de estar con Lucía –se lee casi al comienzo de La culpa–, él disfrutaba de esa vida vagabunda, le gustaba andar, no tener metas ni obligaciones. ¿Pero ella? Lucía era diferente. Tenía objetivos precisos, le preocupaban la gente y sus problemas. Su interés por aquel viaje era ver con sus propios ojos qué sucedía en otras partes de Latinoamérica, la realidad social de esos países. Lucía se enardecía cuando abordaba el tema de las injusticias sociales, los millones de explotados, los niños que morían por falta de alimentos y atención médica. Lucía estaba siempre como a punto de entrar en combate. Quería cambiar el mundo. Eso quería. Eso había que hacer.” César la escuchaba en silencio. “Y luego, al fervor de su discurso, contestaba con alguna breve frase escéptica, a veces con una sola palabra, un gesto –escribe Dal Masetto–. Ignoraba a qué se debía esa actitud suya. Se lo preguntaba cada vez que sucedía. Sus respuestas, sus insinuaciones de dudas –totalmente carentes de sentido– indignaban a Lucía. Explotaba. Lo apuntaba con un dedo: ‘Vos pertenecés a una generación vencida, sos un viejo, sos un fracasado’.”
Un año después de la separación supo que había sido secuestrada. “Desde entonces él se repetía que de haberse esforzado podía haber evitado que se fuera, haber encontrado argumentos para retenerla”, escribe Dal Masetto. El curso de las cosas podría haber resultado diferente, piensa César. “No podía dejar de pensar en eso –se lee–. Se torturaba con eso.”
Como en algunos otros libros tuyos, se narra un regreso a un sitio en el que se pasó un tiempo, en el que se tuvieron experiencias vitales. El caso de Agata, en La tierra incomparable, por ejemplo. Aunque éste tiene distintas características.
–Sí, Agata vuelve a un mundo de nostalgia. Tienen algo en común: todos los regresos, en general, se pagan caros. Porque resultan siempre un fracaso, uno va a buscar algo que ya no existe, sabiendo que no lo va a encontrar, pero de todos modos con una secreta esperanza. O tal vez ni eso: es como un acto casi desesperado que busca aferrar algo que el tiempo inevitablemente destruyó, anuló. O tal vez el tiempo no haya anulado nada, sino que pasó y uno cambió. Y por lo tanto nunca volverá a ver las cosas como las vio, o como cree que las vio en el recuerdo, porque también el recuerdo se va transformando, con el tiempo. Agata vuelve a un mundo perdido y esto, más bien, me impresiona como una vuelta para intentar exorcizar algo, algo así como la muerte, aunque no con tanta precisión. Este hombre va a un lugar en el que estuvo con alguien que fue desaparecido, una mujer que aparentemente amó; ahí pasó un momento que recuerda como perfecto, ideal, así lo llama: una tarde entera sobre una roca.
“Y también va a saldar una culpa, la que arrastra por no haber conseguido conservar, de alguna manera, aquello –bifurca Dal Masetto–. Pero éste es otro tema, el que da título al libro. La culpa suya y la general, la colectiva. Porque más allá de las anécdotas que contiene, la novela apunta a ese lento deslizamiento hacia ese lugar final. Lo que intenta contar es, primero, su toma de conciencia al cruzar una frontera y mirar al propio país, sus recuerdos, lo que ha vivido en una ciudad que es ésta. Y lo que reaparece más fuerte es lo que tiene que ver con el horror, los crímenes. Está el sentimiento, entonces, del protagonista, de que un país en el que han pasado las cosas que han pasado, es un país manchado, sucio. Inevitablemente, por lo tanto, es un país culpable. No porque todos sus habitantes hayan participado, tal vez participó una mínima minoría de los horrores, pero igual la mancha está, como si el aire se hubiera contaminado. Es como una peste. Creo que él lo dice textualmente, que se mete en las casas, en el sueño de la gente. Está, existe, aunque las personas no se den cuenta.”
Hace unos meses, cuenta, vino a entrevistarlo una periodista joven, de una revista alemana (varios libros de Dal Masetto han sido traducidos y publicados en Alemania). “Y luego, conversando, ella me decía una cosa que me llamó la atención, que tal vez tenga que ver con la culpa colectiva; en la escuela, en lo que supongo la secundaria de acá, y por su edad hace no mucho tiempo, la profesora les decía a sus alumnos que ellos debían sentir vergüenza de su país. Me pareció muy fuerte ese mensaje, ese tipo de enseñanza. Eso no quitaba, en la intención de esa profesora, que además no amaran su país. Pero era un país culpable, que tenía una historia horrible, y por lo tanto debería avergonzarlos. Que era una forma de decir ‘tomen conciencia’; lo que nosotros, de una manera más liviana, decimos con ‘no perder la memoria’.”
¿Por qué a Brasil? ¿Viste ahí algún contraste de idiosincrasia?
–Una novela se construye de muchas maneras. Puede aparecer una idea general, en este caso la culpa. Y alguien que va a buscar algo, aunque no sepa qué encontrará. La imaginación, lo que se te va ocurriendo, acude a aportar material, pero también tiene mucho peso tu propia experiencia real. Hace años hice un viaje a Brasil, con una persona que tenía 15 años menos que yo, una niña de 18, que obviamente no fue secuestrada ni desaparecida. Pero digamos que ciertos elementos de ese viaje servían como referencia, al menos en cuanto a paisajes, personalidad del protagonista. Mezclando, ¿no? Y también ciertos personajes que uno va conociendo sobre el camino, de los cuales tiene memoria, o de los que incluso tomó notas. Todo eso se junta, se mezcla, y bueno: es como hacer una sopa. Uno va seleccionando y tomando lo que por intuición sirve para seguir por ese caminito. Al margen de que Brasil es un país que me gusta mucho, creo que aparece por esa razón: el tránsito ralentado del personaje hacia su destino final, en ese pueblo que tenía muy claro en la cabeza, con personajes que por su forma de ser, brasileños, distantes de esta realidad, aportaban sus valores y también sus culpas a la historia que quería contar.
Dice Dal Masetto que todos sus libros, en el fondo, entremezclando la historia propia y la historia general, apuntan a dar testimonio de lo que ha visto y vivido. “Tu pequeña impronta –dice–. Acá puse el pie, esto es lo que modestamente puedo aportar a quien le interese. Como sacar una fotografía. Y si es posible, dar una opinión, una opinión velada. Porque uno cuando escribe una novela no piensa en opinar, piensa en representar, en exponer, en poner de manifiesto. Y después el lector, si es que hay, que saque sus conclusiones.”
César tenía, a mediados de los ’70, tu misma edad por entonces. Y aparece como escéptico respecto de la pasión de Lucía por la política, el compromiso. ¿Cuál era tu percepción por aquellos años?
–En el libro aparece claro, porque está visto en perspectiva, pero mientras uno lo estaba viviendo no tenía esa posibilidad de claridad. Compartía cosas, pensaba, discutía, si tenía oportunidad de hablar con gente más joven, pero me parece que había bastante confusión, incluso mucha desinformación. En cuanto al personaje, yo creo que él comparte absolutamente el aspecto ideológico de esta jovencita, pero hay algo que lo irrita. Creo que además del análisis que pueda merecer desde lo político o lo social, hay también una especie de celos respecto de esta otra cosa tan pasional, que lo aparta. Como una competencia: con esta proyección de esperanza, de futuro, y en última instancia de Vida, vida con mayúsculas, ella está más involucrada con el futuro que con él. Son situaciones ambiguas, de todos modos, que no es fácil definirlas.
Desde hace seis o siete años Dal Masetto pasaba, para evitarse los inviernos aquí, unos cuantos meses en Mallorca, donde viven su hija y su nieto: “Como todos los niños a esa edad, es una luz, y uno tiene ganas de verlo y demás –dice, y aclara que este año se tuvo que quedar–. Cada vez que he ido llevé un borrador de algo y me he vuelto con un paquete potable, que luego, ya de regreso, termino de limpiar. Aquello es un lugar muy tranquilo, que me resultó útil para trabajar con bastante intensidad; los comienzos y los finales los hago acá, pero fueron varios los libros que tomaron el grueso de su forma allá. Es un lugar al que espero seguir yendo”. Más difícil parece que vaya a ir a Alemania, donde lo invitaron varias veces a dar charlas: “No me gustan mucho esas cosas oficiales –dice–. A la mesa redonda digo directamente que no. En alguna oportunidad acepté ir al interior (donde la gente es muy amable), siempre que alguien se siente al lado mío y me haga una suerte de entrevista, o a conversar con el público, que la cosa se deslice como una charla de café, nada solemne. También he ido, con mucho gusto, a alguna escuela secundaria para adultos. Y en cuanto a la presentación de los libros, los nuevos que salen... Al comienzo hice un par, y la verdad es que me parece bastante inútil. Van unos amigos, algunos invitados de la editorial, se toman unos vinos, y ahí se acaba la historia. Y bueno, fundamentalmente, no me gustan”.
A propósito de los vinos: se toma mucho en tus novelas.
–Bastante, sí. Lo que pasa es que mi generación, los que teníamos veinte en los ’60, tomábamos todos, o casi. Nos reuníamos para tomar. No había droga: ésa es la parte saludable del tema. Y lo otro, no tan saludable, es que a los veinte o los treinta el alcohol todavía no te mina demasiado el organismo. Y producía momentos agradables. Me ha quedado esa marca, que es como de origen, como una vacuna. Siempre me gustó tomar; al principio tomaba bastante, sin exagerar. Pero en las reuniones con amigos, uno decía encontrémonos a tomar un café, pero nunca era un café, siempre era un vino. Con el tiempo uno se da cuenta de que es destructivo y lentamente empieza a sentir las consecuencias de ese veneno, si se exagera. Lo que ha aparecido en mis últimos libros, por lo menos en éste, en alguno anterior y también en el próximo, es la lucha del personaje contra el alcohol, la conciencia de que si da un paso queda enganchado.
Cita en el lago Maggiore: así, supone, se llamará el próximo libro. “Es un tercer regreso al pueblo –Tarni en la ficción, Intra en la realidad–, pero ahora es la nieta de Agata la que va, en compañía de su padre, el hijo de Agata... Que, bueno, entre paréntesis, vendría a ser yo”, se ríe, Dal Masetto, como quien nota que se le acabaron los escondites. “Y también aparece ese tema, sobre todo frente a la hija –sigue–. Este hombre no quiere tomar una gota, y entonces hay una lucha permanente. Porque en este regreso, que también tiene sus conflictos, como dijimos hace un rato, hay momentos paradisíacos y él se siente tentado a tomarse una copa frente a una puesta de sol, a relajarse, y sabe a la vez que eso es falso, que es una tentación diabólica, si uno creyera en el diablo.”
Algo latente, y pinta al alcohol, y se pone a funcionar. Como un WD40 para los engranajes cerebrales. Es falso, se podría destrabar de otros modos, pero...
–Sí, una comunicación rápida y espontánea. Esto es lo que ocurre, la gente se suelta con el alcohol. En principio es así. La comunicación entre el protagonista de La culpa y el panadero se vuelve mucho más fluida cuando empiezan a compartir las botellas de cerveza. Siempre estuvo eso: la segunda novela que publiqué, Fuego a discreción, está llena de alcohol. Tiene que ver con los ’70, también, y no habla textualmente de la dictadura, pero sí de una ciudad aplastada por el clima de opresión, los personajes deambulan como perdidos, tomando mucho. Al tal punto que un amigo del pueblo en el que viví cuando era adolescente, Salto, se tomó el trabajo da anotar, aparte, cuántos litros se tomaba en cada encuentro; hizo la suma y al final, un día, me lo encontré y me dice: “¡Bah! Al final no eran tantos...”.
El personaje del panadero cuenta una historia que contaba Soriano: la gata que entra por la ventana y tiene cría en su cama.
–Sí, no sé si lo contó Soriano o lo conté yo sobre él. Hay una referencia velada a Osvaldo: le pasó exactamente eso, cuando vivía en La Boca. Y él, respetuoso de los gatos, de su magia y su supuesto poder, los dejó ahí hasta que se fueron. En ese panadero se fusionan ciertos personajes de una generación que conocí, algo mayor que yo, que también se reflejó en personajes como Osvaldo, con cierta actitud hacia la vida, una ética.
¿Estuvo desde el comienzo, como intención, la búsqueda de lo inaprensible? Porque así como parece difusa la culpa y el sentido del retorno, el protagonista cavila sobre sensaciones que quiso o querría volcar a una pintura. En un momento, por citar una situación concreta, él recuerda que ella escribía sus consignas en los muebles, en las caras menos visibles, y se pone a buscarlas.
–Sí, es verdad. Pero eso, seguramente, también tiene que ver con cierta impotencia personal que está trasladada al libro y al personaje al tomar conciencia, al perder seguridad frente al misterio de la vida. Uno, a veces, pensó que podría hacerle frente, embestirlo, o por lo menos... no descifrarlo pero bancársela. Y poco a poco vas tomando conciencia de que el misterio está ahí, que te rodea, que es un don percibirlo, pero que también es absolutamente infranqueable, la barrera que te separa de algo que no se sabe qué es. Y me parece que uno vuelca eso, en esta historia o en cualquiera. Esto de él como pintor, tratando de captar sensaciones inapresables, de lograr físicamente representarlas en una tela, creo que tiene que ver un poco con eso y también con cosas personales. Volvemos a lo mismo: la pintura es una deuda pendiente en mi vida. Una deuda no, un fracaso: yo quería ser pintor. Cuando vine a Buenos Aires, 17 o 18 años, me instalé con la intención de encontrar un maestro, entre comillas, que me encaminara por la senda de las artes plásticas. Pero bueno, mis condiciones de vida de ese momento me imposibilitaron todo acercamiento: carecía de tiempo, espacio, dinero. No es lo mismo escribir, que te las arreglás con un cuaderno y una birome. Había que comprar telas, colores... Bueno, ésta podría ser una excusa para decir que no lo logré. Y la otra es que quizá no tenía condiciones.
No sabía que tu idea inicial era ser pintor.
–En Salto iba a la pinturería a comprar pinceles, hacía cuadritos, unos paisajitos. Pero no tenía dónde aprender. Todo esto lo cuento en el próximo libro, ese que te dije: el padre habla con la hija y le cuenta de ese afán suyo de convertirse en pintor. Porque además yo iba a un colegio de monjas, cuando era chico, en Italia, hasta los doce años, cuando vinimos para América. Y las monjas me habían convencido de que yo iba a ser un gran pintor: me decían el pequeño Giotto. Dibujaría bien en los cuadernos del colegio. Pero además, como mis padres tenían un pedazo de tierra, dos o tres ovejas, una cabra, y el encargado de salir a pastarlas por la orilla del río y la colina era yo, encontraron un parecido con la historia de Giotto, que también era de una familia de pastores y fue descubierto por un famoso pintor que pasaba por ahí y lo vio dibujando sus ovejas con un pedazo de carbón, o de tiza, vaya a saber, sobre una roca. Yo creo que las monjas relacionaron, dijeron “éste dibuja bien y sale a pastar ovejas: se tiene que convertir en Giotto” (se ríe). Tanta coincidencia no podía ser gratis. Y me convencieron.
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