En su primera novela, Hugo Salas explora los secretos de un pueblo, una familia y un sector social donde el deseo, el sexo y el dinero se vuelven ambiguas monedas de intercambio.
› Por Claudio Zeiger
Esta novela policial, dura, y por momentos bella, transcurre en un pueblo que odia la belleza. Odia las flores rojas, marchita las plantas exuberantes como marchita a las muchachas en flor. Es un pueblo donde todos están un poco enloquecidos por el viento, ese viento del sur que desde hace décadas aunque ocasionalmente, aparece, barre y limpia en la literatura argentina. En Los restos mortales, el viento vuelve a soplar, a poner en marcha la maquinaria de pueblo chico-infierno grande.
A pesar del viento, el centro del pueblo es –como en El lugar sin límites de José Donoso– inmóvil, desangelado, un punto ciego de pantano, ahí donde el sexo y la tristeza se hermanan en un gesto infinito. Y en el cabaret, donde no por nada todo empieza y todo termina, la gran despojada también es la belleza.
Encontrar un poco de belleza en el fango parece ser lo que persigue la escritura desolada y seca –pero no neutra, no quieta– de Hugo Salas. Y para llegar a conseguirla (y para entender que quizá no lo consiga en esta novela áspera, que habrá que seguir en otras, buscando, indagando) se somete a atravesar el páramo autobiográfico de una mujer, denominada, desde el arranque, “la mujer que amaba a mi padre”. Mujer que desde el inicio está perdida en esta –valga otra cita– crónica de una muerte anunciada.
Hay una historia familiar intrincada, como una saga rota, con medios hermanos y varios padres, hijos distantes, primos lejanos. Son ricos, pero, se advierte, tan ricos como se puede llegar a ser en un pueblo de viento y arena. La mujer que amaba al padre del narrador pone un mercadito. Y se casa. Y amplía el mercadito. Y después se separa y se junta con el hombre al que ama. Y la fortuna va creciendo. Manejan un matadero y adquieren una estancia. Como en un pueblo. Y eso genera envidias, chismes, ambiciones más o menos grandes pero ambiciones al fin. La mujer, más o menos rica, se convierte en el foco de atracción de una intriga sórdida. Ella, su forma de ser, su forma de hablar, ella y la unidad económica en que se convierte, ella y su forma de ser Mujer-Orquesta, es la gran creación de Los restos mortales. Si todo transcurriera en una vieja película argentina, a no dudar que la interpretaría Tita Merello, con esa capacidad suya de hacer pasar veinte años frente a una cámara mostrando a la vez lo que cambia y lo que se mantiene inalterable. El tiempo, en Los restos mortales, se enreda en el viento y parece inmóvil. Hugo Salas, sin embargo, maneja ese presente que, en declive, de golpe y porrazo, se transforma en pasado o en futuro, y a pesar de que por momentos la historia familiar parece ramificarse en exceso según lo que se quiere contar, el efecto final es el de una novela sólida y en crecimiento, que no se conforma ni con agotarse en la anécdota ni con limitarse al sesgo autobiográfico.
Los restos mortales narra una historia trágica pero desde la primera línea lo pone en claro. Y si se acepta esa convención, uno se puede relajar. En definitiva, todas las familias son, a su manera, un núcleo de dolor y sufrimiento. Los restos mortales es, como siempre (aunque valga la pena volver a escribirlo), una historia sobre los secretos familiares, en este caso agrandados y no achicados por el contexto: los secretos, los chismes del pueblo.
Antes de revelarse el enigma del crimen, de lo que sucedió en los hechos, con los hechos, la novela llega a una conclusión de lúcida serenidad: “La verdad, que es siempre profunda, se parece más a la nieve, la bruma, la lluvia, el viento”. La verdad no es lineal, ni simple, ni demasiado útil.
Y esta conclusión, donde la verdad por fin brilla por un instante antes de apagarse –como la alianza que deslumbra y asusta en el dedo de la recién casada– es la dosis de belleza que se permitió rescatar Hugo Salas en su primera novela, una inmersión en el giro autobiográfico que, a diferencia de algunas versiones on line que poco y nada tienen para decir, pone un asunto espeso y denso sobre la mesa, marcando un debut literario más que atendible.
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