Domingo, 12 de septiembre de 2010 | Hoy
Entre el experimento literario y el trip, el uruguayo Juan Carlos Mondragón inventa una ciudad anclada en el Río de la Plata y arma una seductora y compleja trama literaria.
Por Fernando Krapp
El Río de la Plata no existe. En serio: si se lo mira bien, no existe. No tiene orillas, no se puede navegar bien por temor a que los barcos encallen, por momentos es mar, por momentos río. Es una ilusión óptica. El cruce bizco y cloacal de dos ríos cuyos sedimentos vienen bajando desde la selva allá arriba y terminan en un mar con color a desecho que Juan Solís denominó Mar Dulce, antes de pasar a ser un dulce bocado él mismo. En fin, es ahí, en ese paisaje impreciso, donde el escritor uruguayo Juan Carlos Mondragón fundó una ciudad igual de imprecisa, de inexistente, de residual; igual de imaginaria. Y la llamó, entonces, Bruxelles.
Bruxelles Piano-Bar es un libro radiactivo. Para ser más precisos: no es fácil entrar en la última novela de Mondragón. El pacto de lectura que el narrador propone es el siguiente: el personaje principal, Leopoldo Cea, un periodista deprimido no sólo por el agobio de la realidad y la violencia de Estado que lo rodea, sino por un desequilibrio emocional que muchos llaman ruptura amorosa, conversa de igual a igual con un gato. No es la primera vez que la literatura hace hablar a un gato, claro está (ni será la última), pero es que el gato Teseo es a Leopoldo lo que Jesucristo a las anacoretas de la Edad Media: una aparición mística peluda producto de un encierro deliberado y el texto que leemos su testamento, su evangelio personal. Porque en lugar de exiliarse en Bruselas, Leopoldo trae Bruselas a Montevideo, e inicia un viaje de ida hacia su interior manejando por la ruta poceada de la memoria emotiva. Como si Leopoldo se encerrara en su casa con una dieta estricta a base de magdalenas horneadas con un poco de estupefacientes.
Si la literatura funda lugares, o zonas, con elementos más o menos reales, Mondragón se para del otro lado de la vereda (o de la otra orilla): funda un lugar con elementos imaginarios de lo más divergentes; la cultura popular, los ’70, el cine, la literatura universal clásica y moderna, la teoría literaria, mucho David Bowie. Y mientras Leopoldo Cea se hunde más en su periplo imaginativo, Bruxelles se destruye y reconstruye todo el tiempo, con nuevas citas y nuevas referencias a medida que el relato va ganando y perdiendo terreno. Porque en Bruxelles todo está permitido; la realidad y la ficción se funden en un mismo fondo de cocción mítico. Con un lenguaje entre erudito y arrabalero cargado de humor, y como en una buena tertulia de bar, la digresión en Mondragón deviene ética narrativa y el texto se vuelve textura; tejido absorbente que se chupa los hechos verdaderos nunca enunciados del todo. Ahí es donde la novela recuerda a los tratados fondistas de Thomas Pynchon: Bruxelles Piano-Bar construye un narrador que funciona como una primera persona, un personaje más que parece avanzar por delante de la acción dramática. No importa mucho qué se narra, mucho menos hacia dónde se dirige la narración; importa narrar a toda costa como si el mundo se acabara. Importa eso: la materia de la novela y no tanto la novela en sí. Mondragón crea una voz textual que se yergue más allá de todo verosímil y funciona como un guía turístico alucinado, pasado de pepa, que nos lleva a recorrer un lugar que creemos reconocer pero no podemos recordar bien, un lugar que bien podría estar ubicado en el medio de un río sin orillas, o mejor dicho, olvidado debajo del Río de la Plata, como una Atlántida residual y mítica, mientras afuera (o arriba, donde sea) se escuchan los ecos de las balas, los gritos de los muertos; esa banda de sonido que resuena en toda la historia latinoamericana.
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