Los cuentos de Edgardo Scott crean climas cotidianos donde la extrañeza siempre produce un desvío.
› Por Angel Berlanga
Obsesiones, extrañezas: ese par de sensaciones destilan los personajes, las atmósferas, las derivas que componen los cuentos de Los refugios.
La observación no implica una homogeneidad; por el contrario, en este, su segundo libro publicado (tras la novela No basta que mires, no basta que creas), Scott parece desplegar esas obsesiones, extrañezas, sus posibilidades, como serie. A saber: con una música cálida de fondo puede apreciarse a Raimundi, por ejemplo, en “Coronado”, su amor fiel y perseverante por un Dodge que compró en 1975, su decisión de convertirlo en impecable máquina para cuidar y disfrutar. A saber, ejemplo dos: el silencio como banda de sonido en “Como los otros planetas”, una visión o un sueño en el que el narrador descubre, mientras sale a cortar el césped del parquecito de su casa suburbana, que con su propia excepción no queda nada ni nadie vivo. Ejemplo tres y último, suenan filos siniestros, a saber: la pulsión sexual y homicida en “Cavar”, “Primos lejanos” y “Variaciones sobre el crimen”, la construcción del enmascaramiento y el camuflaje de normalidad, la minuciosidad para actuar y salir impunes de sus protagonistas.
Aunque casi siempre Scott propone una primera frase de lo más corriente, una observación que invoca un cotidiano en el que abundan las marcas de suburbio, Zona Sur del Gran Buenos Aires, casi nunca se acaba el párrafo inicial sin una inquietud plantada, el indicio de alguna anormalidad que, progresivamente, va esbozando sombras fugaces que no parecen coincidir del todo con las figuras que deberían desprenderse de lo que se está contando. La extrañeza unas veces deviene de una mirada que se agudiza y empecina sobre un hacer, un recuerdo, un personaje; otras, de la composición que resulta del cruce de mundos y situaciones que parecen tener pocos puntos de contacto entre sí. Del primer grupo pueden aludirse a “Peces fantásticos (o Repaso)”, que es la reconstrucción de un día y el parentesco entre la letra de ese tema de Radiohead y el regreso a casa, o a la elección de unas pocas escenas significativas preservadas en “Infancia de Juan Bosco”. Del segundo, el entrelazado monoambiental y silencioso de “Acuario”: el transcurrir en la pantalla de Lluvia negra, de las criaturas que se mueven en una pecera, de lo que pasa en el cerebro de Héctor Leguizamón, que duerme. La extrañeza también está dada por una prosa muy pulida, seca, seria, incluso un punto distante, tensa, de rienda corta: difícil dar con dos líneas seguidas sin puntos o comas que la marquen.
Como queriendo reafirmar lo extraño en lo cotidiano, en lo real (o en lo onírico dentro de lo real) aparecen las sogas que atan a este mundo: la alusión al sueño y las marcas del barrio en el ya mencionado “Como en los otros planetas”. O, por citar un segundo caso, “Bres”, que entrelaza el raro y celebratorio “Día de la espera” en una civilización futura con el pedestre transcurrir diario del narrador. Se ha aludido antes a bandas de sonido: caigo ahora en que Scott es también músico y en que eso quizás incida en la composición de las atmósferas, los climas de Los refugios. También, estos cuentos destilan cierta melancolía, angustia, búsqueda, soledad, y pueden ser a la vez un lugar para el resguardo, como apunta el título del libro. “Uvas”, el último, acaso cifre el conjunto: su narrador despelleja y descaroza parte de un racimo. Lo trabajoso y desagradable de hacerlo equivale al placer que le dará comer, luego, frente a una ventana. Tras esas dos tareas viene, entonces, la imaginación.
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