Domingo, 19 de septiembre de 2010 | Hoy
Un pueblo perdido pero a la vez demasiado cerca de la capital. Un joven abogado cargado de culpas y una o varias mujeres nerviosas. Vlady Kociancich vuelve a la novela con un policial magnético, cerca de P. D. James pero a la vez, curiosamente, muy argentino, con personajes de ascendencia inglesa a la deriva en la llanura. Cuadro de una muerte dudosa resume la visión de la autora sobre un género al que considera cada vez más en auge y un modo de cruzar la literatura con una atemperada crítica social y de costumbres.
Por Angel Berlanga
Una mujer joven y nerviosa dice haber tropezado, en medio de una noche de tormenta, con un cadáver ensangrentado y todavía tibio; pero unos minutos después, cuando se recobra y vuelve al sitio del hallazgo, el cuerpo ya no está. Otra mujer, mayor, de buen talante, aparece colgada de un sauce, junto a un lago, con una nota de suicidio enganchada en su ropa. Las dos mujeres tienen (tenían) algo en común: se alojan en El Castillo, una especie de spa con espacio para retiros espirituales y rutinas sanadoras y a la moda para recauchutarse del estrés porteño, un establecimiento afamado y bodrio ubicado en medio del campo, en un pueblito llamado Las Rosas, a apenas 70 kilómetros de Plaza de Mayo. Es el verano de 2004 y a ese sitio de calles polvorientas fue a buscar refugio como provisorio juez de paz Juan Turner, un abogado en ascenso que un par de años atrás se estrelló: Panamericana y auto nuevo a toda máquina, plena vorágine de divorcio, trámite truncado en el amasijo de hierros y lucecitas al que ella, Elena, casi una ex, no sobrevivió.
Turner es el narrador de Cuadro de una muerte dudosa, el magnético primer policial de Vlady Kociancich que es, además, retrato de época en la salida del crack y pintura de personajes bajo la óptica de un protagonista tironeado entre el que era y el que tantea ser, entre el porteño extranjero y el que lleva ya un tiempo asentado con un cargo respetable, burocrático y que le permite interactuar de cerquita con los pobladores, el cura, el sargento a cargo de la comisaría, la dueña de la pensión en la que vive, el jardinero, la resentida trepa del almacén y el dueño de ese castillo en medio de la llanura, Martín Shomberg, un cincuentón que posa de muchachito y aggiornó la construcción original que le dejó su padre, un alemán que tras la muerte de su esposa, se dice, volvió a Alemania.
Las Rosas lleva a pensar en Manzanares, el pueblito al que Kociancich iba, tiempo atrás, a pasar vacaciones y fines de semana. “Al estar tan cerca de Buenos Aires y al mismo tiempo ser un sitio tan aislado, escribía allá muchísimo –confirma la escritora en su claro, prolijo, espacioso departamento de Barrio Norte–. Buena parte de las observaciones del libro vienen de ahí: me gustaba recorrer a caballo el pueblo y los alrededores. Cualquiera de nosotros habrá notado, al estar en lo que se llama el interior, que en esos pueblos hay una diferente forma de vida, de percepción del mundo, y a veces hasta cambios a nivel del lenguaje, el trato, y más que nada las diferencias entre el tiempo urbano y el tiempo del campo, unas medidas de tiempo humano que incluso creo antagónicas. Y la distancia no tiene que ver con la cantidad de kilómetros, porque este pueblo perdido queda a unos pocos de la ciudad. Hay un personaje en la novela que se pregunta ¿qué hace esa gente que vive en medio de la nada?; es algo que yo escuché acá, de los porteños, dicho con un asombro infinito. Es que para quienes viven en este monstruo poblacional, que concentra prácticamente todo, cruzar la General Paz los hace sentir en Marte, o en la Luna. He conocido mucha gente que compró una casa en un pueblo de llanura y que ha estado, sobre todo los domingos a la tarde, al borde del suicidio, subiéndose a un auto para volverse de inmediato.”
Cuenta Kociancich que el primer sobresalto que siente al llegar a estos pueblos –que le encantan, dice– se produce cuando asiste a diálogos íntimos, privadísimos, que las personas encaran como si hablaran del clima.
“La vida privada está expuesta y, además, deformada por los comentarios de cada uno –explica–, algo normal, porque cada individuo tiene su propia percepción. En el caso de un hecho policial, si tenemos cuatro testigos todos van a ver algo diferente, difícilmente coincidan en una descripción.”
Uno de los componentes que se planteó la escritora hace atípico a este policial: el que indagará y buscará resolver sobre los (hipotéticos) crímenes es un civil.
“Hasta el momento del accidente él era un abogado frívolo, al que le gustan las mismas cosas que al 99 por ciento de los jóvenes exitosos de hoy –cuenta–. El accidente lo conecta con la muerte y con eso llega la culpa y luego esa expiación; rechaza todo lo que había tenido antes, no es más el de los autos caros, el de la zona privilegiada en la que vivía, el que gana todos los casos: todo eso le parece una locura. De todos modos no termina de aceptar que está en Las Rosas: se dice que es provisorio, pero el caso es que ya lleva ahí dos años y entonces ha tenido que interactuar con la gente, que acomodarse a un contacto completamente distinto con los individuos que trata, a los que ni siquiera veía en esa otra vida, totalmente acelerada. Y lo que me pareció interesante como idea es que, a diferencia de las novelas policiales, donde hay una muerte y la búsqueda de una verdad a cargo de un policía, un detective o alguien especializado, en este caso el que indaga es una persona común, que no está capacitado y ni siquiera está interesado en investigar. Aun corriendo el riesgo de que no fuera el héroe más atractivo para una novela policial, trabajé mucho durante la primera mitad para ir presentando a los personajes y para mostrar, gradualmente, cómo va involucrándose. Porque el afecto por la suicida, el reconocimiento de los otros y las circunstancias lo obligan a ir más allá de poner una firma, de lo burocrático. Y entonces sale de la apatía, de sus propios problemas, para ver que sucede.”
Efectivamente, está el suspenso del policial y los semblantes de los personajes, compuestos de trazos a los que cada tanto, páginas más allá, se les agregan otros que los transfiguran, los muestran de perfil o en la penumbra, revelan cicatrices, fortalezas, miedos. Kociancich destaca el optimismo y la vitalidad de Flora, la dueña de la pensión, porque contrarresta en una novela que sin ella, dice, hubiera sido demasiado amarga. “Los que la han leído me dicen que los personajes tienen vida, y eso es lo más importante para mí, porque es la gracia del escenario –dice–. En casi todo lo que escribo tiendo a subrayarlos, porque me parecen más importantes que la historia.” Camina unos pasos por el living, regresa con un atado de cigarrillos, vuelve a acomodarse en el sillón blanco. “Estoy fumando menos, pero con un esfuerzo” –enciende–. Juro, siempre digo que cuando termino una novela voy a dejar. Soy de esas fumadoras sociales, fumo cuando estoy nerviosa.”
Es además una novela de amor, ¿no? Aunque juegue eso en segundo plano.
–¡También! El personaje de la mujer nerviosa, la que anda a caballo, es muy útil. En principio, para sacarlo a él de su condena: es un tipo que no duerme. Recién empieza a dormir cuando Stein (el viudo de la suicida) le trae un momento de su pasado, de su abuelo, de sus libros, porque él no quiere recordar nada. Ella lo distrae del posible crimen, pero al enamorarse, muy lentamente, va saliendo de su estado. Está muy en segundo plano, fue difícil calibrar eso y tuve mucho cuidado, porque de lo contrario tambalea la estructura de la intriga, la búsqueda de la verdad, los otros personajes. Tenía que ser como esas cosas que explican un poco la complejidad de la vida, que a uno le sucede tanto la muerte como el amor, la soledad, los errores cometidos, las cosas que uno no entiende hasta que todo va tomando un sentido. Es un tipo que empieza perdiendo el sentido de todo, el gusto de la vida, y luego va reencontrándolo.
¿Fue complicado narrar desde la óptica de un hombre?
–A los que somos novelistas por naturaleza no nos cuesta esfuerzo, creo. Uno de los libros más conmovedores desde el punto de vista de una mujer es La romana, de Alberto Moravia. Y no le costó nada. Escribió El inconformista desde el punto de vista de un hombre y tampoco le costó. Los escritores trabajamos con la imaginación, nos ponemos en el lugar de cualquiera. Y es suficiente con escuchar, con lo que se tiene cerca, con los comentarios. El novelista es el director, el actor, el guionista y el tramoyista de su libro, puede hacerlo con perfecta naturalidad. Es muy diferente si uno se propone contar o describir sólo desde el punto de vista del sexo de un hombre. Yo no podría escribir una novela con el estilo de Philip Roth, a quien detesto, de hecho. Un editor amigo me decía, como un elogio: “No sé por qué las mujeres inteligentes lo odian” (se ríe).
¿Por qué lo odiás?
–El mismo es como una boutade literaria, no me gusta por esa razón. Llega hasta la pavada, diría, con esas especies de erupciones sexuales salidas del centro de la tierra: uno se aburre y no le cree nada. Parece un muchacho que cuenta sus hábitos a los amigos en el café. Además me parece, políticamente, un extremista. No he leído nada de él que me guste.
En La raza de los nerviosos decís, en contrapartida y para volver al policial, que, en cambio, te gustaba Mankell.
–Sí. Yo lo descubrí por La quinta mujer, una novela que me llama muchísimo la atención. Es un escritor cuidadoso; en la mayoría de los policiales muy populares lo que uno echa de menos es una escritura cuidada, los diálogos inteligentes. Mankell los tiene, y por lo tanto está un escalón por encima. Por otro lado tiene la enorme ventaja de elegir un ámbito exótico como Suecia, en el sentido de que no sabemos casi nada y nos parece que, salvo Bergman, no pudo haber pasado nada de importancia. De modo que todo ese mundo de nieves, tormentas, mares, oscuridad, tan rural, donde suceden crímenes espantosos, es una atracción en sí misma. Ahora, sus últimos libros me han parecido directamente malos: ni siquiera se molesta en darle solución a los misterios y enigmas que propone. Terminó por producir libros. Pero aquél, y un par más, me habían gustado mucho. Una lástima, aunque no se puede pretender que saque una novela tras otra sin decaer. Lo suyo es estrictamente policial, cada elemento cuenta, el lector va guardando las pistas; en el último que leí hizo algo delicioso, que me hizo reír bastante porque, al final, el detective Wallander dice algo así: “Con respecto a los zapatos del cadáver, que estaban tan alineados, bueno: nunca se sabrá por qué; con respecto a por qué la hija de uno de los sospechosos había sido escondida, vaya a saber” (se ríe). Quedó gracioso, pero la impunidad del autor o de la fama no puede llegar al punto de decir miren, arréglense como puedan, eso lo puse porque me pareció simpático. Bueno, eso enseña lo que no hay que hacer nunca en un policial: si uno propone un misterio está obligado a darle una explicación al lector. Todos podemos sembrar un libro de pistas, pero tener a alguien en suspenso y después no aclararlo es una burla.
Aunque sea imposible, dice Kociancich, le hubiera gustado emular a la escritora inglesa P. D. James. “Más que a Agatha Christie, que es inteligentísima y últimamente he estado leyéndola mucho –puntualiza–. Aunque no por la novela sino porque quiero hacer un artículo sobre su parte menos conocida, su vida de aventuras. Los libros de Agatha Christie son encantadores, con una sutil crítica social, con burlas a las manías y la vanidad británicas. Una adelantada para su tiempo. Uno lee sus novelas y se divierte, sobre todo porque hay humor, algo raro en un policial. Pero P. D. James me parece grandiosa: Pecado original es una de las mejores novelas policiales que he leído. Otro de mis autores favoritos, y supongo que habrá pesado en mi libro, es Eric Ambler, que tiene una gran calidad literaria y escribe entre el espionaje y el policial. Tuvo una época de esplendor, con obras suyas llevadas al cine. Como pasa con Graham Greene, uno puede leerlos, dejar pasar el tiempo, releerlos y disfrutarlos. Eso no pasa con Agatha, porque cuando uno sabe quién es el asesino, se acabó.”
De aquí, inscriptos en esa línea, Kociancich destaca las obras de Guillermo Martínez y de Pablo De Santis. Coincide, la escritora, con la idea de que resulta difícil darle vida a un personaje que investigue en busca de la verdad encarnándolo como federal, bonaerense o agente secreto de la SIDE. “Scotland Yard o la policía inglesa permiten el verosímil –sostiene–. No hay policiales franceses, en cambio, porque la fuerza tiene muy mala prensa. Lo que hay son montones de policiales que tienen que ver con lo que yo llamo la ideología del buen asesino, que en el fondo son buenísimas personas (se ríe). En un momento dejé de ver películas con personaje francés del hampa, idealizado y convertido en una especie de héroe después de matar a no sé cuántos. El delincuente héroe y virginal no aparece en la literatura ni el cine inglés.”
Kociancich recuerda entonces los policiales de Leonardo Sciascia. “El buen policía, ahí, generalmente es despreciado por sus jefes: en eso sigue bastante a la novela negra –dice–. Ni Chandler, que es un crítico de la brutalidad policial, deja de tener un buen policía. Sciascia es uno de mis autores más admirados y también debe haber influido en esta novela; las reflexiones que van más allá de los hechos sobre la situación social, política, el escepticismo, esa cierta amargura y desencanto típicamente italianos y, como tenemos tanto de ellos, tan argentinos, también. Uno de los comentarios que recibí del libro es que es muy argentina. Y yo no lo pensaba.”
Cuando se le comenta a Kociancich que ya en la primera parte de la novela se instaló en la lectura la idea de entrever a Perón en Shomberg grande, a Menem en el hijo hotelero y al peronismo en el castillo, entre otras figuras, la rotunda respuesta lleva a preguntarse al entrevistador por la naturaleza de la yerba que le pone a sus mates cotidianos. “¡Nada, eh! –dice la autora–. Nada que ver: no puedo pensar en términos políticos tan inmediatos, porque me sacaría de lo que me gusta hacer, que es una visión histórica de más largo alcance. No hay nada simbólico en mis novelas, hay elementos que son de la vida cotidiana. El castillo es una cosa rarísima, y puede parecer novelesco, ¡pero hay por todo el país, construidos en medio de la nada! Lo he observado: es el traslado de una cosa evidentemente europea, antigua, a un paisaje que lo desmiente todo el tiempo: eso me pareció típicamente argentino. Y poner un spa de lujo en la llanura, ¡que ni siquiera funciona bien!, rodeado de un caserío en el que la pobreza es cotidiana y muy notoria, me pareció un modo de enmarcar la historia.”
Son varios los elementos que componen el paisaje social: el auge de las espiritualidades alternativas, las búsquedas de certezas en las premoniciones y las videncias, la obsesión por el narcisismo físico, por citar algunos significativos. “Fui a hacer una entrevista a un canal y en la sala de maquillaje, mientras me ponían un poco de polvo, para no salir brillosa, me contaron que muchos hombres piden rimel para salir en cámara –relata–. Me quedé atónita. Y cada día me entero de alguna cosa por el estilo. Y eso no tiene que ver con la salud, sino más bien con una inseguridad física, intelectual, un eufemismo ante un mundo que se va volviendo cada vez más hostil. Es una época de incertidumbre y confusión, y ya no hablo solo de nuestro país. Los suicidios, sobre todo en los adolescentes, están alcanzando cifras increíbles. Por eso es bastante natural que cualquier ser humano algo más vulnerable que el resto busque algún refugio, alguna defensa. Si algo podemos sacar de la globalización es que el tema de la violencia, los crímenes y la inseguridad se han convertido en el problema principal de la aldea global. De ahí, también, una explicación de por qué tiene tanto auge el género policial en este momento en todas partes. Porque además del placer que siempre da una novela policial, de algún modo refleja una gran preocupación.”
Cuenta Kociancich que escribió Cuadro de una muerte dudosa a comienzos de 2009 y durante un año y medio: “Increíblemente, en muy poco tiempo”, dice. La idea estaba presente, sin embargo, desde hace mucho. Tras terminar los cuentos de La ronda de los jinetes muertos, en 2007 encaró una primera versión, de unas cuarenta páginas, que abandonó: que no dio con el tono, dice. “Empecé algo en tono de comedia y terminé escribiendo trágico, se fue convirtiendo en melancólico –dice–. La protagonista era una mujer, escritora. Y me dije que basta de escritores protagonistas. ¡Hasta yo estoy harta de eso!”
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