Domingo, 26 de septiembre de 2010 | Hoy
Nuevo narrador español, bastante prolífico, Andrés Barba publica una novela sobre adolescentes y verano iniciático.
Por Damian Huergo
El verano genera expectativas. No para todos. Sólo para aquellos que pueden armar un bolso o una mochila y subirse a algún medio de transporte que los aleje del guión que interpretaron, al menos, once meses del año. De un día para el otro, para ellos, todo parece cambiar: la ropa, los horarios, la comida, la bebida y hasta el sexo. El verano, entre otras cosas, pasa a ser eso: la posibilidad de reinventarse. Ni hablar si el veraneante tiene –como Tomás, el protagonista de Agosto, octubre– quince años y está en esa etapa del desarrollo hormonal donde se duerme como Jekill y se despierta como Hyde. En fin, verano y adolescencia son la materia prima que el joven escritor madrileño Andrés Barba utilizó en su última novela. Y lejos de ser la piñata de emociones y sonrisas que explota cuando se mezclan en las pantallas de TV, en Agosto, octubre colisionan para andar ese tramo abismal, oscuro, íntimo, que hay entre los nuevos deseos y su ejecución.
Barba plantea el problema de entrada: Tomás viaja con sus padres y su hermana menor al pueblo donde veranean todos los años; tanto por costumbre como para visitar a la hermana de su padre, que vive –mejor dicho, se deja morir– en ese sitio costero que se convulsiona en verano y se acomoda al letargo el resto del año. Todos los veranos para Tomás son una copia del anterior. Sin embargo, ese agosto (mes estival en España) el negativo no le devuelve la misma imagen; aparecen manchones, claros y oscuros: Tomás descubre que su padre no es un superhéroe, que los chicos de su clase que paran en el náutico son tan divertidos como mirar un maratón de Dawson’s Creek y, sobre todo, que si quiere algo de emoción, como lo demanda el hormigueo que siente en su cuerpo cada vez que ve un muslo bronceado, debe salir a la calle, a caminar sobre la arena.
El andar sin rumbo lleva a Tomás a la periferia, territorio central –si los hay– de la literatura contemporánea hispanoamericana. Allí se encuentra con un grupo de chicos del pueblo que tras hacerlo pasar por un bautismo de violencia, lo integran. Como si fuese un precoz etnólogo, Tomás comparte experiencias y códigos que por diferencias sociales y geográficas le son ajenos. Se siente y es “un puente entre dos mundos”. Lo encandilan el modo que ellos tienen de relacionarse con el sexo, la muerte, el robo y, en particular, la indiferencia a esa espada de Damocles que todo pequeñoburgués lleva clavada en su subjetividad: el futuro. Precisamente, esa mezcla de admiración e incomprensión lo lleva a realizar una acción que es clave en el texto, y que va a seguir supurando como una herida abierta, cuando finalice el verano y Tomás esté en su casa, mirando el otoño madrileño por la ventana de su cuarto.
Agosto, octubre continúa la línea de la prolífica producción literaria de Barba. En su anterior libro, Las manos pequeñas, protagonizado por infantes, también utiliza la estructura de pares (inocencia-crueldad, seducción-posesión, juego-engaño, dolor-felicidad, soledad-pertenencia) que se repelen pero que en simultáneo se retroalimentan. De ese modo logra llevar la historia a territorios donde cada situación, cada palabra, funciona como un dedo en la llaga de lo que un padre espera de su hijo.
A Barba, como si fuese un buen cirujano, no le tiembla el pulso para pasar el bisturí y diseccionar a esos niños metidos en cuerpos de adultos. Con una prosa ágil y brutal, matizada por interpretaciones psicológicas que llegan tarde adrede para no interrumpir la acción, Barba tensa la cuerda del mundo adolescente como Ian McEwan en El jardín de cemento o en los cuentos de Primer amor, últimos ritos. Sin embargo, la cuerda no se rompe. Barba prefiere el camino de la redención. A diferencia del escritor inglés o de nuestro cercano Arlt, opta por buscar el juicio y el perdón de uno de los blancos móviles del grupo de adolescentes, al pretender con el epílogo otoñal borrar con el codo lo que hizo en el verano; quitándole así la posibilidad al lector de que haga su trabajo.
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