Juan Villoro se encontraba en un congreso de literatura en Chile cuando tembló la tierra en la madrugada del 27 de febrero de 2010. Entonces escribió una crónica urgente sobre lo que tiembla, lo que se destruye y lo que permanece.
› Por Sergio Kisielewsky
Ubicado en una zona de la épica que lleva hasta la cima la intención del decir, de comprobar que la escritura es un torrente que no se detiene ni siquiera cuando las papas queman en serio, el lector imaginará al autor en pijama escribiendo entre escombros, sopesando si baja una escalera o enciende un cigarrillo o si finalmente no enciende la luz. 8.8 es un libro escrito en poco más de dos meses, admirable como ejercicio de escritura pero que además no puede dejar de lado su vínculo con lo que ocurre de manera urgente, testimonial. Un libro escrito sobre las grietas que deja un terremoto. En este caso el que hizo temblar a Chile el 27 de febrero de 2010. El autor estaba invitado al Congreso Iberoamericano de la Lengua y Literatura Infantil y Juvenil y fue testigo de la devastación.
Lo cierto es que la fatalidad y la dicha siempre, en Juan Villoro, están unidas al temblor. La salida de su primer libro, La noche navegable, ocurrió luego del catastrófico sismo en México, en 1985. En este caso los marineros (los asistentes al Congreso) perdieron sus remos y sogas en la tierra y el miedo que atraviesa toda la crónica es la arcilla que está en los cimientos de la obra.
Villoro narra el terremoto desde el punto de vista de los otros, de los escritores y editores que participaron del evento internacional. La escritora Laura Hernández tuvo una premonición días antes del movimiento de tierra: vio que a la Luna le faltaba un pedazo. Así los personajes van deambulando en un mundo que se parte en pedazos. “Algo cayó del techo y sentí en la boca un gusto acre. Era el polvo, el sabor de la muerte”, escribe Villoro y la crónica de los hechos se trasmuta en poesía, en alucinaciones que la propia realidad va tejiendo con su abrazo de oso.
En el caos los rumores sustituyen a las noticias y entonces se eligen los puntos de referencia para evitar el naufragio, en este caso la evocación de los pijamas y los poemas de Neruda donde las palabras ordenan el mal trago o generan una matriz teatral, irreverente, donde todo queda para después: el sueño, el amor, los prójimos. El escritor no eligió estar allí pero igual se convierte en un cronista de lo que no se puede evitar o se debe cargar con el peso del testigo que siempre está en peligro. “La cama se movía como si alguien bajo ella quisiera levantarse, lanzándome lejos”, escribe Laura Hernández mientras se rompen los aires acondicionados y los seres insomnes son espectros sin noción de tiempo y espacio. Conversan sin escucharse, con diálogos entre máscaras en vez de rostros, y sin maquillaje van hacia los espejos para corroborar que aún están allí. Mientras tanto Villoro, tan lejos de su México natal, encontró el temblor al sur de Latinoamérica. Un tanto elocuente en sus descripciones (“no dejó de enviar noticias con el pulso firme y sincopado de un telegrafista al que le gusta el jazz”), estructurado en relatos sucesivos, la tensión del libro afloja sólo para volver con más fuerza. La trama nos dice que si la tierra se quiebra, a algo nos remite; en este caso a la abuela del autor que en ataques de furia rompía platos y los nervios de su nieto. Esa fragilidad es la que habita el corazón del libro, palabras en el medio de las tinieblas. El tono por momentos es aleccionador y las anécdotas se transforman en esbozos de ensayo. El vértigo va de suyo y tiende a cerrar cada relato con una sequedad asombrosa.
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