Washington Cucurto retoma en su nuevo libro el escenario hiperlatinoamericanizado de Constitución y la cumbia como banda de sonido, pero también agrega algunas novedades a su propia voz.
› Por Damian Huergo
No hay taller literario ni manual de escritura que no afirme que un escritor debe tener voz propia. Esa voz será su huella, su marca, el password necesario para conseguir un carnet –la publicación de un libro– en el gremio de escritores que, en definitiva, sólo es la suma de las partes. Washington Cucurto supo fabricarla poniéndole nombre a un estilo que se practica desde el surgimiento de la novela moderna: “La estética del choreo”. Su voz irrumpió como un eco del barroco latinoamericano –Arenas y Perlongher a la cabeza– y de algunas figuras que a pesar de la marginalidad fueron puestas en circulación como Zelarayán, Leónidas Lamborghini o Copi. Primero –su voz– creció al calor de la llamada poesía de los noventa; luego tomó forma definitiva, al pasar a la prosa, con su festejado Cosa de negros (2003). En su momento esa voz propia fue un grito que hizo temblar el tablero del TEG literario. Sin embargo, como tantos escritores que arrancan con buenos libros, Cucurto no advirtió la trampa de la voz propia; esa que hace cantar –una y otra vez– la misma canción.
En su último libro, 1810. La Revolución de Mayo vivida por los negros, Cucurto había encontrado en la Historia –con mayúscula– el modo de reciclar su estilo. En cambio, en la nouvelle Hasta quitarle Panamá a los yankis, retornan los tópicos cucurtianos tal como los conocimos: Constitución como el hecho maldito –hiperlatinoamericanizado– de una ciudad con complejo europeo; la bailanta como el edén de los negros con su épica erótica de perseguir “buenos culos”, cumbia de fondo y sexo al paso; el trabajo de repositor de supermercados y el juego de dobles como sello autorreferencial; páginas cargadas de xenofobia que, al lado de “La fiesta del Monstruo”, son sólo perros que ladran, y hasta la invención de la lengua del malón –que la clase media asocia al miedo y a lo ajeno–. Es decir, Cucurto vuelve a ofrecer un fabuloso mundo a indagar, sobre todo para aquel que no haya leído nada del demiurgo del “realismo atolondrado”.
Como en sus anteriores publicaciones, su último libro incluye varios bonus tracks. A la nouvelle la acompañan seis cuentos que sirven para agrandar el mito del autor y para marcar otras –posibles– formas en su estilo. En ellos atiende, a su modo, a trepadores dramaturgos que sacrifican la amistad por un pasaje a Frankfurt, reivindica a Jorge Asís, convive con indígenas militantes durante “el conflicto gobierno-campo” y le pone el cuerpo a consignas seudo socialistas al narrar su experiencia cooperativista en la editorial Eloísa Cartonera.
Una línea aparte merece el maravilloso cuento “La selva” que cierra el libro. Allí, a la manera de Castellanos Moya, le da vía libre a la verborragia de una amante de Tirofijo, en un monólogo donde cuenta las transformaciones de la lucha en la selva colombiana. En esas páginas Cucurto se aleja del mundo saturado de cumbia y cerveza tibia. Habla desde adentro de otra cultura. Muestra lo desconocido. Escribe, como en sus mejores textos, desde el límite donde se es parte y extranjero a la vez.
Hasta quitarle Panamá a los yankis parece ser un punto de inflexión en la obra del autor, que devela la encrucijada que deberá resolver en su camino como escritor. Por un lado, en la nouvelle, llevó al paroxismo su “estética del choreo” al afanarse y copiarse a sí mismo. Por el otro, en algunos de los cuentos donde se relaja y renuncia a seguir construyendo su propia figura, la prosa eléctrica y desbordada que lo caracterizó se revitaliza al construir nuevos mundos; dejando así la grata sensación de que su voz propia –oxigenada– todavía tiene mucho que decir.
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