El año que acaba de concluir, marcado a fuego por el Bicentenario, mostró también una presencia insoslayable de los pueblos originarios en la escena pública. A modo de balance, María Rosa Lojo recorre la presencia indígena en la historia, los relatos científicos y de viajeros, y la ficción, incluyendo producciones muy recientes. Cuestiona, además, varios de los lugares comunes que aún hoy se suelen manejar en el imaginario colectivo acerca del papel histórico de quienes San Martín denominó “nuestros paisanos los indios”.
› Por Maria Rosa Lojo
Durante demasiado tiempo dominó en la Argentina la extendida creencia de que nuestro país estaba más o menos exento –frente a otros países latinoamericanos– de un “mal” retardatario: la “contaminación” indígena. Si se hablaba de indios, éstos se ubicaban en un pasado remoto, que carecía de incidencia en el presente. La historia profunda de la “Tierra adentro”, y de la frontera criollo-indígena no se enseñaba en la escuela, recuerda Arturo Jauretche en su libro de memorias Pantalones cortos. Hasta se escamoteaba la tradición oral, como ocurrió con el caso de su tío abuelo, que había sido cautivo: “... los mayores eran reticentes, como si no se quisiera que nosotros las criaturas supiéramos de ese ayer próximo. Después fui comprendiendo que para ellos ese pasado bárbaro ‘no vestía’, y que había un pacto tácito, del hogar ‘culto’ a la escuela, para ignorarlo o disimularlo como un pecado”.
Los argentinos –señala un argumento recurrente– descendemos de los barcos. Es cierto que, como lo destaca Walter Nugent, la Argentina absorbió el doble de inmigrantes –con relación a la población existente– que los Estados Unidos y que, de 1869 a 1914, los habitantes se cuadruplicaron gracias, en su mayor parte, al fuerte caudal inmigratorio. Hacia 1914, el 30 por ciento de los residentes eran nacidos en Europa o hijos de europeos. Las tesis eugenésicas que promovían y justificaban estas políticas, contribuyeron sin duda al borramiento de un componente también fundador de la nacionalidad, el aportado por los pueblos originarios. La “raíz negada”, como la llamó María Sáenz Quesada, se cristalizaría en las figuras del invasor, el malonero, el decididamente “otro”, mientras que su hábitat quedaría identificado como el “desierto” exterior. La “frontera”, en vez de la zona de intercambio, marcaría la línea divisoria entre lo “humano” y lo “inhumano”, la “civilización” y la “barbarie”, lo “histórico” y lo “a-histórico o proto-histórico”.
Como todas las dicotomías, éstas, a poco que se las analice, muestran sus tosquedades, sus insuficiencias. En este año bicentenario y en los que lo precedieron, tanto la bibliografía de divulgación como el ensayo académico se concentraron en la revisión de los ideologemas e iconos que definen (y anquilosan) el lugar que asignamos a los pueblos originarios, para desarmar consolidados prejuicios. Uno de ellos: la pretendida falta de intervención de los aborígenes en nuestra historia. Trabajos recientemente publicados, como La guerra de la frontera (1536-1917) del historiador Miguel Angel de Marco, demuestran lo contrario.
Ya en la etapa de la Independencia y la formación de la Nación, las comunidades indígenas –que en la etapa colonial nunca dejaron de interactuar con la sociedad blanca, para mutua influencia– tienen una gravitación indudable. Pueden enumerarse hechos decisivos: 1) Los reiterados ofrecimientos de caciques pampas, tehuelches, mapuches, durante 1806 y 1807, para luchar contra los ingleses. Los oficiales indígenas que combatieron en los llamados “Cuerpos de Castas” y se destacaron allí. 2) La cooperación, más tarde, con fuerzas criollistas de la Independencia. Nombres de caciques figuran en un petitorio popular recogido por French y Beruti, reclamando la creación de la Primera Junta. Estos caciques, dice Isabel Hernández (Los indios de la Argentina), son los primeros en reconocer al gobierno instalado por la Revolución de Mayo; la expedición a Salinas Grandes, de Pedro Andrés García, regresa con una comisión de jefes (Vitoriano, Quintelén, Epugner) en misión de apoyo al nuevo gobierno. Los aborígenes participaron también en los ejércitos libertadores. A San Martín pertenece la expresión “nuestros paisanos los indios”, que ha usado Carlos Martínez Sarasola como título de una de sus obras, así como la de “yo también soy indio” dirigida a una delegación aborigen en el campamento del Plumerillo. Isabel Hernández analiza la participación indígena (tehuelche y pehuenche) en la Campaña de Cuyo; el cacique Huente-Curá guía a las tropas de San Martín en los pasos de Los Patos y Uspallata; algunos destacamentos mapuches pelean en Chacabuco y Maipú contra los españoles; otros mantienen sus alianzas con los realistas. Los guaraníes cooperan con Artigas, y entre ellos destaca la figura épica de Andresito (Andrés Guacurarí). Los guaraníes y también los chiriguanos apoyan a Manuel Belgrano; los kollas, a Güemes.
La Revolución de Mayo no careció de espíritu indigenista, aunque no duró demasiado. No sólo existió la idea de crear una monarquía indoamericana, colocando en el trono a un descendiente de los incas. Durante los primeros tiempos de la Revolución también se tomaron –siquiera en los papeles– medidas a favor de la igualdad de derechos para los aborígenes (la emancipación de la mita y el tributo a la Corona, la posibilidad de nombrar representantes para la Junta Grande, la incorporación de los indios al ejército en las mismas condiciones que los blancos, fuera de los “Cuerpos de Castas”).
Durante los años llamados de la Anarquía, los aborígenes gravitaron sobre la historia nacional, aliándose con uno u otro bando, de acuerdo con un mapa complicado y errático de afinidades, pactos, conveniencias. Las dos figuras políticas más importantes hasta la caída de Rosas, en Caseros, que construían y desarmaban alianzas a voluntad, son, por un lado, el propio Restaurador, y por otro, Juan Calfucurá, a quien su cautivo y secretario, el francés Auguste Guinnard, calificó como un genio del gobierno y la diplomacia. También después de Caseros la oscilación indígena continuó. Manuel Baigorria, largamente aquerenciado entre los ranqueles luego de veinte años de exilio, lleva a la lucha en Cepeda (1859) y a favor de Urquiza las lanzas de Coliqueo, mientras que en Pavón (1861) se coloca, junto con ellas, del lado de Mitre; las fuerzas aborígenes tuvieron un peso decisivo en la suerte de esta batalla, que daría un giro copernicano al destino nacional. Esta participación constante de los aborígenes en las guerras huincas no hizo sino debilitarlos y exacerbar sus propias contradicciones internas.
A fines del siglo XIX, las comunidades indígenas libres habían desaparecido. Tanto las de la Pampa y la Patagonia como las del Chaco (tobas, pilagás, matacos, mocovíes, abipones) y los guaraníes de Misiones, salvo pequeños núcleos de chiriguanos (en el Chaco) y de mbyás en el monte misionero. Los sobrevivientes serían sistemáticamente sometidos por diversos métodos: el trabajo servil, el confinamiento, la prohibición de creencias, rituales, ceremonias, la migración forzosa, el desmembramiento de las familias. Otros pueblos del extremo sur, como los onas y los yámanas, sufrirían la extinción física. La población originaria global experimentaría de allí en más una baja pronunciada. Todos se convertirían, como señala Martínez Sarasola, de “señores de la tierra” en “minorías étnicas”. No obstante, ello no alcanzó para eliminar un componente étnico y cultural que ya se había diseminado. Basta pensar en el mundo híbrido, fluctuante, mestizo, de las áreas de frontera, en la huida de tantos cristianos, blancos o mestizos gauchos, a las tolderías; en la incorporación de mujeres cristianas como esposas y madres a través del cautiverio, que algunas veces terminaba en asimilación voluntaria.
Por otro lado, en el Noroeste y el Nordeste (Entre Ríos, Corrientes) existía, ya conformada desde el siglo XVIII, una fuerte matriz hispano–indígena mestiza.
Aunque a menudo negado por las elites y considerado inferior, el elemento aborigen manifiesta una vigorosa resistencia y persiste en el imaginario, la devoción y las costumbres populares. De esta matriz provienen sobre todo los llamados “cabecitas negras”, los migrantes internos de la década del ’40 en adelante, calificados por el legislador Sanmartino como “aluvión zoológico”, percibidos como encarnación de los inhumanos “bárbaros” por una temerosa pequeño burguesía, magistralmente descripta en el cuento “Cabecita negra” y en todo el libro homónimo de Germán Rozenmacher. Ese sustrato persiste hoy, acrecentado por una fuerte inmigración latinoamericana que sigue despertando en las capas medias idénticos prejuicios.
Durante el siglo XIX, la cuestión aborigen es objeto de un permanente debate. Entre quienes culpan a la “civilización” de traiciones y defecciones, y señalan la necesidad de algún tipo de integración pacífica de los aborígenes, pueden contarse voces como las de Alvaro Barros, José Manuel y Santiago Estrada, Vicente Gil Quesada, Lucio V. Mansilla (en la etapa de Una excursión a los indios ranqueles). Hay antropólogos y exploradores (Emilio Daireaux, Ramón Lista, el mismo Perito Moreno) que escriben en contra del exterminio, y destacan los valores de las etnias nativas. Joaquín V. González se inclinará por el telurismo y por un indigenismo relativo en Mis montañas y La tradición nacional, aunque en El juicio del siglo considerará al indígena de la frontera un elemento inferior y no civilizable. Esta “inferioridad” será entendida por otros como un “karma genético”, un desdichado atavismo que incide negativamente en las posibilidades de progreso de la Nación, tal como sucede con el último Sarmiento, con Ramos Mejía, Bunge, Juan Agustín García, José Ingenieros, con Lugones (el de El Imperio Jesuítico y, más tarde, el de El payador). La corriente positivista es la que, en general, se manifiesta más a favor de hacer tabula rasa con este conflictivo factor autóctono, y dejar el futuro nacional en manos de inmigrantes de origen europeo (no sin matices, como el caso del naturalista Pedro Scalabrini, que insiste en la reivindicación de la cultura indígena y en la necesidad de proteger a estas comunidades). Pero aun en las posturas más contemplativas y tolerantes, cabe señalar que la condición para que “el indio” pueda seguir viviendo dentro de la cultura dominante, es que deje de serlo, que se adapte a los valores hegemónicos, que sacrifique, en suma, su alteridad.
Otro de los libros destacables de este Bicentenario es Literatura en tránsito, de Claudia Torre, quien siguiendo con una postura propia las huellas del ya clásico Indios, ejército y frontera, de David Viñas, se hace cargo de las complejidades de la que denomina “literatura expedicionaria”, aquella escrita antes, durante y después de la “Conquista del Desierto”, donde –desde variados registros, del científico y militar al político y literario– voces diversas relatan su viaje a la frontera y su relación con el proyecto del que formaron parte. De Lista a Ebelot, de Moreno a Zeballos, de Barros a Pechmann, Torre trabaja sutilmente sobre los lazos entre el “yo” narrador y la representatividad institucional desde donde cada sujeto también escribe y se inscribe, no sin fisuras y eventuales disidencias.
Adoptada ya la “solución final” al “problema indígena”, la primera reivindicación indigenista clara y consistente, que coloca a lo aborigen en un lugar central del imaginario y los mitos nacionales, aparece con Ricardo Rojas. La “conciencia indiana”, para Rojas, va emergiendo “al calor genésico de la tierra natal”, y su matriz hispano-indígena. Sólo tardíamente se mostrará dispuesto a integrar en los avatares del “alma nacional” el factor inmigratorio y cosmopolita. Otros, como el socialista Manuel Ugarte, niegan el racismo y el clasismo, y explican la desigualdad por razones históricas.
El santiagueño Bernardo Canal Feijóo (Teorías de la ciudad argentina) advierte la presencia viva y activa, silenciosa pero real, de esa raíz indígena. Señala de qué manera ella ha determinado aun las áreas de fundación de las ciudades y las “tonadas” locales. Observa el escamoteo de la imagen e incluso de los valores del indio en la representación del gaucho. Denuncia la falsedad de considerar “desierto” a los territorios no ocupados por población europea, falsedad que se exacerba con el triunfo del proyecto liberal-oligárquico, y con la idea alberdiana de que la civilización “prende de gajo”. Valora la riqueza afectiva de las lenguas aborígenes, como el quechua, y su espiritualidad contemplativa y –por desconocida y negada– secreta; esto, sobre todo, en la última etapa de su obra (Confines de Occidente). Tanto Canal Feijóo como Héctor Murena consideran que en la negación, en la incapacidad de asumir y apoderarse de lo propio, radica el fracaso argentino para engendrar una cultura auténtica, nacida de la relación profunda con el suelo que se habita. El genocidio, la falta de reconocimiento y de reverencia a los númenes de América –señalará Murena en El nombre secreto (1969)–, es lo que ha impedido una verdadera gestación y fundación. Murena pasa así de una postura inicial (El pecado original de América, 1954) en la que considera al aborigen como mera naturaleza o como etapa concluida y extinguida, a la necesidad de una reivindicación y una reinstalación positiva, que evite la venganza destructora de las culturas vencidas, pero no definitivamente aniquiladas.
Una honda indagación en la vitalidad permanente de la raíz originaria, como productora actual de cultura y pensamiento, llega con Rodolfo Kusch, que centra especialmente sus observaciones e investigaciones en el área andina. A través de procesos de “fagocitación” de lo europeo –señala–, la impronta aborigen seguiría incidiendo en las creencias y los valores, en la dirección ordenadora de la vida. Es la impalpable e irreductible “diferencia” que impide –pese a todas las impostaciones y los esfuerzos miméticos– la asimilación pasiva de lo latinoamericano a lo europeo, es la matriz oculta en el pensamiento popular, en el modelaje de los hábitos más entrañables.
Por su parte, la literatura, gran forjadora de imaginarios, en general demonizó al aborigen –particularmente al de la frontera–, presentándolo como “el otro” irreductible, desde La cautiva de Echeverría hasta Martín Fierro. Los hermanos Mansilla, Lucio y Eduarda, son una excepción en cuanto a su tratamiento de los sectores subalternos, tanto indios como gauchos; en el caso de Eduarda, ya en su primera novela, El médico de San Luis (1860). Cabe señalar que en ese mismo año de 1860 aparecen dos novelas del mismo nombre, Lucía Miranda, escritas por dos mujeres: una de ellas Eduarda Mansilla; la otra, Rosa Guerra. Ambas presentan una imagen matizada del “salvaje” desdoblado en dos hermanos: Marangoré, pleno de virtudes naturales y culturales, y sólo afectado, como las mujeres mismas, por un exceso de sensibilidad y entrega absoluta al amor; y Siripó, que se apodera de Lucía por la fuerza después de la muerte de su hermano. Marangoré (o Mangora) establece, sobre todo en la novela de Guerra, un intrincado y ambiguo vínculo sentimental con Lucía, que lo desea, aunque no se atreve a poner palabras a este sentimiento, censurable en una mujer casada con un hidalgo cristiano. Una novela posterior de Mansilla, Pablo o la vida en las Pampas (1869, escrita originalmente en francés), no tendrá empacho en mostrar una sociedad criolla dividida, que recurre a los aborígenes para sus guerras internas, así como alguna cautiva que rechaza el rescate del esposo porque prefiere quedarse con su nuevo marido indígena.
En la novela de las últimas décadas del siglo XX, la imagen de los pueblos originarios (como la de otras minorías y subalternos) se reconstruye y va cobrando una alta visibilidad desde los poéticas más diferentes, del lirismo y la recreación trágica del mito (Eisejuaz, de Sara Gallardo) hasta la parodia posmoderna de Aira. A partir del imaginario del “desierto” aportado por la literatura canónica del XIX y por los relatos de naturalistas y viajeros, Fermín Rodríguez en Un desierto para la nación (2010) repasa parte de ese recorrido y llega hasta algunos textos de la literatura reciente, como los del ya citado Aira, junto a Juan José Saer y Carlos Gamerro. Otras narraciones actuales, que Rodríguez no analiza aquí: Fuegia (Belgrano Rawson), La tierra del fuego (Sylvia Iparraguirre), Los que llegamos más lejos (Leopoldo Brizuela), La lengua del malón (Guillermo Saccomanno), Finisterre (María Rosa Lojo), pueden añadirse a esta línea de imaginación retrospectiva sobre un confín del mundo que se puebla de inquietantes caras humanas, de historias que reclaman el reconocimiento de un país oculto y ocultado: el lado ensombrecido de la identidad nacional, sus agujeros negros.
No es nueva, por cierto, la literatura ficcional y ensayística sobre los pueblos originarios, la frontera y el “desierto”. Pero sí se ha instalado en los últimos años una perspectiva diferente que se detiene en las tensiones, las intersecciones, las contradicciones, en los flujos, los cruces y los cauces por donde corrieron entreveradas sangres y lenguas. El “otro” es cada vez más “el mismo”. Los muertos de todas las masacres emergen, por la palabra, de la memoria de los cuerpos. Parecen invisibles, pero acaso sólo porque son ellos los ojos en los que nos reflejamos. Esas miradas, en el desierto lleno, nos ofrecen la forma más profunda de nuestra existencia.
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