Domingo, 16 de enero de 2011 | Hoy
Veinticinco años después, Scott Turow vuelve a los personajes y tribunales de la novela con que redefinió los best-sellers de juicio. En pleno auge de la ciencia y CSI, sigue apostando a las pesquisas psicológicas de la intimidad. Y una vez más, el veredicto es a su favor.
Por Rodrigo Fresán
Está claro –él nunca afirmó lo contrario– que Scott Turow no inventó nada. Thrillers legales ya son –a su manera– El mercader de Venecia de William Shakespeare, Casa desolada de Charles Dickens, Billy Budd de Herman Melville, Resurrección de Leon Tolstoi, El proceso de Franz Kafka, Pasaje a la India de E. M. Forster y Matar a un ruiseñor de Harper Lee, por no hablar de ese juicio y ejecución en el Nuevo Testamento.
Pero sí es cierto que Turow –excelente novelista a secas que desciende de Theodore Dreiser, del olvidado James Gould Cozzens, y de John O’Hara; cuyas tramas suelen, por esas cosas, pasearse por los juzgados– en 1987 reformuló, puso al día y relanzó a alturas de vértigo al género con ese magnífico debut novelístico que fue Presunto inocente. Y también que –sin alevosía e indirectamente– Turow sí es culpable del boom de mediocres leguleyos que, desde entonces, van dando martillazos sobre los estrados de librerías, series de televisión y películas para el cine.
En defensa del definido por la revista Time como “Bardo de la Era del Litigio” (aun en sus altísimas horas bajas como Presunto culpable, Héroes corrientes y Punto débil o cuando, como en Las leyes de nuestros padres, el resultado final no colma del todo la ambición de la propuesta) cabe señalar que Turow presenta, siempre, casos cuidados en los que el entretenimiento no está reñido con la calidad de la prosa y la exploración psicológica de personajes. Digámoslo así: Scott Turow es a John Grisham lo que los Beatles son a los Rolling Stones. El primero siempre es profundo, meditado e innovador, y se toma su tiempo; mientras que el segundo no deja de lanzar veredictos dudosos y apresurados y repetitivos.
Aclarado este punto, cabe preguntarse qué llevó a Turow (Chicago, 1949) a cometer una secuela de su éxito más sonado. Está claro que no fueron apuros económicos (no hay libro suyo que no sea best-seller mundial) y que la cosa no pasaba simplemente por el difuso atractivo de ver qué había sucedido con los personajes de entonces. La lectura de Inocente –que se aborda con cierto inevitable temor a que la revisita no esté a la altura de las circunstancias– enseguida pone en evidencia que Turow no sólo tiene una buena historia para contar sino que, además, la cuenta con una inesperada pero bienvenida vuelta de tuerca.
Casi un cuarto de siglo después, lo que Turow propone es una astuta variación sobre el aria original. Así, el alguna vez ayudante de fiscal y ahora sexagenario juez Rozat K. “Rusty” Sabich –aquel tan hitchcockiano inocente con culpa– vuelve a meterse en problemas. Ya saben: el entonces acusado de haber asesinado a su ambiciosa y cortesana amante de entonces es acusado, ahora, de asesinar a su volátil esposa (que entonces fue la verdadera asesina) y regresamos a las cortes de Kindle County y orden en la sala. Y otro experto procedural que –a diferencia de la locura tecnogeográfica de los demasiados C.S.I. y derivados– investiga la sangre y el sudor y las lágrimas y el ADN de los vivos y no de los muertos. Porque aunque la haya y sea parte importante del asunto, lo que interesa aquí –como en todo Turow– no es tanto la asimilación de data compleja y muy especializada sobre medicamentos mortales y memoria de computadoras o el devenir de juicios expertamente coreografiados (y, en esta ocasión, de una estructura temporal endiablada pero eficiente), sino ese otro proceso paralelo. El que no tiene lugar en audiencias públicas sino en la implacable e inmisericorde intimidad de dormitorios de casas y habitaciones de hoteles, de salas de estar y de jardines, de fiestas y cenas. Tribunales domésticos todos donde el juicio siempre se pierde y, aun exonerados, nunca se lo recupera del todo; porque no es que la justicia sea ciega, es que nosotros preferimos mirar a otro lado.
De nuevo, Turow mueve las fichas de un “héroe” un tanto antipático (al que cuesta no “ver” con el rostro tenso de Harrison Ford), lo enfrenta a su noble y tanto más querible némesis Tommy Molto, aporta nuevos grandes personajes (la joven amante de Sabich, el joven hijo de Sabich), y lo mejor de todo: el crepuscular y leal argentino Alejandro “Sandy” Stern –protagonista de la que acaso sea la mejor obra de Turow, El peso de la prueba (1990)– defendiendo a Sabich como si los años no hubieran pasado.
La historia se repite, sí, y está bien que así sea; porque lo que Turow parece alegar –mientras el jurado lector escucha conteniendo el aliento– es que estamos condenados a cometer una y otra vez los mismos errores. Y a ser acusados y condenados por ello. Y que, a diferencia de ciertos delitos, se trata de errores imposibles de enmendar o rehabilitar. Y –supuestamente libres, sí, pero en un celda sin puerta pero sin llave, cómplices al sol pero sospechándonos en la sombra– esos errores son la cadena perpetua que arrastraremos hasta que la muerte nos separe, sin posibilidad de indulto, libertad bajo palabra o reducción de pena por buena conducta.
Más allá del título, aquí nadie es inocente.
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