Alicia Dujovne Ortiz rescató un relato autobiográfico de su madre, Alicia Ortiz, entrañable retrato de las primeras décadas del siglo XX desde la perspectiva de una mujer pionera del feminismo, militante comunista y lectora clandestina de Gorki y Dostoievski.
› Por Alicia Plante
“Debo mirarlo todo bien, debo retener las imágenes porque no volveré jamás”, piensa Alicia Ortiz (1909-1984), como si en lugar de la casa en la que vivió la infancia fuera su infancia misma la que había de quedar atrás, abandonada a la definitiva ausencia de testigos. Y ante la sucesión de patios, ante los árboles que trepó con el hermano, ante la boca abierta y triste de las habitaciones que la mudanza va dejando vacías, ante el cúmulo de recuerdos entreverados y confusos, la chiquilina de catorce años en que se ha convertido se aleja del comienzo de las cosas mientras descubre que no tienen remedio las pérdidas, como no tiene remedio lo que lleva y trae la vida.
La descripción plena de gracia y cruda sinceridad de los “Llanos”, como Ortiz elige identificar a su familia, no le abre la doble puerta de roble a un pariente suyo, quizás inconsciente pero seguramente conocido, noble y cercano: Roberto Arlt. Como él lo hizo en sus Aguafuertes Porteñas, publicadas a partir de 1928 en el diario , Ortiz traza aquí los perfiles cotidianos que animan su recorte del marco urbano, algunos payasescos, la mayoría dramáticos, en general feos, sucios y muchas veces malos, los que siempre dio la calle, que ahí estaban y ahí permanecen, mutantes y sin embargo iguales por continuidad, habitantes de cada esquina, de cada mesa de bar y de cada rejunte humano. El porteño y el adaptado, el que abrió los ojos a la sombra del Obelisco y el que vino de tierra adentro a buscar laburo, o de allende el mar para hacerse la América... Mescolanza imprevisible que también puebla las casas de la cuadra de Billinghurst entre French y Peña, donde se alza la casona de los Llanos, los pitucos de la cuadra, avecinada a las casitas bajas de pared corrida, al conventillo de al lado con su cruel impudicia de necesidades miserables, de hambre, ignorancia y muerte, de pasiones no morigeradas por la educación y el disimulo, de dolor sin consuelo que se despliega ante la mirada atenta pero ajena de los de la pieza del fondo o la de enfrente, clavados al piso de tierra del patio como manda el no te metás, aun ante el castigo brutal del inocente.
Desde una escalera de mano que apoya contra la medianera, Chela se asoma a esa otra cara de la vida, distinta de la suya y a la vez, por debajo de las cortezas, semejante en ciertas carencias opacas, paralelos que no reconoce claramente todavía pero que ya la humanizan. Ese contacto cotidiano con el dramatismo de la realidad, entretejido con lo que le dan densas lecturas clandestinas de autores como Gorki, Tolstoi, Dostoievski, Dickens o Ibsen, desarrollan su conciencia social y años más tarde la llevan a la escandalosa decisión de afiliarse al Partido Comunista.
Pero la pequeña Alicia fue siempre una rebelde, una transgresora con ideas incómodas que desde conquistas mentales sucesivas se convierte por ejemplo en una precursora del feminismo y a contrapelo del consejo de las mujeres de su familia se enfrenta a todo lo que manda la época. Insiste desde la infancia en que seguirá una carrera universitaria para trabajar y lograr la independencia económica y, a pesar de la sonrisa condescendiente de las hermanas, nada la desvía de sus proyectos. Sigue la carrera de Letras en la UBA en lugar de someterse al destino que le marca lánguidos estudios de piano, francés y buenos modales, renuncia a prepararse para obtener la protección de un “buen partido” y, tal como lo predijo, se instala de igual a igual frente al hombre que amó y respetó, Carlos Dujovne, uno de los fundadores del Partido Comunista en la Argentina, en cuyo entorno se conocieron.
La escritora argentina Alicia Dujovne Ortiz, hija de esa mujer y de ese hombre, prologa hoy esta narración autobiográfica de la madre, autora asimismo de diversos ensayos y relatos de viajes y de una Historia de la literatura europea en veinte volúmenes, escritos infatigablemente a razón de uno por año, de los cuales once han quedado sin editar. La aparición en nuestro medio de este libro –en palabras de Dujovne Ortiz– “un auténtico tango de los años veinte”, representa un justo homenaje a una voluntad, un talento y una trayectoria que no debieron ser descuidados.
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