El western se ganó por derecho propio, tanto en la literatura como en el cine, el título de gran relato mítico norteamericano: todo parece venir o deber al western, en esa dirección corren las tramas de sus novelas, de ese modo se comportan sus héroes y sus villanos. A propósito del estreno de Temple de acero, la remake de los hermanos Coen de una película de John Wayne a su vez basada en una novela de Charles Portis, Rodrigo Fresán recorre el mapa de ese Salvaje Oeste que se expande hasta filtrarse en todo.
› Por Rodrigo Fresán
De tanto en tanto parece que se ha ido para no volver. Pero siempre regresa. Y es que en el western –como género y especie– se enredan las raíces de la antigüedad, crecen las ramas del presente y brotan los frutos del futuro. El western, más que un género, es un sentimiento; y ahí está Domingo, el protagonista de la nueva novela de Juan Marsé –Caligrafía de los sueños–, a quien todos llaman Mingo, pero desea que lo llamen Ringo, como al pistolero de La diligencia.
Si se quiere, porque se puede –y mientras desenvainan los samuráis y cantan los juglares y narcomariachis y gimen las damiselas a la espera de su caballero andante y vagan los hobbits–, es posible releer a Troya como antepasada de Tombstone. A David solo ante el peligro escenificando un duelo al sol con Goliath. A Robin Hood y a su perfecta puntería enfrentándose a los despóticos e intrusos hacendados de Nottingham. Al Quijote y a Sancho como dos justicieros poseídos por el espíritu de ancestrales marshalls bebiendo alrededor de una mesa redonda. A Heathcliff como el forastero que retorna a Cumbres borrascosas para vengarse y reclamar lo que considera suyo. A Peter Pan como un Billy The Kid en contra del orden establecido por el Capitán Garfio. A Jay Gatsby (no parece casual que Fitzgerald haya subtitulado su inconclusa El último magnate como Un western) como el melancólico cowboy de final trágico. Y a Martín Fierro como un fuera de ley en el Lejano Sur donde, dicen, Butch Cassidy & The Sundance Kid dispararon sus tiros del final.
De igual modo, más cerca, la llegada de Obama a la blanquísima Casa Blanca evoca las gracias raciales de Mel Brooks en la amorosamente paródica Blazing Saddles. Un geriátrico Jack Palance funciona como ruda terapia cardinal para Billy Crystal y sus amigos aburguesados por la metrópoli. El hombre que susurra a los caballos es la variante terapéutica y casi new age del mito. Y los arreadores gay de Brokeback Mountain y el country-singer de Crazy Heart muestran diferentes facetas del mismo perfil.
EL PUNTO CARDINALY hasta el infinito y más allá, pero siempre hacia el Oeste: Charlton Heston enfrentándose a tribus de simios, el mortal robot de Yul Brynner en aquel parque temático, Darth Vader como el definitivo gunslinger con sable láser, Marty McFly poniendo rumbo a un tiempo de sombreros y balas en la tercera parte de Volver al futuro, y el retro Woody uniendo fuerzas con el sci-fi Buzz en la trilogía Toy Story.
Y es que todo va a dar al western porque el western da para todo. Allí entra cualquier gran actor o director que se precie de tal (el western como asignatura a rendir tanto por Brando como por Clift; y estoy convencido de que Stanley Kubrick tarde o temprano habría atado su cámara a las puertas de una taberna, aunque el buen Espartaco y el malvado Alex ya tengan trazos bandoleros).
Y del western sale también la serie negra (donde el saloon ha sido suplantado por el café americain extranjero de nombre Rick’s o el garito clandestino donde fluye el whisky de contrabando). Ya saben: cielos de fuego, cúpula para un éxtasis catedralicio del paisaje, y perfume de pólvora, y esas calles donde siempre ruedan esas misteriosas bolas de paja que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van. Y, admitámoslo, cierto instantáneo aire circense que tanto Buffalo Bill como Calamity Jane supieron percibir en su momento y sacaron en gira por el Viejo Mundo donde nunca habían visto siouxs ni bisontes. Sí, el tipo ese con las piernas abiertas y los ojos entrecerrados y acariciando la culata de su arma al final de una calle de tierra también podía ser un payaso.
Y “¡Acción!”, grita alguien con un pañuelo cubriéndole la boca y el cine norteamericano arranca con el robo a un tren (mientras que el francés lo hace con un tren entrando a una estación) y la litera-tura Made in USA abre sus puertas a forajidos y aborígenes con el fronterizo James Fenimore Cooper y El último mohicano. Después, los dibujos y cuadros y grabados de Frederic Remington y la fascinación eterna por las armas de fuego –amor u odio– de todo un pueblo y de algunos que, en ocasiones pierden el sentido de la orientación, salen del O.K. Corral (al que viajó Camilo José Cela en su inclasificable Cristo versus Arizona), se suben al taxi de Robert De Niro luego de hablar solos frente a un espejo negro, para bajarse en las aulas de Columbine. Un ser nacional que se apoya –seamos incorrectamente políticos– en un mecanismo implacable: enviar al Oeste a hombres blancos salvajes para que acaben con los hombres rojos salvajes (pieles rojas & Co.) y, una vez concluida la faena, enviar a más hombres salvajes para que pongan un poco de orden. Y así, capa tras capa, hasta fundamentar aquello que, no en vano, se conoce como Salvaje Oeste.
Este entramado simple y cíclico de viaje y recompensa, claro, pone a prueba a los creadores cuando se trata de reclamar como propia esa atracción de multitudes. Pasión que –en su Historia universal de la infamia– el genial enumerador Jorge Luis Borges, predicador del malevo como knifeslinger suplantando al gunslinger, disecciona con un “Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba”.
SALIR DISPARANDO Y ésa es parte del “problema”: el Oeste llama tanto y a tantos, sus puertas batientes de saloon siempre abiertas, y todos se sienten convocados por la siempre fecunda generosidad de sus clichés y lugares comunes y responsables de la, por fortuna, nunca del todo domesticada postal. Aunque más de uno debería ser expulsado de allí a patadas por el Sargento Kirk o cubierto de alquitrán y plumas.
Así, el conservadurismo de series televisivas como Bonanza y sus infinitos derivados encuentran de tanto en tanto su contraparte freak en The Wild Wild West o Kung Fu o la futurista Firefly/Serenity o, tras los pasos de Walter Hill, la shakespeareana-dickensiana Deadwood. Lo previsible y anquilosado de buena parte de John Wayne (quien estuvo en lo mejor y en lo peor del asunto) es talado por la potencia mítica y el silencio místico de los spaghetti westerns de Sergio Leone bien digeridos por su aprendiz Clint Eastwood. La ultraviolencia en cámara lentísima de Sam Peckinpah (con Bob Dylan llamando a las puertas del cielo) corrige el desatino de Elvis con pañuelo al cuello gorgojeando “Love me Tender” y de tanto western para que desfilen estrellas teen. Y, sí, de tanto en tanto, se disparan rarezas como Dos hombres y un destino y El rostro impenetrable; la variante integrista à la Lawrence de Arabia en Un hombre llamado caballo o Jeremiah Johnson o la incomprensiblemente exitosísima (es el western de mayor recaudación hasta la fecha) Danza con lobos; la aproximación urbana/contracultural de Cowboy de medianoche y de Drugstore Cowboy; la kafkiana Dead Man; y, más recientemente, delirios psicotrónicos como la adaptación del comic donde galopa Blueberry y joyas como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford.
Y, ahora, la inesperada pero bienvenida resurrección de Valor de ley (estrenada en Buenos Aires con el título de Temple de acero). Remake de un clásico de Henry Hathaway por el que Wayne ganó Oscar y Globo de Oro en 1969 y que ahora los hermanos Coen (quienes ya habían firmados pseudo westerns como Fargo o la muy asombrerada Muerte entre las flores mientras ponían a un veterano de rodeos a narrar las desventuras de Lebowski) hacen suya y nada más que suya.
Y Valor de ley –que también es una gran novela, más detalles adelante y en el número anterior– es un buen punto de inflexión donde cabe la reflexión sobre los riesgos de mirar y escribir “una de vaqueros”. No es fácil y resulta muy arriesgado, pero siempre resulta tentador ese Wanted en el poster ofreciendo recompensa a quien escriba un gran western con calibre de Gran Novela Americana. De este modo, por cada tonelada de Louis D’Amour o de Zane Grey o del español Marcial Lafuente Estefanía (no olvidar que aquí se filmó mucho western extranjero en plan 800 balas de Alex de la Iglesia; y desafío personal: ¿alguna vez Javier Marías se sacará de la manga el naipe marcado de ese western que, seguro, lleva dentro?) se han desenterrado, de tanto en tanto, grandes pepitas de oro. Ejemplos: El hombre malo de Bodie de E.L. Doctorow, el clasicismo de Walter van Tilburg Clark y Glendon Swarthout, la extraterrestre Girl in Landscape de Jonathan Lethem, la inconclusa The People de Bernard Malamud, las dos partes de Pequeño gran hombre (llevada al cine por Arthur Penn, con Dustin Hoffman) de Thomas Berger, El monstruo de Hawkline de Richard Brautigan, aquella saga de Larry McMurtry, la mutación fantasy de Stephen King en su ciclo de La torre oscura, el resumen multimediático (“operación” similar a la ejecutada con el noir en su magistral Sospechosos) que hace David Thomson en Silver Light, los diálogos masca-tabaco de Elmore Leonard, la bíblica tormenta de palabras que es Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, quien volvió allí, más apaciguado pero no demasiado, para su Trilogía de la frontera. Y, por supuesto, el mortal Anton Chigurh de No es país para viejos no es otra cosa que el modelo perfeccionado y endurecido del caza-recompensas al servicio del mejor postor.
SE BUSCA Y –por último, pero no en último lugar– Valor de ley, best–seller de 1968 del “escritor de culto de los escritores de culto” llamado Charles Portis (Eldorado, Arkansas, 1933).
Admirado incondicionalmente por nombres como Norah Ephron, Ira Levin, Roy Blount Jr., Walker Percy, Jonathan Lethem, Ron Rosenbaum, Donna Tartt, George Pelecanos, Richard Condon, Tom Wolfe y Roal Dahl. Y poco dado a entrevistas y declaraciones. Raro rarísimo (ver Radar de la semana pasada), autor de otras cuatro novelas muy desopilantes y bastante pynchonianas, adoradas por sus fans y pobladas por perdedores a la altura de Ignatius Reilly, en Valor de ley –como en Shane o en Centauros del desierto o en El jinete pálido– Portis propone una trama “con joven testigo”. Una novela “de voz” –de voz como la de Huck Finn o la de Holden Caulfield– en la que una joven huérfana contrata a Rooster Cogburn, un crepuscular tirador tuerto adicto a mitificar su cada vez más lejano y amplio pasado, para vengar el asesinato de su padre a manos del miserable Tom Chaney. Algo que puede leerse y disfrutarse como parodia y pastiche pero, también, como potente destilado/homenaje a la literatura de Stetson y Colt. Todo –rastros tantas veces seguidos– sin obviar el ingrediente particular y fundamental de la mezcla: el muy particular fraseo y léxico de la vieja por siempre joven, potenciado por los Coen en su adaptación de ley.
Valor de ley –muy por encima de las recientes El tren de las 3:10 a Yuma o Apaloosa– se ha convertido en el título más exitoso en toda la filmografía de los hermanos Coen, camino de ser el western más visto de toda la historia del cine, multinominado al Oscar y al Bafta. Y, sí, un nuevo retorno de lo que nunca nos abandona a nuestra suerte por más que –como en el final de toda aventura de Lucky Luke– el solitario cowboy muy lejos de su hogar se marche, apenas por un rato y hasta la próxima, cantando hacia el crepúsculo inmortal de ese siempre tan cercano Lejano Oeste.
Go West.
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