La vida de Simone Veil puede condensarse en la historia de una serie de fotografías. Album de una familia signada por el Holocausto que luego se continúa en la tenaz tarea de una librepensadora que abogó por despenalizar el aborto en Francia, hasta lograr la ley que lleva su nombre. Simone Veil escribió unas memorias precisas, nítidas en el recuerdo y en los conceptos filosóficos que supo madurar su reflexión.
› Por Fernando Bogado
Es una regla inevitable del género: cualquier biografía o autobiografía debe comenzar desde la descripción de un retrato, una fotografía que evoque ciertos elementos que luego serán desarrollados, como si nos adelantaran la conclusión de lo que vamos a leer. Toda biografía es, entonces, un camino hacia una imagen que puede ser del pasado o del presente, pero que conserva latente el núcleo de aquello que se quiere contar. Simone Veil, en Una vida, elige empezar su autobiografía por la descripción de una serie de fotos de su infancia, entre la nostalgia y el silencio (¿cómo hablar de una felicidad que se vería de repente desarmada por el horror del Holocausto?), siempre con la esperanza de poder ver con serenidad esas breves instantáneas que hacen, mal o bien, a la vida.
¿Qué hay en esas fotografías? La familia Jacob –tal el apellido de soltera de Simone– pasando unas vacaciones en Niza. De origen judío, el padre, un arquitecto que disfrutó de cierta prosperidad antes de la llegada de la crisis del ’29, había optado por mantener una conducta laica pero respetuosa frente a cualquier manifestación religiosa: se podría decir que su verdadera pasión era la educación, centrándose principalmente en la formación literaria. Pero esta apertura cultural tenía sus límites: Simone Veil no deja de recordar en cada página la frustración que todavía aún siente cuando recuerda el mandato de André Jacob para con su madre, Yvonne: cuidar a los niños en lugar de ejercer una profesión.
De las incorrecciones domésticas a la debacle histórica dista apenas un capítulo: enviada a Auschwitz el 7 de abril de 1944 junto con su madre y su hermana, perdería el rastro de su padre y su hermano, a quienes nunca volvería a ver, y su otra hermana a quien vería después, miembro activo de la Resistencia francesa. Las imágenes evocadas aquí son otras: la llegada al campo de concentración, el hambre, el temor tanto a la muerte como a la humillación extrema de ser violada por alguna de las mujeres con posición jerárquica en el campo. ¿El regreso a Francia? Sin su madre, con su hermana enferma de tifus, Simone Jacob decide tratar de reiniciar su vida, como pueda, en un clima de negación vivido en la Francia posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Noviembre de 1974, otra imagen: Simone Veil lee en la Asamblea Nacional su discurso a favor de lo que luego pasará a la historia como la “ley Veil”, aquella que determinó la despenalización del aborto y comenzó a poner en cuestión problemas como la organización de la familia moderna, la contracepción y la decisión de la mujer con respecto a su propio destino, no con un tono heroico o de reivindicación, sino con el firme espíritu de volver al derecho sobre las situaciones reales, concretas, echando por la borda lo que considera la peligrosa “irrealidad”, ese tapar los ojos sobre lo que efectivamente sucede. Veil se convierte en un estandarte de lo que el derecho debe ser, un ejem-plo: años después sería la encargada de discutir la lectura simplista de varias producciones artísticas destinadas a retratar a la Francia de Vichy como totalmente colaboracionista, dejando de lado el hecho de que muchos de los judíos que sobrevivieron durante los años de ocupación lo hicieron gracias a los así llamados Justos, aquellos que se arriesgaron ocultando en sus casas a los perseguidos.
La autobiografía de Simone Veil –apellido que toma de su esposo, Antoine– es un ejercicio de memoria impecable: con una prosa limpia, llana y directa, no se detiene a la hora de trabajar con tal o cual recuerdo siempre con el objetivo de buscar qué elementos pueden iluminar el presente en términos de derecho y política. Y es aquí, precisamente, en esa distinción en donde las afirmaciones con respecto a sus recuerdos referentes a los años como parte de tal o cual administración se vuelven tajantes: ella ama el derecho y rechaza lo que considera la mera acción política concentrada más en la opinión de los votantes que en cualquier otra cosa. Así, no escatima comentarios de rechazo de ciertas decisiones de Jacques Chirac o de François Mitterrand: volcada siempre hacia la construcción de una Europa unificada, encontró los movimientos de cada una de estas personas tendientes, en su mayoría, a volver a Francia sobre sí misma antes que abrirla al panorama de unión continental por el que siempre bogó.
El texto en cuestión podría resumirse, entonces, en un cambio de imágenes: de una familia a la otra, de la foto de la familia que luego fue separada por el Holocausto a la fotografía de la familia que construyó junto a su esposo, en alguna de esas reuniones de los fines de semana para almorzar, casi con el mismo gesto metódico con el que cualquier grupo de parientes y conocidos se reúne un domingo para comer un asado, quizá para hacer lo mismo que hace Simone Veil en su libro, en la sobremesa: abrir el álbum de fotos y recordar.
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