¿Por qué Joyce Carol Oates no puede parar de escribir novelas, cuentos, ensayos?¿Compulsión?¿Una extraña enfermedad decimonónica? Lo cierto es que mientras cerramos y abrimos los ojos ya está aquí Ave del paraíso, un retorno al mejor gótico de la autora, pero que no deja de mostrar algunas grietas achacables, probablemente, a su manía proliferante.
› Por Rodrigo Fresán
Sépanlo: en el tiempo que yo demoro en escribir esta reseña, Joyce Carol Oates escribe un relato largo. En el tiempo en que ustedes tardan en leerla, a Oates se le ocurren dos o tres ideas para sus cuatro o cinco próximos libros. Y en el tiempo que se dedica a la lectura de Ave del paraíso, Oates escribe unos cuantos ensayos y reseñas y, por lo menos, una novela de similar longitud. Así, están la velocidad del sonido, la velocidad de la luz y la velocidad de la Oates.
La exageración no demasiado exagerada del chiste de aquí arriba es pertinente porque en ella va implícita la crítica más dura que se le puede hacer a esta meritoria escritora. Su fecunda celeridad nos ha traído muy buenos libros (y, entre sus más de cien títulos y sumando, algunos no tan buenos) pero al mismo tiempo y ritmo nos ha privado de varias obras maestras. Y ese es el caso de Ave del paraíso –al que le faltan esos cinco minutos decisivos de cocción o unos cuantos meses de reflexión y revisión– que podría volar mucho más alto de lo que vuela si Oates no pareciera tan empeñada en ingresar al Libro Guinness de los Récords o acaso aquejada por un compulsivo y misterioso virus decimonónico del que es la única y privilegiada víctima y orgullosa dueña.
Una cosa sí es segura: ser fan de Oates (alguien apuntó que posiblemente sea la única escritora cuyos seguidores desean que escriba un poco menos, ¿sí?) implica dedicarse casi en exclusiva y full-time a la persecución en abismo sin fondo de una obra donde la mano (de la escritora) es más rápida que el ojo (de los lectores) y donde, bastante seguido, se accede al desconsolador consuelo del déjà-vu.
De este modo, en Ave del paraíso vuelven a detectarse varias de las constantes y obsesiones de alguien nacida en Lockport, Nueva York, en 1938; pero cuyas raíces espirituales se hunden profundo en –distantes en el tiempo pero cercanas en la biblioteca– cumbres borrascosas lejos del mundanal ruido en las que la bautizada “Dama Oscura de las Letras Norteamericanas” se pierde y se encuentra.
Dicho esto, allí vamos de nuevo. Aquí vuelven una típica heroína oatesiana (Krista Diehl, la tímida joven que quiere saberlo todo sobre un crimen de pasión sucedido en 1983 y nunca aclarado a la caza de una mezcla de justicia pública y redención privada), los hombres malos y sospechosos (entre ellos Eddy Diehl, el amante de la asesinada y padre de Krista, y Delray Kruller, el marido de la víctima), el infierno grande y pueblo chico de Sparta (casas desoladas que ya habíamos visitado en las superiores Qué fue de los Mulvaneys y La hija del sepulturero), los conflictos raciales y la sangre derramada, la obsesión erótica/poética (de Poe) de Krista con Aaron Kruller, el airado joven mestizo hijo de la hembra fatal y fantasma. Esa sirena ardiente y cantante de bluegrass –Zoe Kruller–, verdadero centro de la novela y, como aquella Rebecca, presencia absoluta a partir de su ausencia sin retorno. Y –como sucedió con Laura Palmer en esa otra Sparta llamada Twin Peaks– resulta que Zoe Kruller tenía más de un rincón oscuro en la supuestamente luminosa casa de su vida. Entonces: ¿La mató Eddy? ¿O habrá sido Delray? ¿O quizás –¡no! ¡no!– el mismísimo Aarón, quien descubrió el cadáver? ¿Importa? Lo cierto es que no demasiado.
El recurso moderno de ir hacia adelante y hacia atrás volviendo una y otra vez sobre un mismo punto desde una perspectiva diferente y la narración a dos voces en monólogos interiores en cursivas (los de Krista como rubia temblorosa y atormentada y los de Aarón como el Heathcliff de la ecuación) no alcanzan a disimular el hecho de que nos movemos aquí por los callejones y pasillos de un folletín anticuado. Un territorio ya conocido en el que Oates –ah, esa prisa– se mueve alternativa y esquizofrénicamente con la seguridad de una maestra consumada o con el ímpetu exhibicionista de esa buena alumna que siempre levanta la mano para pasar al frente aunque no esté del todo segura de saberse la lección. Para ser más precisos: Oates parece sentirse más que cómoda habiéndose impuesto una disciplina de escritor de cuando la novela era la forma artística no sólo más excelsa sino, además, más necesaria. Todo bien. Otra cosa es que –en su afán por consagrarse como descendiente directa de Nathaniel Hawthorne– no posea nada de su elegante ironía ni la gozosa bestialidad social de otra firma fecunda: John O’Hara.
Lo que no quita que uno se sienta agradecido ante Ave del paraíso y ojalá trepara a lo más alto de las listas de ventas para, desde ahí, explicar todo lo que debe ser un best-seller popular. Pero también se hace imposible no compararlo con el más lento en la escritura pero más profundo y gracioso en la lectura John Irving a la hora de la saga neodickensiana. Mientras Irving demuestra, página tras página, mantener un férreo control de la trama y un perfecto manejo de la elipsis, hay varios tramos de Ave del paraíso en los que, tan solemne y sin ningún humor, Oates parece perder los papeles y no saber muy bien cómo y por dónde seguir. Aunque todo esto, también detectable en títulos suyos anteriores y, seguro, en títulos que no demorarán en llegar (Oates publicó Ave del paraíso en el 2009, pero ya cuenta con otra novela más, y hay otras dos anunciadas junto a tres volúmenes de relatos y uno de ensayos) pueda ser entendido y apreciado como rasgo de estilo.
Si ella es feliz (y está claro que su felicidad es la de muchos y que sólo daña a su percepción como autora), que siga escribiendo todo lo que quiera por los años de los años, que a ella le rinden como siglos.
Y que cumpla muchos más.
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