Domingo, 6 de marzo de 2011 | Hoy
A la reedición de varios de los libros de la escritora uruguaya Armonía Somers se suma ahora su texto fundamental, la novela Sólo los elefantes encuentran mandrágora, que había aparecido en Buenos Aires en 1986. Experiencia radical de escritura, plantea un desafío extremo al lector, quien también puede apoyarse en la lectura de sus cuentos para ingresar al mundo de una de las autoras rioplatenses más singulares.
Por Pedro Lipcovich
“Un tiempo coagulado como sangre o leche”, escribe Armonía Somers en el capítulo 1: es el tiempo de la internación, bajo una enfermedad llamada quilotórax, que “es el pasaje de linfa proveniente del conducto torácico a la cavidad pleural”, explicará el doctor en la página 35. En esa viscosidad propia la mujer se asfixia; los médicos perforan, experimentan, desconocen, y en la habitación de al lado hay “un tipo joven, desnudo, informe y blanco como masa cruda”, acompañado por su madre: lo han atado y lo van a operar de la cabeza para que deje de masturbarse todo el tiempo mientras mira a la mamá. A partir de este coágulo, limítrofe con lo indecible, se teje la polifonía de Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Las historias son muchas: la genealogía que recuerda o inventa la enferma, llamada –esos nombres raros de los uruguayos– Sembrando Flores; el folletín del siglo XIX que su madre le leía a una mujer en la Casa de las Siete Ventanas; la historia de los habitantes de esa casa; la aparición y partida del padre de Sembrando Flores, anarquista; el gato Cantaclaro, la infancia, sandías a la deriva en la inundación, el cura Juan, las pesadillas de hospital, el Angel femenino que asiste a la enferma. El lector puede y quizá deba, en cualquier párrafo, detenerse, retroceder y avanzar hasta percibir el coágulo, la asfixia en torno de la cual giran las más de trescientas páginas de este libro. Incluso el título, Sólo los elefantes encuentran mandrágora, responde al procedimiento que organiza el texto: la imaginería de animal gigante y planta milagrosa sólo cubre un coágulo, porque los humanos sólo encuentran nada y lo único de elefante en el libro será la elefantiasis, en las piernas tomadas por el mal.
El folletín del siglo XIX que la madre leía es El manuscrito de una madre, de Enrique Pérez Esdrich, edición de 1872, que a su vez se presenta, desde el principio del libro, como una opción de la mujer internada: ella pide novelas largas, pero se desanima ante las que le ofrecen, “modernas, combativas, de singular estructura”; en el exacto horizonte de Rayuela de Cortázar, discute con esas “hechas con un desaliño afectado de quien quiere pasarse de listo y caminar en zigzag, en círculos o haciendo equilibrio en los pretiles”. Sembrando Flores prefiere el folletín centenario y Armonía Somers escribe Sólo los elefantes.., cuya condición experimental no es un gesto hacia el lector, sino fidelidad al experimento existencial que atraviesa su protagonista.
La novela fue escrita a principios de la década de 1970, cuando “aquí en la ciudad hace tiempo ha empezado la danza de los decapitados, secuestrados, saqueados, violados, incendiados, amenazados”. Armonía Somers no tenía apuro en publicar, incluso pensó en una edición póstuma; en definitiva la primera edición apareció en vida de la autora, en 1986 en Buenos Aires, en la editorial Legasa. Más allá de reticencias personales a la publicación (Armonía Etchepare, cuyo apellido literario es Somers, padeció quilotórax a fines de los ’60) vale anotar que el texto, a través de la historia del padre anarquista de la narradora, insinúa, con respecto a la militancia política de los ’70, una perspectiva crítica que entonces hubiese sido prematura y que todavía hoy no se ha desarrollado del todo.
Armonía Somers, nacida en 1914, publicó su primer libro, la novela La mujer desnuda, en 1950 y, con intervalos de silencio, siguió produciendo durante casi 45 años. Hoy, pese a un ya instaurado reconocimiento crítico, la obra de Somers no es muy conocida, y sus libros eran prácticamente inhallables, en Argentina como en Uruguay, hasta que El Cuenco de Plata emprendió la reedición de varios títulos: La mujer desnuda, la antología de cuentos La rebelión de la flor, ahora Sólo los elefantes... y próximamente, se anuncia, Viaje al corazón del día.
En la Biblioteca Nacional uruguaya se encuentra el precioso último libro de Armonía Somers, El hacedor de girasoles. Tríptico en amarillo para un hombre ciego, que publicó Linardi y Risso dos semanas después de la muerte de la autora, en 1994. Allí, testamentaria, advierte que la suya es “una literatura que mucho no se amansa ni se hace cariciosa para todos”.
Puede valer la pena planificar el viaje hacia ese mundo que se abstiene de caricias fáciles. Tal vez sea mejor empezar por los cuentos: su frecuentación puede establecer un vínculo con la autora (que, tratándose de Somers, siempre preservará una distancia) propicio al abordaje de la vasta novela. Los relatos “El derrumbamiento” o “Muerte por alacrán” –incluidos en La rebelión de la flor– ofrecen todavía cierto sostén en la forma clásica a la vez que permiten y gradúan el contacto con la escritura rara de Armonía Somers. En otro cuento, “Saliva del paraíso”, se introduce una multiplicidad de historias aún más laxa que la de Sólo los elefantes...
El cuento “Jezabel”, menos conocido, puede ser adecuado para revisitar uno de los tópicos de la crítica con relación a Somers: la referencia al género, o su atribuido feminismo. En este texto, la posición femenina de quien relata hace posible el discernimiento, generalmente vedado al hombre, de la virilidad en tanto máscara, pero avanza más allá, hacia el punto siniestro que comanda el deseo: “Una bola naranja, hongo envuelto en la gelatina de un cocimiento diabólico, réplica humana de la mandrágora”.
Desde que, en 1963, un artículo que le dedicó Angel Rama en la revista Marcha inició el reconocimiento crítico hacia Armonía Somers, se ha señalado cierta condición monstruosa de su obra. Hoy es posible puntuar que lo monstruoso no está tanto en lo narrado –donde sería fácilmente agotable y reproducible– como en la arquitectura de los textos, que extrañan al lector con desenfoques, prosaísmos que se quiebran en la imagen surreal, sarcasmos súbitos, párrafos profundos como ciénagas.
Así, por ejemplo, en Sólo los elefantes encuentran mandrágora: “Ella habló de la soledad, pretendió colocar ese tabú entre ambos como una defensa justamente cuando el exilio entre los eucaliptos había sido la soledad inenarrable, el tiempo que se mueve a desgano tardándose un día entero para unir el sol de dos mañanas, el amor que se ha filtrado también solitariamente, y que en un segundo suelta su espermática lágrima matinal, cada vez más pobre, para luego inundarnos con las otras cada vez más hambrientas de nosotros”.
Es difícil, quizás imposible, situarse, como lector, a la altura que requiere esta novela, porque, como en Ulysses, cada pequeña palabra puede importar y reemerger, o por aquella aspereza en la enunciación, o por la asfixia. Pero el lector puede ser perdonado si se mantiene fiel a una orientación que ofreció Armonía en el prólogo a una antología de 1968, La otra mitad del amor: “Todos aquellos pedazos eran simples capítulos de la misma historia de perros que el hombre escribe mientras ama”.
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