A partir de las novelas En la orilla y Kanaka, el marplatense Juan Bautista Duizeide asomaba en la literatura argentina con el poco frecuente perfil de escritor navegante de mar y río. Algo que en realidad no abandonó, aunque siempre conservando un bajo perfil, incluso hasta ahora, cuando da a conocer las Crónicas con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata (Ed. Continente). Historias de Berisso, Ensenada, Río Santiago, destilerías y astilleros arrasados durante los años noventa. Duizeide habla sobre su relación con la literatura de los mares del mundo, su paso por el Liceo Naval y su experiencia como piloto de barcos cargueros, pesqueros y petroleros para volver a tierra y escribir sobre los paraísos marítimos.
› Por Angel Berlanga
“Me fascinaban las historias de barcos desde que aprendí a escuchar y luego a leer, me fascinaban los barcos desde que aprendí a caminar y a escaparme de mi casa hacia la costa del mar.” Juan Bautista Duizeide escribe eso en uno de los textos que componen Crónicas con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata, que acaba de publicar y viene a proseguir y a la vez a variar su pasión por “la literatura de a bordo”. Como en sus libros anteriores, en la tapa de este hay un navío, y eso bien podría ser su divisa; pero a diferencia de sus libros anteriores, que eran de ficción, en este la rema con la crónica –ya lo preanuncia el título– y también el ensayo.
Tarde de verano; este marplatense nacido en 1964, criado en Necochea y radicado en La Plata sale del Museo de la Memoria –allí trabaja como editor de la revista Puentes, de la Comisión por la Memoria bonaerense– y propone, para la entrevista, un bar. Acá nomás, a unas cuantas cuadras, está el gran escenario de las crónicas de su libro: Isla Paulino, río Santiago, Liceo Almirante Brown, astilleros, frigoríficos abandonados, la selva más austral del mundo. “Y sin embargo es un territorio prácticamente desconocido, incluso para la enorme mayoría de los platenses”, dice Duizeide, que volvió a frecuentarlo cuando, en los ‘90, a partir del desmantelamiento de la Marina Mercante (Menem lo hizo), se quedó sin poder ejercer su oficio de piloto de buques de ultramar. Un sitio a mano para navegar, casi inexplorado, con un adicional: durante la dictadura pasó cinco años de la secundaria allí, en el Liceo, de donde egresó en 1982. El Liceo mismo es el disparador de la investigación para un libro en el que está trabajando junto a un compañero de aquella época, asunto del que hablará unas líneas más adelante.
En 2004 fueron premiadas sus dos primeras novelas, En la orilla (Nacional de narrativa breve Leopoldo Marechal) y Kanaka (Julio Cortázar, ciudad de Buenos Aires). Cuatro años después apareció su antología Cuentos de navegantes, para la que llegó a reunir 400 relatos (el libro traía menos, claro) y tradujo piezas de Stevenson y Guy de Maupassant, entre otros; el volumen incluye, además de los autores clásicos de la narrativa naviera, textos de Arlt, Borges, Quiroga. En 2010 publicó su propio libro de cuentos, Contra la corriente, donde conviven la melancolía y la dureza y se configuran atmósferas e historias a partir de una escritura poética que bien podría sintetizar la portada: la proa de un barco oxidado, desmantelado, que emerge de la niebla. Esa escritura está en estas crónicas, también, en estos textos antecedidos por versos de Arnaldo Calveyra, Viel Temperley, Miguel Angel Bustos, entre tantos.
En sus crónicas, Duizeide retrata un territorio pero también, o sobre todo, unas personas, sus historias, sus quehaceres, sus desvelos y sueños, sus desesperaciones, sus quimeras. Ahí está, por ejemplo, Angel Cadelli o Lechuza, una vida de resistencia para sostener a fuerza de trabajo y militancia el Astillero Río Santiago. O la extraordinaria, inclaudicable aventura del capitán Fernando Zuccaro para rastrear, poner a flote y restaurar una goleta que ahora se llama Gringo. O Haroldo Conti y su Tristezas del vino de la costa, la última crónica que el escritor publicó en Crisis antes de ser secuestrado, en 1976, en la que narra su excursión a la Isla Paulino, como puerta de entrada a su universo. O, también, otra puerta, el Liceo como punto de partida para contar a Charlie Feiling, que hizo allí su secundario, unos años antes de Duizeide. La segunda parte del libro está dedicada a ensayos sobre escritores que contaron del mar, de navegar: Melville, Stevenson, Mutis, Hemingway. Este modo de consignar, de tirar fibras muy principales, no le hace justicia, porque la escritura de Duizeide abarca más, puede detenerse en un biguá y en el detalle de una arboladura, dar cuenta de la oralidad y sus bordes ásperos, llevar atrás y más atrás las geografías en el tiempo.
Escribe: “Conti era capaz de infinitos matices relacionados con el agua, los vientos, los cielos y el paso de las estaciones, con los colores, los rumores, los aromas del río y de las islas. Pero no se limitó a ser un paisajista. Su estuario no es naturaleza, sino territorio. Con sus hombres desasidos y a la orilla de todo, con sus barcos, con sus naufragios. Su río es de historias; es poesía; es metáfora. Cifra la conjunción del desarraigo existencial con los avatares políticos”. Cuando se le cita, a Duizeide, este tramo, dice: “Eso es lo que me gustaría hacer”.
Pero eso es lo que Duizeide hace.
Hay en la gauchesca y la pampa una tradición literaria más que arada, sembrada y abonada: no hay equivalente a eso para la cultura marinera. También, señala Duizeide, es escasa en el país si se la enfoca desde lo popular y lo laboral. En las ciudades con puertos, apunta, se incrementa un poco la cosa. “No hay una tradición, y eso está bueno –se posiciona–. Nosotros no somos como Inglaterra, que tiene una tradición bien náutica –-la más importante de Occidente–, popular y cultural en el sentido de bellas artes. Y ni siquiera nos parecemos en ese sentido a países como Brasil y Venezuela, o a la zona del Caribe. Y no es porque no tengamos costa, claro. Ahora bien, no es que falten expresiones de este tipo de relatos: lo que falta es esa continuidad, esa cohesión que conforma un género, ya sea por falta de lectura entre las obras de distintos autores, o de mirada crítica que venga desde afuera. Sin embargo hay cantidad de buenas obras y autores: Sylvia Iparraguirre y La tierra del fuego, Belgrano Rawson y El náufrago de las estrellas, Bernardo Kordon en varios relatos. Todos los autores argentinos tienen al menos algún relato. Pero ese bache, no tener que asumir un faro ya construido, te permite inventar tu propia tradición con los antecesores que se te ocurran. Y así ponés a Conti junto a Melville, a Kordon con Stephen Crane, cosa que en otra cultura sería más herético. De hecho creo que escribo sobre cosas que no le importan prácticamente a nadie, por lo menos en el plano del asunto; yo creo que, en el fondo, se escribe siempre sobre lo mismo, sea en la llanura de tierra o en la llanura de agua.”
Sostiene Duizeide que los temas de la aventura y los de la novela marinera no han variado mucho a través del tiempo: la soledad, la pérdida, la distancia del hogar, la fugacidad de la vida.
-Ahí hubo un rumbo, sí. Digo, como todo habitante de esta época, que trabaja de acuerdo con una serie de protocolos de hoy, me muevo en el mundo virtual, no voy a hacer una apología en contra de eso. Pero sí tengo una cierta desconfianza de las aceptaciones acríticas de todas las virtudes de lo virtual. A fin de cuentas pasa que uno vive, nace y muere en el mundo áspero y real, no en el virtual. Una primera dimensión que me interesaba rescatar era el territorio, meterme en uno con el cual, de cierto modo, me sentía en deuda, porque después de cinco años en el Liceo lo dejé, quedó en un plano lejano. Pero de a poco, cuando dejé de navegar como marino mercante, lo empecé a retomar para prácticas deportivas, paseos. Y como la curiosidad ficcional o periodística está siempre, entrás a buscar y a encontrar historias. Y cuando no las buscás pareciera que te buscan a vos. No cuentos, es raro pero de esta región no me salen; sí, en cambio, pude acercarme con crónicas. Acá me interesó, sobre todo, ver qué necesitaban o querían contar esas personas, sin importarme tanto que fuera verdad o no lo que contaban (después hice un chequeo y encontré de todo un poco, exageraciones, certezas). Me pareció una verdad muy fuerte que esa persona, ante mí y ante otros, constituyera su vida a través de ese relato. Esto lo hace la gente común, todo el tiempo. Y también los escritores de ficciones. La narración es una necesidad de todos, sepamos o no, ejerzamos eso de una manera más o menos consciente. Por eso me interesó, de algún modo, poner a Melville con estos otros contadores de historias.
Para que esta zona de Berisso fuera como Tigre faltaría, dice Duizeide, un Sarmiento que la inventara. Eso fue antes de que existiera Mar del Plata, de que hubiera transportes rápidos a aquellas costas. “Si Tigre fue un lugar de recreo de las clases pudientes esto, por el contrario, funcionó para proletarios, inmigrantes –contextualiza–. No tiene, de hecho, grandes emprendimientos turísticos, o de recreo; hay, más bien, enormes establecimientos fabriles y cosas que permanecen bastante salvajes. La mayoría de los platenses, e incluso de los ensenadenses y berissenses, desconocen la historia de este sitio: en río Santiago hubo un combate naval, durante la guerra con Brasil, y las naves de Brown fondearon acá durante la guerra de la Independencia. Berisso se funda a partir de un saladero: inmigrantes, anarquistas, socialistas, incluso un afluente del peronismo arranca acá. Durante la Revolución Libertadora hubo un combate aeronaval. Mucha resistencia peronista, militancia en los ‘70 y, también, un sitio muy castigado por la represión.” Cuenta Duizeide que una vez subió a lo alto de una grúa de los astilleros y miró alrededor: salvo la destilería de YPF y los astilleros, todo es ruina. Menem lo hizo, también.
“Creo que en buena parte de mis ficciones hay una nostalgia por un territorio perdido, y cada vez más voy pensando que no es solamente el mar, sino la juventud –dice–. Y cierta plenitud. Más que para contar cosas que me pasaron, uso los ambientes náuticos por varias razones que sirven para imaginar: poner a los personajes en un barco me libera de un montón de detalles que puedo dar por sentado y entonces consigo, así, centrarme en los conflictos que me interesan, experimentar qué les pasa a los personajes con sus miedos, sus dolores, sus fatigas, sus esperanzas. El barco es un escenario cotidiano que menciono a la pasada porque ya lo tengo visto.”
Duizeide señala que la inclusión de los versos como citas al comienzo de sus textos es parte del gran juego de escribir. “A mí no me sale escribir poesía, o no me animo, pero sí tengo una antología mental de poetas, o de poetas que estoy leyendo en el momento –dice–. Como decía, a falta de una tradición fijada, uno construye la propia. En realidad hay mucha más poesía que narrativa en relación con el agua, sobre todo con los ríos. Tal vez fue un modo de rescatar eso, de hacer explícita una tradición en la que me gustaría insertarme. Y también funcionan, un poco, como banderillas de que la lectura tendrá que ver con esos tonos, un aviso para el que entre a buscar datos concretos como, por ejemplo, la cantidad de barcos mercantes que había en la Argentina antes de la privatización. Ese dato, incluso, puede aparecer, pero más vale que lo busque en otro lado. Quise discutir con la cuestión del género crónica, que a esta altura del partido no sé muy bien qué es: está muy en boga, pero qué es. A mí me gustan las de Walsh en Confirmado, la de Conti. Las de Sara Gallardo, que son algo totalmente distinto, muy libres en el lenguaje, muy irreverentes. Las de Clarice Lispector. Y, como antecedente lejano, las aguafuertes de Arlt. Rafael Barrett”.
–Es muy complejo, tanto que recién a esta altura empiezo a tener una síntesis adulta e interesante de qué fue. Tené en cuenta que hice los cinco años y me fui a vivir solo al Buenos Aires de la efervescencia democrática. De muchas cosas tenía conocimiento por lo que se conversaba en casa, no por verlas en el Liceo. Me sorprendía la ferocidad y la venalidad con la que había intervenido la Armada, que fue el lugar donde me formé. Tenía claro que no quería saber nada con ser marino de guerra, por eso seguí la escuela de náutica y no la escuela naval. Y entré un poco por un equívoco: me tiraba mucho lo náutico y mi viejo me dijo “mirá, existe esto”. Pero de qué era lo militar ni idea, si tenía 12 años. Y cuando salís ya sos grande. Me resulta difícil procesar lo vivido con un repaso. Creo que mi negación con esta zona, que era como la peste para mí, tenía que ver con el Liceo. Fatalmente, como no puedo ir todos los fines de semana al mar, como me gustaría, empecé a relacionarme con el río, a ver la complejidad de esta región, que me parece una metáfora de la Argentina. Con el tiempo entré a indagar sobre qué fueron mis años ahí. Y desde uno de los textos del libro surgió una investigación que ya tenemos muy avanzada –junto con Daniel Ortiz, un viejo compañero–, en torno de los desaparecidos de la escuela. Que son muchísimos. Es un regreso a averiguar en qué lugar estuvimos metidos, un sitio donde tenías una formación académica excelente: de hecho sus profesores daban clase en los colegios secundarios de la Universidad, que son los mejores de la zona. Parece mentira, pero los programas de estudio eran muy avanzados, veíamos a Borges, por ejemplo, desde la matemática, la lógica y la literatura. A los 17 años leí, ahí, El extranjero en francés. Y en simultáneo estaba la rigidez militar: yo entré en pleno masserismo. La verdad, estoy muy agradecido de meterme a escribir recién ahora sobre esto, porque antes hubiera sido injusto con mi propia experiencia.
Duizeide piloteó cargueros, pesqueros y petroleros por mares y ríos, en el Barco Burdwood, en el Cabo de Hornos. ¿Cómo fue su cruce por el Estrecho de Magallanes? “Me embarqué de manera muy traumática, después de terminar de estudiar periodismo en La Plata, sin un mango y después de una relación traumática con una chica –cuenta–. Salí de Necochea, un lugar entrañable para mí. Y tenía un cagazo terrible, porque suponía que no iba a estar a la altura. Me podía llegar a mandar cagadas grandes. Estuvimos cargando varios días, llevábamos trigo a Perú, y cada noche pensaba mañana me voy a la mierda.” Pero al otro día me levantaba y seguía con mi laburo. La cosa arrancó muy mal, el barco estaba despedazado y en la primera guardia, por la noche, recién salidos, cruzamos una flotilla de pesqueros y descubrí que teníamos el timón automático roto y la radio inutilizada; el marinero que estaba conmigo tampoco sabía timonear. Así fuimos yendo para Magallanes: tuve suerte con el capitán, que me dio un nivel de confianza muy grande. Al llegar al estrecho me tocó pilotear a mí: un miedo tremendo. El mar ahí no es jodido, pero es como un laberinto donde es fácil perder la orientación y podés, tranquilamente, llevarte por delante una roca; el fondo también es de roca, con lo cual no podés fondear, una vez que arrancaste lo tenés que cruzar. Hay corrientes muy fuertes, y el barco tenía, además, mal las máquinas. Tan mal las tenía que, de hecho, pasamos la primera noche a la deriva, cosa que está prohibida. Paramos en Punta Arenas para arreglar el tubo colector de gases, que es como el caño de escape en los autos, un montón de horas, de noche. Me acuerdo de que nos pasó a treinta metros de distancia un petrolero árabe desde el que nos putearon en inglés. Porque nosotros no podíamos decir que estábamos en reparaciones, explicábamos que queríamos pasar la parte difícil con luz de día.
–Sí, sin duda. Y ganado a costa de mucho sacrificio. El mar necesita de un idioma muy preciso, porque necesita exactitud y a veces también velocidad. Y eso se consiguió a través de miles y miles de personas que lucharon con el mar, sufrieron y en muchísimos casos se ahogaron. No es una pavada confundir cursar con desviar: va la vida en eso.
–Creo que soy una persona que tiene casi cero orgullo en su historia: de lo único que tengo orgullo, y fuerte, es de manejar ese idioma. Y se relaciona con otra cosa, también: cuando escribo ficciones, la nostalgia no sólo tiene que ver con territorio y juventud perdida sino con la pérdida del sentido de pertenencia a una tripulación. Es muy fuerte, eso. Jamás sentí algo parecido en mi vida.
–No, no tuve demasiadas dudas. En otros ámbitos está medio prohibida, digamos: en ficción se trata de un personaje, y en periodismo tiene el camino más amojonado. Así que me dije que este era el momento. Podría haber contado desde un falso narrador omnisciente, que te cuenta una versión del mundo y un poco la esconde desde esa perspectiva, pero me incliné por esto. Esto es una mirada, un paseo conmigo por esta zona y esta literatura.
–No lo sé, no lo sé todavía. Nunca tuve uno; el más personaje fue Kanaka, incluso en su momento me propusieron una secuela y dije que no, quería hacer otras cosas. Pero me encantan esos personajes; así como en la música popular me parecen maravillosos los tipos que logran convertirse en anónimos a la vez que están en todos lados, un Yupanqui, ponele, este tipo de personajes de la literatura después se multiplican por un montón de vías que, obviamente, incluyen a los grandes medios. La mayor parte de la gente no leyó Frankenstein, por ejemplo, pero ven una representación suya y lo reconocen. Me parece que Maqroll el gaviero, de Alvaro Mutis, se acerca bastante a eso. Para un autor es impresionante: es como si fuera un dios que de la nada creó algo que perdura y se multiplica a través del tiempo.
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