Dom 27.03.2011
libros

Ojos bien abiertos

Buenos Aires se debate entre la crisis de comienzos de siglo y un verano húmedo y pegajoso. Desde la terraza de su departamento céntrico y derruido, un hombre percibe la decadencia del entorno y la confronta con un pasado de tango y carnavales. En La vida privada, Rodolfo Rabanal vuelve sobre la senda de El apartado, su primera novela, con un estilo culto y popular a la vez, en un notable trabajo de escritura que, según explica en esta entrevista, también es una reflexión sobre el lenguaje de la generación del ’70.

› Por Angel Berlanga

Anda por los cincuenta y pico, nació allá por el ’40 en Nueva Pompeya y lo que cuenta puede situarse alrededor del 2000, todo esto año más, año menos. La cosa puede ubicarse, eso sí, en un febrero pegajoso y pringoso, como suele ocurrir durante los veranos en Buenos Aires, y más si se vive, como este hombre, en un viejo departamento de Tacuarí y Avenida de Mayo, Centro pleno y marchito de esta ciudad. Hay de sobra causas para el agobio y el sofocamiento, pero este protagonista está libre del reflejo de despotricar –se inclina por piantarle a ese tic tan porteño y también a las razones de ese despotricar– y enfoca en lo que le gusta: tomar notas, escribir con su lapicera sobre papeles amarillentos, y las mujeres. “La francesa del piso de abajo, por ejemplo”, escribe respecto del segundo de estos gustos; “la imposibilidad de seguir novelando como se noveló hasta ahora”, teoriza respecto del primero, aunque quizás, aclara, sea él quien carece de esa capacidad.

Podrá parecer algo impreciso ese primer párrafo y, sin embargo, bien podría tomarse como un exceso de coordenadas, un atentado de precisión contra las sustancias de las que busca dar cuenta Rodolfo Rabanal en La vida privada, la novela que acaba de publicar. El tipo, este hombre, el protagonista, es en este libro “el que percibe”: su nombre será dicho al oído de esta mujer francesa, pero el lector no alcanzará a oírlo. Muy progresivamente, “el que percibe”, que tiene una notable incorrección política al momento de dar cuenta de sus percepciones, va contorneando lo que le interesa y, a la vez, terminará esbozando un sentido escurridizo: el íncipit. El principio. ¿Dónde y cómo comienza una novela, dónde y cómo comienza una relación sentimental? ¿Y dónde comienza, dónde desemboca el gusto por ambas? Desde la infancia acude “al que percibe” una palabra: Zappa. Es el apellido de dos hermanos de Pompeya que bailaban lindo y concentraban las miradas de las chicas en las milongas. Y, con eso, llegan también las sensaciones de infancia y adolescencia, la bajada de línea contenida de la familia, el encajete con la tía Gladis, alguna escena con Dani la Rubia. La intensidad y lo indeleble de los comienzos (los nacimientos), la angustia y lo definitivo de los finales (las muertes), acaso se relacionen con la búsqueda por dar con una alternativa a la trama tradicional.

“Yo en realidad estaba en contra del personaje, de los personajes y de todo, harto de la novela tal como la conocemos siempre, tal como la disfrutamos y la padecemos”, dice Rabanal en el departamento que una amiga le presta cuando llega a Buenos Aires desde las afueras de Punta del Este, donde vive hace catorce años. “Estaba con ganas de hacer una fragmentación total del mundo narrativo –sigue–. De ahí que el personaje fuera nada más que una percepción, ni siquiera una entidad absolutamente física. Ni nombre me atreví a ponerle. Es una especie de intelectual, también él. Y desde la terraza absurda de su departamento, desde ese panóptico, ve el mundo. Una especie de malquistado con la realidad. Se mete en un restaurante chino que adora, pero es un personaje que no quiere identificarse con nada, más bien busca perderse. Inclusive quise que la conexión de tiempos, de presente y pasado, no esté anunciada: como si el pasado fuera una ocurrencia. Está perdido en medio de una neblina, este pibe, como si fuera un alucinado.”

“Quieren saber si esto es un diario auténtico o falso, o un texto puro cuya intención consiste, acaso, en el registro de impresiones aproximadamente cotidianas, de acontecimientos y situaciones de inmediatez fragmentaria”, anota Rabanal a partir del narrador, el que percibe. “Qué es (imagina que le preguntan). Por momentos (imagina que responde), se trata de acumulación y desarrollo de lo inacabado, también de lo no comenzado del todo, siempre. (...) Discontinuidad, cierto caos, pero no tanto, cierta pérdida de la identidad pretenciosa, transcripciones volátiles, pero (imagina que subraya) aquí se registran también precisiones, desvelos, emergencias inesperadas en la trama ¿qué trama? La trama, siempre se produce una trama donde verifico (imagina que dice) el paso cauto de una araña de patas largas en la retícula leve de su tela asesina. Sin embargo (imagina que rectifica), jamás se puede estar seguro de nada. Lo malo es que todo se escapa por un agujero en el fondo.”

La idea de La vida privada es, en parte, registrar eso, lo que se escapa, y buscar darle una forma a ese fluir.

La vida privada. Rodolfo Rabanal Seix Barral 198 páginas

ENTRE MUJERES

Y esa cabeza mantiene a raya algunos asuntos: la televisión y los medios, la tecnología y la informática, el debate político-económico, el desplazamiento más allá de algunas cuadras (y aunque irrumpa el pasado en Pompeya sigue siendo ahí, en su cabeza). Casi no hay referencia alguna a los hijos o a los padres. Están, sí, como “hurtos al realismo”, los cartoneros y los mendigos, a quienes el que percibe define como “los desclasados”, “una especie de gran monstruo que va perdiendo escamas”. Y los personajes que cruza en su cotidiano: Teresa, una ex amante que administra un café; el Visigodo, un desclasado que es acogido por una amiga de Teresa; un cura que se hace cortar las uñas de los pies por una pupila; Huang y Tang, las camareras del restaurante. Y la vecina francesa, que sostiene que el sexo es lo que más le interesa en esta vida, asunto que entusiasma a nuestro (anti) héroe. “Me divirtió mucho escribir esas escenas sexuales –se ríe Rabanal–. Son como chistes con esa especie de pasión encerrada, anímica, distinta a cuando se tiene veinte años. Ella dice que es infiel por naturaleza, odia la fidelidad. El no dice nada: aparentemente es igual.”

Observa Rabanal que en este libro apareció una variante en cuanto a su modo de contar. “Desde hace años vengo pensando que tenemos un idioma argentino, y no el que inventó Borges, sino otro –arranca–. Un idioma que empezó a popularizarse con mi generación, el grupo que empezó a publicar alrededor de los ’70.” Nombra a Piglia, a Fogwill, y sigue: “Gente de esa edad, algo más, algo menos –Rabanal nació en el ’40–. Tenemos un idioma culto, preciso, pero a la vez es más polvoriento, un coloquialismo mucho más atorrante que el de Borges. Más parecido a Arlt, salvo que él pertenece a los ’20. Ese turrito de Arlt es auténtico, es la expresión total de nuestra habla. Creo que nosotros retomamos eso y mantuvimos a la vez lo culto en el sentido de saber y tratar de expresarse en una manera impoluta. Y creo que yo, acá, es la primera vez que dejo fluir esa voz, porque el tipo habla como habla el argentino. Nunca dice hacer el amor: dice coger. Dice pija, cuando hay que decirlo. Y sale naturalmente.”

“El que percibe” lo remite, de algún modo, al protagonista de su primera novela, El apartado, publicada en 1975. “No por el tratamiento, porque acá hay un referencialismo más deliberadamente tosco, pero sí por el espíritu –señala–. Naturalmente, yo era muy joven y lo que se avecinaba era el horror, años de aplastamiento: aquel personaje veía venir eso. Y acá no, acá eso pasó, y quedan los cartoneros, tipos sueltos que no tienen laburo y viven en los rincones, desclasados, digo ahí, y es como que no pasara más nada. Acá la preocupación del tipo no es señalar lo que se viene como ominoso: no, ya está, y se hace lo que se puede. Es casi un resignado, entendió que el mundo es ése. En eso se diferencian, pero tienen en común esta característica de anti o contra personaje. El de El apartado tampoco tenía nombre, se lo cambiaba según la necesidad. Y también había un mundo de mujeres, que siempre son tres: me encanta la idea de las tres gracias.”

El tema del amor, de la relación con las mujeres, es uno de los temas de tu obra.

–Yo creo que está en todas las novelas, en todos los trabajos. Y pasa eso, siempre hay tres mujeres rondando, como si no se pudiera amar a una sin que hubiera otras dos haciendo una luz de sesgo. Un disparate típicamente psicoanalítico, quizás.

¿Y qué pensaste sobre esta presencia en tu narrativa a lo largo del tiempo?

–Tiene que ver con la naturaleza, está en la vida, ¿no? Somos mirados y definidos por la mirada del otro, tanto como nosotros definimos al otro al mirarlo. La mirada de la mujer tal vez defina un aspecto tuyo como hombre, digamos, que signifique para tu vida A o B, mucho o poco: no sabemos, dependerá de cómo te vean las mujeres. Pero uno es también una construcción para las mujeres, ¿no es cierto? Después, en tanto persona, pueden verte de una misma manera tanto un hombre como una mujer. Probarse, también, con el amor y con las mujeres es atravesar otro terreno, otro misterio. Y está la idea de ese mundo tan especial de las mujeres a partir de la madre misma. Es decir, me resulta muy interesante como presencia, para el bien como para el mal, para irritarme, para complacerme, para encontrar un lugar en el mundo y también para escapar de ese lugar. Es un lugar de conflicto tanto como de acogimiento.

¿Y cómo juega este asunto de las tres gracias?

–Me gusta mucho seguir ese tema. La figura viene del remoto pasado, de las ideas helénicas de la antigüedad, pero adquiere fama en el Renacimiento: ahí es donde aparecen las tres mujeres en la relación distributiva y retributiva. Las tres gracias van a dar alegría, consuelo y esperanza. Y hay un café en Roma, el Canova, en la Piazza del Poppolo, un lugar precioso para no hacer nada, mirar y oler y qué sé yo, cuyas servilletas tienen como emblema a las tres gracias. Y entonces yo me lo agarré, lo guardé, y en el libro El roce de Dante, hablo de esto. Tengo la atención puesta en ese detalle. Hay algo más, muy importante: las mujeres son bellas.

MAS LIBRES QUE NUNCA

Hay otros puntos de contacto con su primer libro: el interés por el principio, por ejemplo. “El apartado empieza con esa pregunta: ¿cómo empezar? De qué manera. Hasta parece una pregunta técnica, de carácter formal –dice Rabanal–. En algún momento todo empieza. Todo: la vida de uno, las cosas, las decisiones, las relaciones, y siempre hubo algo antes. ¿Qué voluntad había, qué fuerzas, qué mundo que yo ignoraba? ¿Qué fue lo que determinó el íncipit? Eso, además, es un tributo y un homenaje a los clásicos, Dante y todo eso, un mundo que me fascina bastante, tal vez porque está lejos y no me contamina.”

En El apartado aparecían también descripciones de Pompeya, donde nació y se crió Rabanal. “Pero acá es la primera vez que nombro al barrio taxativamente –dice–. Mejor no verlo, ahora: está muy feo, muy abandonado.”

“Mi abuelo llegó ahí siendo muy joven –cuenta– y puso un almacén de ramos generales, era campo eso. Ahí empezó. Tenía relaciones con el Tigre Millán, un pistolero de Alsina, que cruzaba el puente y le cuidaba el negocio y la familia cuando salía con el sulky a proveerse en el Centro. Y él le regalaba algunas balas, comida, le pagaba con eso. Una época que no conocimos, ninguno, porque te estoy hablando de 1890, más o menos. Pompeya y más allá la inundación, como dice ‘Sur’. Esto resurgió porque el año pasado fui a una milonga, ahí en el sur, con Jorge Mara y Edgardo Cozarinsky, y me acordé de la milonga de aquellos años, que era distinta. Más natural, más inmanente era ir ahí, la gente iba; hoy, en cambio, implica una actitud. Aquellos grandes milongueros eran los que hacían punta y tenían más éxito, aunque fueran dos ratas como estos hermanitos Zappa, que eran ridículos pero bailaban tan bien que las mujeres estaban chochas con ellos.”

“Y hay otra cosa ahí, en el libro, que no sé cómo decirte –sigue evocando–. Una descripción de un Carnaval, con el Chico Pálido que mira todo debajo de la mesa: eso sí es muy referido, me pasó a mí. Veía las piernas de las mujeres desde ahí, ese juego de tendones, de fuerza y de abandono, la transpiración, los olores. Eso fue algo vivido y, recuerdo, me quedó una idea de mundo ajeno. Le tomé odio al tango en ese momento, antipatía. Después lo recuperé, claro. Mi generación fue antitanguera: fuimos jóvenes en los ’60 y éramos más bien de los Beatles, esas cosas. Hoy me parece ridículo.”

Como para sus libros anteriores, Rabanal fue tomando notas en cuadernos que luego trabajó en computadora. “Yo siento necesidad de escribir –dice–. Busco más del mundo y más de mí a través de la escritura. A mi edad ya leí casi todo... No leí nada, pero no importa, uno siente que leyó todo y que es difícil encontrar algo nuevo que movilice las neuronas. Y entonces vuelve a los clásicos, pero también se aburre. Y ahí pienso: ‘Bueno, a ver si escribo algo que me gustaría leer’. Esa es una opción. Acá, además, quería hacer esta especie de desafío formal, si querés, de lenguaje y omisiones. Una novela de fragmentación, no clásica. No Vargas Llosa.”

Poco después de la publicación, dice, relee sus novelas una vez más y ya no vuelve. “Me deprime, no puedo releer mis libros”, se ríe.

¿Por qué?

–Y, es el pasado. Ya no soy ése. Hay una cosa con el tiempo. No soy melancólico en el sentido mórbido, más bien soy reactivo, pero me distingo aspectos que se parecen mucho a la melancolía y rehúso estar ahí. Las relecturas a veces me llevan a un pasado innombrable: ¿Qué hago acá? Hice esto y esto, por qué, dónde estaba, qué disparate... Nunca me juzgo placenteramente. Es medio raro, tengo una relación neurótica para hablar de esto.

“El que percibe” dice, casi al comienzo, que la mayor parte de la ficción que hoy se escribe está concebida para la tele. ¿Qué pensás vos?

–Sí, es una bravuconada mía. Yo creo que se escribe para dos minutos, para tener presencia un rato. Y no hablo sólo de la Argentina: me refiero también a los españoles, que me tienen hasta acá con sus novelones. Tanto es así que leo sobre todo poesía, que hoy me interesa más que la prosa. Y si la prosa viene de la poesía, mejor todavía. También ocurre que para que haya escritura tiene que haber lectura, un interlocutor válido, un tipo que me complete con su lectura, y eso no es común. Sentía eso mientras escribía. Fijate, pensá en esto como dato: hay una canción de Favio del año ’66 en la que habla de una flor, está enamorado, y dice “cada vez que veo a una piba como vos, con un libro debajo del brazo...”. Era común ver a una chica con un libro debajo del brazo. Y hoy no. Bueno, esa relación con la literatura está no perimida pero sí diluida, la gente recurre más a lo visual, es más fácil. A eso me refiero. Si yo pudiera hoy escribir para la tele, tendría éxito.

¿Y esa percepción acerca de lo que se escribe hoy no tendrá que ver, también, con cierta fatiga de lectura?

–Claro que sí, que hay una fatiga, o puede haberla. Pero esa misma fatiga, ¿es trasladable a los medios visuales? Tal vez no sea yo la medida, porque viví la televisión recién en la adolescencia y nada que ver, había uno o dos canales. No sé qué pensarán los chicos de la televisión, si el hecho narrativo ahí tiene la misma captación que en un género literario, cualquiera sea. Probablemente la narrativa televisiva capte de manera absoluta por la pasividad que implica. Vos estás ahí, viendo: chau. En cambio la literatura es un trabajo, tengo que disponerme a leer. Ahora, para lo otro siempre tengo tiempo, para la literatura no.

“Entonces, la escritura que se produce para el mundo de hoy, ¿está dirigida a quién? –se pregunta Rabanal y encara hacia el final–. ¿A quién? ¿A un pibe que ve televisión entre cuatro y seis horas por día o a un tipo que lee cuatro? Esto último no existe, casi. Hay que luchar muchísimo para sostener la existencia de un género literario en estas condiciones, con esta escasez de interlocutores válidos. Lo cual, al mismo tiempo, nos da una libertad enorme. Yo vengo sosteniendo que somos muy libres: como nadie nos da pelota, gracias a esta indiferencia podemos decir lo que queramos. No vale la pena escribir hoy sin la osadía de decir lo que uno quiere. Hay gente que se cuida: yo creo que no hace falta. La literatura hoy te invita a que seas absolutamente vos mismo y tiene todo para hacerlo, porque los controles son mínimos. La democracia consiguió eso: no tener censura política, ni de los gustos, los hábitos y las cosas que se hacen. Lo que te censura es el mercado, y nada más.”

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