“Aballay” es un excelente relato de Antonio Di Benedetto que funciona tanto como un escalón en la renovación de la literatura gauchesca rioplatense cuanto como un western norteamericano. No por casualidad este cruce es el que se encuentra en el origen de la adaptación del cuento que hizo el director Fernando Spiner y que se estrena en los próximos meses. Mientras tanto, Adriana Hidalgo publica Aballay, un combo que incluye el relato de Di Benedetto, el guión de Spiner y una versión gráfica de Cristian Mallea. Aquí se publican unas notas que escribió el propio Spiner sobre el cruce de western y gauchesca, su encuentro con la sobrina del gran director Hugo Fregonese y los inolvidables avatares del rodaje en tierras de la comunidad Amaicha.
› Por Fernando Spiner
Hay coincidencias geográficas y sociales entre la vida rural del Lejano Oeste norteamericano y la pampa sudamericana: las grandes extensiones no conquistadas, los hombres que viven a caballo y la ley ausente, que deja lugar al culto de las armas y la pelea; el relato agrega los componentes de la venganza y el duelo, que es una problemática propia del género humano y aborda, así, una temática de alcance global.
“Aballay” es también un nuevo abordaje en la gauchesca, con el desafío de salirse del estereotipo de la gauchesca pampeana (en esta ocasión, es el gaucho habitante de los Valles Calchaquíes con su importante influencia indígena) y de redescubrir al gaucho como personaje, con la liturgia de sus armas, su relación con la ley y su íntima vinculación con el caballo, protagonista fundamental de la colonización.
Aballay, la película, retoma un género con una tradición que, entre otros títulos, abarca Nobleza gaucha (1915), de Humberto Cairo, Enrique Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, primer éxito del cine argentino: Pampa bárbara (19459 de Lucas Demare y Hugo Fregonese; y Juan Moreira (1973), de Leonardo Favio.
A fines de 1987, de regreso de Roma, empecé a alquilar una casita en el arroyo La Perla, en las islas del Delta. Su dueña, Clarita Fregonese, cuando se enteró de que yo era cineasta, me contó que era sobrina del legendario director Hugo Fregonese.
Yo ya tenía en esa época la ambición de filmar un western, y Pampa bárbara, película que Fregonese codirigió con Lucas Demare en 1945, era el gran referente de ese género en la Argentina.
Cuando le manifesté a Clarita que había visto algunas películas de su tío, como Pampa bárbara, Apenas un delincuente y La mala vida, me contó que Hugo Fregonese había muerto pocos meses atrás, en esa misma casa que yo ahora alquilaba.
Cada mes, visitaba a Clarita para pagarle el alquiler; en esos encuentros siempre surgía entre nosotros una charla sobre su tío. Ante mi creciente manifestación de interés, Clarita me reveló que poseía objetos que su tío había ido guardando y que le había legado luego de su muerte.
En el siguiente encuentro, Clarita me mostró un viejo poster de un film llamado Harry Black and the Tiger con Stewart Granger y Barbara Rush, que Fregonese había filmado en la India en 1958.
Después me alcanzó una foto de Enrique Muiño (caracterizado como Rotwang, aquel inventor de Metrópolis) en la película Donde mueren las palabras, de 1946.
Con cada nuevo objeto de Fregonese que Clarita me mostraba, me iba interesando más y más en su figura. Así fue que vi una foto de Fregonese dirigiendo a Cyd Charisse y Ricardo Montalbán durante el rodaje de Mark of the renegade; el poster de Untamed Frontier, con Joshep Cotten y Shelley Winters; el poster original y la versión en español de Blowing wind, un film notable, con Gary Cooper, Barbara Stanwyck y Anthony Quinn; folletos de The Raid, con Lee Marvin y Anne Bancroft; el poster de Apache Drums, película producida por el mítico Val Lewton, y el poster original de Black Tuesday, con el extraordinario actor Edward G. Robinson, todas películas que Fregonese dirigió en Hollywood, siendo el único director argentino que tuvo una carrera relevante en el cine norteamericano. Muchas de las películas estadounidenses de Fregonese son westerns, lo que además lo convierte en el director salido de estos pagos que más películas de ese género ha dirigido.
Más adelante, Clarita me mostró un folleto con Peter Ustinov y Carla del Poggio, protagonistas de I Girovaghi, película que su tío había dirigido en 1956 ¡en Italia!. En ese mismo país dirigió Marco Polo.
Al cabo de un tiempo ella comenzó a regalarme algunos objetos que habían sido de Fregonese. El primero fue una especie de revista de ocho páginas con fotos y comentarios de Apenas un delincuente, que dirigió en 1948 con Jorge Salcedo como protagonista; luego una foto de Fregonese a los treinta años (la edad que yo tenía entonces) vestido con traje y corbata; después, un guión encuadernado en cuero, basado en el Quijote, que iba a filmar con Anthony Quinn.
Así, poco a poco, me fui armando mi propio santuario dedicado a Hugo Fregonese, la coronación fue cuando luego de varias charlas sobre Pampa bárbara, Clarita me regaló el guión original, con anotaciones que el propio Fregonese había hecho, y el poncho que él mismo había usado durante el rodaje de aquella, su primera película.
Con el tiempo tuve que dejar de alquilar la casa y no volví a ver a Clarita.
Atesoré aquellos objetos de Fregonese durante veinte años, hasta que pude hacer un western, y entonces los llevé a la filmación de la película, en los valles Calchaquíes tucumanos. Y estuvieron conmigo, acompañándome, en mi cuarto de hotel, durante todo el rodaje, y cada mañana los saludaba antes de irme a filmar.
Cuando conocimos Amaicha del Valle, en la provincia de Tucumán, hubo varias cosas que nos sedujeron de ese lugar. El hecho de que lloviera muy poco durante el año era un elemento importante para un film como el nuestro, donde abundan los exteriores. La localidad de Amaicha contaba con la infraestructura necesaria para alojar a los setenta integrantes de nuestro equipo. En esa ocasión, supimos que las tierras pertenecían a la comunidad de los Amaicha, poseedores de una cédula real de 1716 que se las adjudica.
Tuvimos el tino de pedirles su permiso para filmar allí, y ahí se nos abrió un nuevo universo. El primer encuentro fue entre el cacique Eduardo Nieva y su Consejo de Ancianos, y el director de fotografía, la directora de arte, el director asistente, el productor ejecutivo y el director de la película. Muchas fueron las coincidencias y el entusiasmo que provocó ese encuentro hizo que nos llevaran a conocer lugares secretos de increíble belleza pero de muy difícil acceso. Hicimos un acuerdo para arreglar los caminos de acceso a esos lugares de manera que a ellos les permitiera explotarlos turísticamente en su pequeña escala y a nosotros nos permitiera acceder con todos nuestros equipos.
En ese lugar construimos una pulpería que luego de la filmación se transformó en un centro cultural de la comunidad Amaicha, llamado Aballay. Alquilamos sus caballos, aperos y ranchos de adobe para el rodaje, y muchos de ellos actuaron en la película como habitantes de La Malaria, peregrinos de la procesión y también como actores en la banda de Aballay. El indio de la película, llamado Pastrana, es el heredero del mítico Juan Pastrana que en 1872 viajó a caballo hasta Buenos Aires a pedir al Poder Ejecutivo nacional que interviniera para que los indígenas de Amaicha no fueran desalojados.
Al iniciar el film, la gente de la comunidad hizo una fiesta de la Pachamama para bendecir la película. Alrededor de la “apacheta” (estructura de piedras donde se dejan las ofrendas a la Pachamama), indígenas de la comunidad Amaicha y miembros del equipo técnico pedimos por el éxito de la empresa que emprendíamos juntos. De ambos lados cumplimos con los acuerdos pactados y disfrutamos de una vivencia cultural que nos enriqueció mutuamente.
Al terminar la película sabíamos que esa experiencia sería inolvidable para todos.
Las palabras del cacique en su saludo de despedida fueron muy conmovedoras para nosotros. Nos dijo muy emocionado: “Después de esta experiencia, volvemos a creer en la palabra”.
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