Como no podía ser de otro modo, la ciudad de Nueva York fue y es escenario y protagonista de numerosas obras de la literatura norteamericana y alrededores. Mientras Nueva York del inglés Edward Rutherfurd sobrevuela la ciudad desde su fundación al atentado a las Torres Gemelas y un cierre en plena crisis de 2009, el volumen Nueva York de ediciones Sexto piso reúne nueve piezas de Henry James, desde novelas como Washington Square a relatos poco conocidos como Impresiones de una prima o La vieja Cornelia, con selección y prólogo a cargo de Colm Tóibín. Un viaje a la ciudad de mediados del siglo XIX que le produjo a James tanto rechazo como posterior nostalgia por el paraíso perdido de la infancia.
Por Rodrigo Fresan
Desde el principio de sus tiempos –desde que en 1613 los holandeses rebautizaron la isla de Manna hata como Nueva Amsterdam– Nueva York siempre ha funcionado bien como telón de fondo o de frente para los escritores. Gótica para Batman, metropolitana para Superman, destino final de todo King Kong y de la última Godzilla, capaz de albergar a un tiempo y con poca diferencia de calles al taxista psicótico de Martin Scorsese o al intelectual neurótico de Woody Allen, sobran novelas y falta espacio para enumerar a todas las que transcurren allí. Pero ¿cuáles serían los grandes e ineludibles títulos en los que la topografía –y de hombres y mujeres moviéndose en ella– de esta ciudad se convierte casi en personaje protagónico? Un listado parcial –y, desde ya, muy personal; me niego a incluir a Sex and the City– incluiría a La edad de la inocencia de Edith Wharton, El Gran Gatsby de F. S. Fitzgerald, La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe, Manhattan Transfer de John Dos Passos, Llámalo sueño de Henry Roth, Sombras sobre el Hudson de I. B. Singer, El guardián en el centeno de J. D. Salinger, Desayuno en Tifanny’s de Truman Capote, Cuento de hadas de Nueva York de J. P. Donleavy, las crónicas de Joseph Mitchell y muchos de los relatos de John Cheever para The New Yorker, La vida fácil de Richard Price, Trópico de Capricornio de Henry Miller, American Psycho de Bret Easton Ellis, Luces de neón de Jay McInerney, la Trilogía de New York de Paul Auster, Maldición eterna a quien lea estas páginas de Manuel Puig, Las hermanas Grimes de Richard Yates, Carpe Diem de Saul Bellow, Netherland de Joseph O’Neill, Chronic City de Jonathan Lethem, Martin Dressler de Steven Millhauser, Los hijos del emperador de Claire Messud. Y llegado este punto, de pie frente a mi biblioteca, comprendo que me será imposible censar todas y cada una de las veces en las que, feliz, fui y volví de Nueva York sin salir de casa pero entrando en tantos libros.
Problema –el de abarcarlo absolutamente todo– que jamás parece haber tenido Edward Rutherfurd (inglés nacido Francis Edward White en 1948) y cuya hipotética solución vuelve a proponer en su nuevo mamotreto crono-geográfico: Nueva York (Roca Editores). Y es que Rutherfurd no se conforma con narrar algo que transcurra en unos pocos días o en algunas décadas. Lo suyo son los siglos y hasta los milenios. Y habiendo ya agotado Stonehenge, Londres, Rusia e Irlanda, llega con sus maletas a la Gran Manzana para aplicar allí una receta que le ha dado más que buenos resultados de ventas: Efemérides + lugar + familia.
Rutherfurd –descendiente directo de James Michener y de otros best-sellers de los ’60 y ’70– es un entusiasta practicante de la Ficción CinemaScope (pero sin David Lean detrás de la cámara) y de la Trama Mini-Serie (pero no producida por la HBO o la AMC sino para el gran público de los canales abiertos) y para más detalle allí está esa virulenta sátira neoyorquina de Rick Moody, The Diviners, donde se ríe mucho y muy bien de este tipo de engendro.
Aquí todo arranca en 1664 con el arrivo del colono Dirk van Dyck (gran nombre para un actor porno, pienso) llegando hasta, por supuesto, ese gran día/telón para todo libro manhattanesco: el 11 de septiembre de 2001 (con epílogo en el 2009; Rutherfurd no iba a perderse una mención al último crac de la Bolsa). Entre un extremo y otro, la saga total de varios apellidos (los ya invocados y holandeses Van Dyck a los que se les suman los británicos Master, los italianos Caruso, los irlandeses O’Donnell, los alemanes Keller, los judíos Adler, y a no bajar la guardia porque en cualquier momento caen a la fiesta los españoles Alcántara de Cuéntame). Todos ellos aquejados del Mal de Zelig (estar siempre allí donde sucederá algo importante) y del Síndrome de Fodor’s (sus conversaciones parecen salidas de una guía turística: impagable, cerca del final, ese diálogo entre padre e hija en el que se habla del Dakota, del asesinato de John Lennon, del solar en el Central Park que conmemora la memoria del beatle asesinado, del significado de la canción “Imagine” y se remata con un “Manhattan era un territorio de caza indio cuando llegaron tus antepasados” y Broadway era un camino indio, para enseguida enumerar a todos los alcaldes de la ciudad). Así, Nueva York sería mucho más útil –no mejor; apuntemos que el estilo de Rutherfurd está bastante lejos del de E. L. Doctorow a la hora de “hacer Historia”– si incluyera un índice onomástico. En resumen, el periodista neoyorkino Pete Hamill lo hizo mucho mejor en su Forever y siempre me sorprenderá que alguien lea algo como Nueva York pudiendo leer esas muestras excelsas de la gran novela culta de entretenimiento intergeneracional que son Poderes terrenales o Cualquier hierro viejo de Anthony Burgess o Un millonario inocente de Stephen Vizinczey.
Y si Rutherfurd es macro, entonces Henry James es micro y la recopilación de sus relatos y nouvelles neoyorquinas –con sus personajes contenidos y tensos– acaso sea el mejor remedio para tanto frenesí patronímico. Antologados por el especialista jamesiano Colm Tóibín –autor de El maestro, la magnífica biografía novelada de James– en este voluminoso Nueva York (Sexto Piso), se recuperan nueve piezas que incluyen a clásicos del trauma familiar como Washington Square o fantasmagorías sobre el tema del doble y el retorno como El alegre rincón (destilado que hizo su autor de la inconclusa El sentido del pasado) a piezas menos frecuentes. En todas, Nueva York no sólo es el escenario físico sino, además, una reiterada preocupación del autor neoyorquino de nacimiento que siempre la contempló –de cerca o de lejos– con recelo, cuando no con ira. James –como bien apunta Tóibín en un esclarecedor prólogo que, de por sí, justifica el volver a parajes ya frecuentados por los seguidores del autor de Otra vuelta de tuerca– nunca soportó a la ciudad más allá de sus años de infancia y de un trauma físico y psicológico nunca del todo esclarecido durante su pubertad. James sentía temor por la compulsiva voluntad de cambio y crecimiento de la ciudad a la que, en sus escritos como turista en ese “pueblo terrible” recopilados en La escena americana, le diagnostica una inseguridad patológica: “La verdadera razón de su energía es que no cree en sí misma y fracasa al intentar persuadir, incluso a precio de oro, de que lo hace”. Es –está claro– una opinión discutible brotando de la pluma de un londinense adoptivo y profesional que, casi enseguida, disfrutó sometiendo a sus personajes norteamericanos y neo-mundistas a las presiones del extranjero y viejo mundo.
Rutherfurd –otro inglés de visita– no tiene problema alguno con esa energía estrepitosa. De hecho, se nutre de ella caiga quien caiga, torres del World Trade Center incluidas. Por su parte, James –quien tal vez en un último y reconciliador gesto bautizó como New York Edition a la revisión final y prologada por él mismo de sus obras completas– prefiere narrar el sonido, más delicado pero igualmente ominoso, que hace la puerta de una habitación al cerrarse tras la salida sin retorno de un trepador sentimental. Y detalle curioso: la portada moderna del Nueva York de Henry James le quedaría mejor al Nueva York de Rutherfurd, cuya portada más retro le iría mejor al primero.
Y hasta ahí –me temo, me alegro, pocas veces dos libros más diferentes se llamaron igual– llegaría toda relación entre un viajero y otro.
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