› Por Colm Toibin
Henry James lo dejó claro desde el comienzo de su carrera literaria: no sería un novelista popular ni un comentarista de costumbres, sino que trabajaría desde el otro lado del espejo; hablaría de los entresijos y la vaguedad de las relaciones de los hombres, y especialmente de las que se establecían entre los hombres y las mujeres, ése sería su tema. La duplicidad y la avaricia, el desencanto y la renuncia, temas que luego se convertirían en algunos de los centrales de su obra, fueron vividos también por el novelista James en su esfera privada. Fue precisamente su talento el que hizo que aquella esfera se convirtiera a la vez en algo más amplio y dramático que ningún otro espacio sujeto a las leyes de gobierno o negocio alguno.
El propio James tenía también un carácter complejo, ambiguo y con tendencia al secretismo, y hay muchos aspectos de su vida que están aún por resolver. Su personalidad, al igual que la prosa de su última época, pertenece al terreno de esas cosas que no pueden ser descritas con facilidad, en las que los matices son más importantes que los hechos y el temblor vacilante de la conciencia es más interesante que el mismo conocimiento. James fue, por encima de todo, muy cauto. Fue el artista supremo en todo cuanto concierne a la estructura y el tono de la ficción, se especializó en un deliberado y consciente ejercicio de control y en ningún momento pretendió mostrar su alma al lector.
Aún así es posible leer entre líneas las obras de James buscando pistas y tratando de desentrañar los momentos en los que el autor está más cerca de desenmascararse a sí mismo. Algunos de sus relatos, escritos con apresuramiento y por razones económicas, nos ofrecen tal vez más de lo que pretendían.
Es ahí, más que en las novelas, donde el autor está cerca de abrir un resquicio, por ejemplo, en la tremenda armadura de su sexualidad o donde nos permite echar un vistazo a sus más profundas y oscuras preocupaciones. Entre esos cuentos podrían incluirse “El alumno”, “El autor de Beltraffio” y “La bestia en la jungla”. Los relatos son cuidadosos y reservados, pero de ellos se colige que el tema del amor ilícito o el de la lealtad malentendida le interesaban profundamente, al igual que el de la frigidez.
De ese modo es posible rastrear en James, a veces involuntariamente, otras de forma inconsciente y otras mediante su obvio deseo de enmascararlos, los temas que más le inquietaban y sus esfuerzos por explorarlos. Sería posible, por ejemplo, rastrear entre su copiosa obra todas las referencias a Irlanda o Inglaterra, o a su hermano William, o a la novelista George Eliot y encontrar allí ciertas zonas de ambigüedad e incertidumbre, así como extrañas contradicciones que subrayan el hecho de que aquellos asuntos le interesaban profundamente, tanto al menos como para aparecer en numerosos estratos y bajo distintos disfraces.
Tal vez de entre todos esos territorios de la esfera de su atención el que está más en sombra y cuya topografía parece menos resuelta es el de la ciudad de Nueva York. Los escritos de James sobre Nueva York revelan, por encima de todo, cierta ira, una ira que no se parece a ninguna otra en James, la que le provocaba todo lo que había perdido y todo lo que en nombre del progreso se había hecho en aquella ciudad que conocía tan bien. No se trata de la ira comprensible que podría sentirse ante la destrucción de algo bello y familiar, sino de algo más extraño y complejo, y por eso merece una gran atención.
Hay una elocuente intensidad de tono en las memorias que Henry James escribe sobre sus primeros catorce años de vida en Un chico y otras personas, publicada en 1911, cuando el autor tiene 68 años, un año después de la muerte de su hermano William. La mayor parte de los recuerdos y las escenas allí descritas tuvieron lugar en Nueva York entre 1848, año en el que la familia James se trasladó a Nueva York, y 1855, cuando partieron hacia Europa. Si consideramos que no tenía ni notas ni cartas que lo ayudaran a trabajar, resulta impresionante la claridad, el detalle y la frescura de sus recuerdos, la cantidad de nombres que era capaz de recordar (que incluye hasta los de sus profesores o algunos actores), la precisión con la que era capaz de evocar ciertos lugares y ambientes, ciertos olores, imágenes, ubicaciones y hasta títulos de obras de teatro que en aquel momento se estaban representando en Nueva York. “No he olvidado nada de lo que vi –escribió– y ese pensamiento hace que no pueda separar los objetos y distinguirlos unos de otros, es como si sintiera que se abalanzan sobre mí, igual que un enjambre.”
Aquel viejo Nueva York, tal y como lo contempló entre los cinco y los doce años, permaneció para siempre intacto en su memoria, como una imagen congelada, perfecta. No contempló su transformación ni participó en su crecimiento, pero era el lugar en el que había crecido y nunca hubo otro que fuera tan determinante para él. No volvió a encontrar su sitio hasta que firmó el contrato de arrendamiento de Lamb House, en Rye, Inglaterra. El hecho de que Nueva York le hubiese sido arrebatado y el paso por innumerables habitaciones de hotel y residencias provisionales explica el auténtico entusiasmo con el que luchó por aquella Lamb House y su sensación de alivio cuando consiguió hacerla suya. De hecho, el año antes de firmar su contrato había escrito su novela Los despojos de Poynton, un drama sobre el dilema de poseer, y luego perder, una casa muy querida. Tras la firma del contrato escribió Otra vuelta de tuerca, sobre una solitaria mujer que trata de hacer un hogar de una casa que ya ha sido poseída.
La ciudad de Nueva York, después de 1855, estaba perdida para él y no sólo, como comprendió años más tarde, porque su padre decidiera trasladar a toda la familia, sino porque la transformación que había experimentado la ciudad había sido absoluta y sobrecogedora. En aquel espacio de sus sueños se estaba construyendo ahora un nuevo mundo. De entre todos los lugares el más sagrado de todos era el número 58 de la calle Catorce Oeste. “Visité junto a mi padre la casa allí situada una de aquellas tardes, ya era vieja por aquel entonces y estaba situada en la parte sur, cerca de la Sexta Avenida. Se trataba de nuestra casa, la acabábamos de comprar... ese lugar se convertiría para mí, incluso muchos años después, en una especie de fondeadero espiritual.”
Para Henry James, Nueva York era la ciudad de su infancia, “aquel Nueva York pequeño, oscuro y homogéneo de mediados de siglo” estaba situado entre la Quinta y la Sexta Avenida, cerca de Washington Square, que en aquellos días estaba rodeado por una alta barandilla. Cerca de ellos vivían también otros miembros de la numerosa familia James, como Helen, la prima de su madre. “La veo en toda su rotunda sencillez –escribió–, aquella que pertenecía a un mundo más antiguo y tranquilo, a un Nueva York de mejores costumbres, mejores modales y creencias más sencillas.” James comprendió que “su bondad testimoniaba de alguna forma la actitud de una sociedad completa, las bondadosas costumbres de un colectivo”. Esa fue la razón por la que su libro se convirtió en una elegía no sólo de su infancia perdida, sino de un conjunto de valores que comenzaron a desvanecerse tan pronto como aquel pueblo que conoció James fue sustituido por una gran ciudad. “El carácter –escribió acerca de los cambios que había sufrido su ciudad–, eso es lo que se ha perdido.”
A medida que James fue haciéndose mayor se le fue dando mayor libertad de movimientos. Recordaba con toda intensidad la casa de la Calle 14... los chopos, los cerdos, las gallinas, las dos o tres “casas irlandesas”, que pertenecían a un holandés muy refinado; recordaba estar sentado allí, tan lejos, como si estuviera en un jardín o en un bosque... la amplitud de aquel territorio todavía vacío, en aquel lugar, en aquella tranquilidad en la que se esparcían las casas hasta desaparecer en la distancia, con esa manera tan peculiar y con ese “estilo” tan torpe de Nueva York.
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