Domingo, 24 de abril de 2011 | Hoy
De la burla y el humor iniciales, la historia de una artista under que tiene miedo a la vida irá girando hacia una versión del género fantástico donde todo lo insólito es posible.
Por Alejandro Soifer
Lo primero que se entera el lector de la nueva novela de Fernanda García Lao es que a su narradora, Violeta, la vida –su vida– le da miedo. Como declaración de principios en una primera oración, no puede decirse que no haya quedado hecha ya una advertencia severa sobre lo que vendrá. No digamos exactamente “terror”, sino una narración acelerada que se desarrollará a lomo de una prosa disparatada.
Violeta, empleada de comercio, treintañera con un hijo adolescente insoportable, actriz de teatro off en busca de una oportunidad para lucirse y trascender arriba de las tablas, comienza el relato sintiéndose saturada por el intento de suicidio de un compañero de la obra que ensaya. Pero no sólo será esto lo que la supere sino, toda la serie de circunstancias que hacen de su vida cotidiana un émulo de ama de casa del under desesperada. En un comienzo, el relato planteará un escenario plagado de gags irónicos acerca de tópicos como el ambiente del teatro independiente (algo de lo que la autora puede presumir conocimiento, ya que se dedica también a la dramaturgia) y la pretenciosidad snob, visible en gestos, ideas, guiones ridículos y afectaciones de dicha escena, así como la desesperación por conseguir un lugar en el mundo de la TV a costa de someterse a diversas humillaciones. Durante estos primeros capítulos la novela aparece construida como una especie de parodia sutil en la que aquello que suena exagerado o ridículo es pecado plausible (y común) en el ambiente en el que se desplaza la narradora. “La obra va mal. Siempre falta alguien y, cuando están todos, alguno tiene una crisis de identidad o de histeria”, se queja, por ejemplo, atacando una sensibilidad demasiado afecta a la inestabilidad emocional.
El vuelco en la trama se produce cuando lo insólito empieza a orillar lo fantástico: un accidente con una persiana en una de sus manos terminará mal. Un epígrafe de Copi introduce el corte del clima de la narración festiva (dice: “No estoy moribunda. Tengo la piel dura”), al tiempo que introducirá también el corte de esa mano y el injerto de otra, de una donante anónima. A partir de este momento, la novela empezará a deambular una trama que poco a poco se irá corriendo hacia una especie de policial con pizcas fantásticas y oníricas, donde lo festivo de lo ridículo queda un tanto opacado (sobrevive en pequeños momentos, como en la relación amor/odio de esta nueva mujer-mano con un muchacho llamado Fermento Mur, nombre que podemos pensar luego como FeMur) en un acople de las partes de la novela que también se lee como injerto. Este emparche nos remite al armado de un escenario interesante para encontrarnos después con la dificultad para poner a los actores a hacer una obra coherente. Pero ese emparche, ese injerto de personajes, situaciones y desarrollo narrativo, no deja de ser, en sí misma, una reflexión más acerca de los modos de producción de ciertas formas estéticas.
También la mano injertada asumirá vida propia en la voz de la narradora que la muestra como un elemento que decide por sí mismo, ajeno a su voluntad. Esa mano (esa piel propia y ajena al mismo tiempo) que irá infiltrándose como un huésped que toma control de su anfitrión, será denominada por la narradora de distintos modos siempre ajenos a ella misma (Compatible, Injerto, Mano, Ella, Elizabeth, entre otros), que a su vez hacen recordar al famoso “Dedos” de Los Locos Addams. Como en esa serie, hay en esa mano cierta tendencia inocentona al mal y al humor negro que llevará a la narradora hacia una alucinada búsqueda de una venganza ajena. Como una alquimista del delirio, García Lao termina llevando la novela a un punto final sólo porque lo exige la convención novelística. A pesar de lo cual el propio mecanismo de construcción del relato por costuras va dejando algunos hilos de sutura sueltos. Posiblemente, de modo intencional.
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