Sáb 30.04.2011
libros

Días de cine días de cine

Borges mantuvo una larga y tensa relación con el cine, desde su juventud hasta incluso los años de su madurez, cuando ya había quedado ciego. Fue guionista, hizo crítica cinematográfica y varios de sus cuentos fueron adaptados a la pantalla con dispares resultados. En Borges va al cine, que continúa la colección “Los escritores van al cine”, Gonzalo Aguilar y Emiliano Jelicié, críticos literarios especializados en la relación entre cine y literatura, recrean el universo de un Borges atraído por Hollywood y un público de masas al que paradójicamente rechazaría a partir del peronismo.

› Por Hugo Salas

Una de las tantas imágenes de sí mismo que nos ha legado Borges, el tumultuoso en signos, es la de un hombre ciego entrando sigilosamente a la sala de cine. Tanto sus propios escritos como diversos testimonios anecdóticos abonan esta efigie en cierta medida paradójica. Por allí comienza, no casualmente, Borges va al cine, un nuevo trabajo de investigación donde Gonzalo Aguilar y Emiliano Jelicié procuran rastrear las características y contextos de esa relación particular que hace que a principios de los ’80, una tarde, Borges ocupe una butaca en la sala Lugones para la proyección de El ciudadano.

“Lo más curioso –señala Aguilar en esta entrevista– es que, siendo ciego, uno hubiese esperado que Borges, en caso de manifestar una inclinación hacia algún otro arte que no fuera la literatura, lo hubiera hecho por la música. Sin embargo, más que la música, o las artes plásticas (a las que casi no presta atención), se siente muy atraído por el cine, tanto que no deja de ir a pesar de haber quedado ciego. Hay testimonios de gente contándole películas, incluso films muy visuales como Lawrence de Arabia”.

La clave, para la dupla de críticos, pasa por el doble problema de la narración y las masas. El cine se constituye, para Borges, en un laboratorio de acercamiento privilegiado tanto al problema de la narración como a la cuestión de un público general, que ya no está estratificado. Según Jelicié, “a Borges el cine le sirve como una suerte de campo de pruebas para la literatura, y ese campo tiene mucho que ver con la transición del Borges poeta al Borges narrador. ¿Qué mejor espacio, en ese momento, que cierto cine de Hollywood, para analizar los mecanismos constitutivos de la narración? Por otra parte, su relación con el cine es muy particular, y no se ciñe a las constantes de la época entre los círculos literarios. En ese sentido, en sus reseñas, Borges tiene una relación mucho más directa con las masas, se advierte una marcada preocupación por el problema del público, más allá de sus elecciones cinematográficas en tal o cual circunstancia”.

No es casual, señalan, que la mayor parte de los textos del escritor sobre cine hayan sido producidos entre 1930 y 1945. “Para él, la pregunta central en esa época –señala Aguilar– es saber si las multitudes pueden tener pasiones nobles. Esta pregunta va a encontrar para él una respuesta en 1945, con la llegada del peronismo, y va a ser una respuesta fundamentalmente negativa, a pesar de la actitud optimista que había tenido cuando la población porteña salió a festejar el triunfo de los aliados. Hay que entender que se trataba de una pregunta central en los años ’30, donde en todo el mundo se comenzaba a pensar el papel y la función de la multitud. Y en tal sentido, el cine es un laboratorio fundamental, por algo lo utilizaron todos aquellos que querían hablarles a las masas, desde los nazis hasta los aliados, pasando por los soviéticos. Se suponía que quien tuviera el secreto de las imágenes tendría el secreto de las multitudes.”

Los hermanos Iberra, enfrentados en la intrusa.

El interés de Borges por la eficacia masiva de la gran máquina de contar historias se advierte particularmente en sus elecciones, que a contrapelo de los gustos canónicos de cineclub, que comienzan a surgir en la época de la mano de las proyecciones de Amigos del Arte, se inclinan por la fluidez norteamericana y películas de corte industrial que tardarán su tiempo en ser legitimadas. “Es marcada –reconoce Jelicié– su preferencia básicamente por películas hechas en Hollywood, sobre todo el cine gangsteril de Von Sternberg, por encima de otras de corte más teatral o psicológico. No obstante, algo que dificultó singularmente esta reconstrucción es que, por lo general, Borges escribe sobre determinadas películas u otro objeto estético y parece encargarse de borrar toda posible marca de contexto. Esto obliga a que allí donde él no dejó nada, el investigador deba reconstruir, a partir de fechas, las localizaciones geográficas de los cines e incluso a partir de la fecha de estreno de las películas sobre las que escribió. Poder encontrar, por ejemplo, las otras reseñas de esas mismas películas y reconstruir su diálogo con la crítica del momento. Un ejemplo claro de esto es su célebre apostilla en contra del doblaje. Ese texto funciona muy bien por sí mismo porque tiene un gran poder de persuasión, pero al mismo tiempo Borges se encarga de borrar una serie de premisas de su argumento que son totalmente contextuales. Más precisamente, él escribe ese texto en un momento en que determinadas majors, la Metro Goldwyn Mayer sobre todo, quieren ubicar una serie de películas dobladas en la cartelera porteña. Pero ya es 1945, y no sólo para Borges sino también para muchos de los críticos del momento, el doblaje es un tema superado; por un lado, porque se ha generado el hábito de leer subtítulos, y por otro por un problema de costos. Ahora bien, su célebre chiste ‘mientras no se publiquen los silogismos de los connaisseurs de Chilecito o de Chivilcoy’ es absolutamente contextual, ya que como parte de esa campaña, las majors organizaron proyecciones en importantes plazas del interior para demostrar que ese público prefería, en efecto, el doblaje al subtitulado.”

Afiche de la Intrusa.

Para Aguilar, por su parte, los marcados gustos de Borges no sólo tienen que ver con tendencias existentes entre los críticos de cine porteños, sino también con una corriente mayor: “Hay una cuestión central allí, que podríamos ligar con la época de las postvanguardias. Hubo un primer momento en que el cine de vanguardia resultó muy estimulante, y de hecho se le presta mucha atención y se lo defiende desde la revista Martín Fierro. Es el caso del films que Benjamin Fondane había proyectado, con pocos meses de diferencia respecto de su estreno en Europa, en la Asociación Amigos del Arte: El perro andaluz, Entreacto, La caracola y el clérigo y otras. Luego, ese mismo cine comienza a academizarse y volverse cada vez más rígido, menos interesante. Ya en los años ’30 hay en Francia una revista dirigida por Georges Bataille que ataca el cine de vanguardia y le opone, de manera laudatoria, el cine de Von Sternberg, y en particular la figura de George Bancroft, que son también dos pilares dentro de los gustos de Borges. Lo que hay que reconocer aquí, más que un diálogo explícito, es una afinidad, un gesto compartido ante el agotamiento de lo que antes fue un cine de vanguardia y el reconocimiento de que existe una gran potencia, un cine que viene a quebrar todas las estratificaciones de público, que no reconoce ya la diferencia entre público culto e inculto. Uno de los ejemplos más fuertes de este fenómeno, que va a impactar tanto en Francia como en Borges, es ¡Aleluya!, de King Vidor, una película que por primera vez lleva las raíces negras de la cultura estadounidense a la pantalla, y con eso pone en crisis la idea de que el arte pertenece a una élite. Hay que advertir, además, que en el grupo Sur circulaba mucha información. La propia Victoria Ocampo se encargó de escribir en contra de los cortes que ¡Aleluya! había sufrido para su estreno en Argentina”.

Justamente, el caso de esa célebre película de King Vidor, tanto como la afición compartida de Borges y Ocampo por la cultura negra y su manifiesto interés por las masas, abren una pregunta decisiva. ¿Cómo entender, a partir de allí, su rechazo absoluto de las mayorías que alcanzan un lugar en la expresión política en 1945? Según Aguilar, “para Borges, la palabra clave es fervor, y uno de los grandes problemas que él tenía con esos discursos nacionalistas es que los veía como una suerte de fusión desmesurada, demasiado ruidosa, demasiado autocentrada y narcisista. En esos films de negros, por el contrario, ve un fervor mucho más sencillo, menos vociferante, toda una problemática que ya en los años ’30 había enfrentado a Borges contra los nacionalistas, por lo que él llama su ‘bravuconada gritona’. Por el contrario, en los negros ve la posibilidad de tomar la Biblia y darle una tonalidad exacta, sencilla y exacta. Desde esta perspectiva, el peronismo viene a clausurar cualquier posibilidad de un acercamiento de Borges a la cultura popular, que a partir de entonces va a estar atravesada por el nacionalismo, uno de sus grandes adversarios, por lo que de allí en más se va a ver empujado a despreciar la cultura popular en su conjunto”.

“El mismo rechazo del nacionalismo –señala Jelicié– se advierte en su actitud ante el cine argentino. Borges no sólo se dedica poco a él, sino que se ufana de no ver cine argentino. Incluso, en una entrevista con Estela Canto, se encargará de decir que no le interesaba el cine nacional porque a nadie le interesaba ver films nacionales. Sin embargo, tuvo un vínculo con ese cine, que queda en claro cuando reseña algún film argentino que llamó su atención. En esos raros casos puede verse una crítica en negativo, una crítica que señala todos los males del cine nacional en que esa película no ha incurrido, lo que nos permite advertir que en realidad sí veía esas otras películas. Por otra parte, refiriéndose a Prisioneros de la tierra, señala que no adolece de cierto sentimentalismo propio del cine de Hollywood, es decir que allí aparece incluso una crítica a ese cine industrial que era su favorito. Por otra parte, sabemos que Borges participó de algunos proyectos cinematográficos. Más allá del caso conocido de Invasión, antes Petit de Murat va a intentar introducirlo al cine como guionista. Nosotros descubrimos, por ejemplo, una serie de proyectos truncos, y entre ellos un título muy curioso, Suburbio, porque da la casualidad de que poco después, durante el peronismo, sí llegó a hacerse una película con ese nombre.”

Aguilar encuentra en las adaptaciones que se hicieron de algunos de sus textos la pista de algo que tal vez permitiera entender qué apartaba a Borges del cine tanto como lo unía a él.

“Es muy interesante advertir qué ocurre cuando su literatura cae en el cine, con esa fascinación por la corporalidad, la erotización y lo físico que de alguna manera él había elogiado. Dos adaptaciones de su trabajo ponen esa corporalidad en primer plano: Días de odio, de Torre Nilsson, adaptación de ‘Emma Sunz’, y sobre todo La intrusa, de Carlos Hugo Christensen. En ambos casos, fue una situación que le provocó a Borges, que escatimaba el cuerpo en su literatura, verdaderos dolores de cabeza, porque traían elementos muy fuertes como la desnudez, lo erótico y la transgresión, en particular en el caso de La intrusa, donde se vuelve explícita la relación homosexual entre los hermanos. Es una situación bastante lamentable, porque confrontado ante el cuerpo, termina comportándose como un verdadero mojigato, lo que lo lleva incluso en épocas de la dictadura a terminar apoyando públicamente la prohibición de estreno de La intrusa: ‘Por lo general no soy partidario de la censura, ya que es una interrupción de los derechos individuales por el Estado, cosa que nunca he aceptado ni aceptaré. Sin embargo, en este caso me siento paradójicamente muy agradecido, ya que en la película de Christensen se han hecho sugerencias de homosexualidad, y yo no tengo nada que ver con ese tipo de asuntos’.”

Sombras, nada más, de la relación tensa y prolífica entre quizás el mayor escritor argentino del siglo XX y el medio cultural más expansivo de su época, una relación que vuelve a iluminarse de la mano de una investigación tan demorada como imprescindible.

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