Borges fue uno de esos escritores que no se dejaron intimidar fácilmente por el hecho de que el cine, en tanto arte de masas, fuera a conquistar un terruño que desde hacía muchas décadas venía siendo monopolizado por la literatura. Como crítico y como espectador intentó entender este fenómeno y supo, en varios aspectos, valorarlo. En lo que se refiere a las adaptaciones literarias, hizo finísimos comentarios, cotejos casi milimétricos de los films con sus versiones originales. Su jactancia de “buen lector” de alguna manera lo habilitaba a discernir qué quedaba de Conrad en un Hitchcock (Sabotaje), o de Stevenson en un Fleming (El hombre y la bestia). Pero, por ejemplo, en su crítica sobre el film Lo que vendrá, de William Cameron Menzies, advierte que solicitar la correspondencia total con el libro de H. G. Wells –autor tanto del guión como de la novela que inspiró el film– significa no comprender que las “artes del retórico y del fotógrafo” son “incomparables” y que por tanto también es posible encontrar aciertos en el film que “nada deben a las indicaciones del texto”. Así es como también, haciendo caso omiso de la típica demanda de fidelidad que se suele pedir a las adaptaciones, Borges admite: “Ignoro la frecuentada novela de la que fue extraído este film: culpa feliz que me ha permitido seguirlo, sin la continua tentación de superponer el espectáculo actual a la recordada lectura, para verificar coincidencias”. La “frecuentada novela” pertenece a Liam O’Flaherty, y el film es El delator, de John Ford. El haberse librado de las ataduras literarias no le impide a Borges juzgar el film como “uno de los mejores” del año.
Cuando a Borges le tocó escribir guiones, las cosas fueron muy diferentes. Verse adaptado a la pantalla no solía producirle ninguna sensación feliz. Naturalmente era imposible evitar aquella “tentación” de comparar cuando un texto suyo estaba involucrado, y para Borges el resultado de esas comparaciones nunca era bueno (salvo, quizás, el caso del film Hombre de la esquina rosada, que no obstante recibió una aprobación bastante discreta). Este desdén por quienes filmaron sus guiones o adaptaron su literatura muestra de por sí lo conflictivo de haberse prestado él mismo a esos proyectos, de haberlos aceptado, ya fuera en colaboración directa o por la cesión de sus derechos de autor. Borges vivió esa dualidad en carne propia. Para un escritor íntegramente consagrado a las letras, ganarse un espacio en el medio cinematográfico era lo más parecido a un acto de concesión y, como tal, de pérdida (de libertad creativa, de tiempo, de prestigio, ¿de dinero?). La alusión al dinero resulta ambigua en este caso porque, históricamente, el cine pagó mejor que la literatura. Ocurre que el dinero, para Borges, arrastra consigo los riesgos de perder todo lo demás. En este sentido, es una buena manera de explicar el carácter más simbólico que real de aquella concesión, con todas las derivaciones éticas del caso: ¿Cómo aceptar ponerle precio a la escritura? ¿Es posible decirle sí a cualquier encargo (a cualquier dinero)? ¿De qué sirve imaginar historias para otros si serán finalmente de otros? ¿Hasta qué punto el cine pondría en riesgo la obra, la firma, la reputación? Evidentemente, el problema no consistió sólo en cómo adaptar los textos a la pantalla (que Borges también vivirá como la búsqueda de una ética), sino en cómo adaptarse él mismo a un hábitat como el cine, tan distinto del que acostumbraba frecuentar entre escritorios y bibliotecas.
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