El despojamiento de un escritor que ha pasado por todos los géneros y estaciones del deber ser artista, reflejado en el espejo de Dante. La fuerte marca teórica de Erich Auerbach. El calvario del comunista cristiano y, quizás, un anticipo de la muerte violenta. La Divina Mímesis, último libro de Pier Paolo Pasolini aunque escrito a mediados de los años sesenta, condensa un recorrido estético e ideológico que aún interpela a los intelectuales, sobre todo en las sociedades capitalistas más desarrolladas.
› Por Guillermo Saccomanno
Un escritor anónimo, apenas entrega al editor su libro Fragmentos infernales, es asesinado a palazos en Palermo. El texto tiene notas marcadas, pero faltan en el original. Apuntes sueltos, informa el editor, se hallaron en los bolsillos del muerto y en la guantera de su auto. Sobre el final del libro, hay una sección: “Iconografía amarillenta (para un poema fotográfico)”. Se trata de una serie de fotos. Puede verse al comunista Julián Grimau fusilado por Franco en Madrid durante 1963 y al griego Grigoris Lambrakis, liquidado ese mismo año en Atenas. Después, una del crítico Gianfranco Contini. En otras, un edificio en el Friuli, partisanos, manifestaciones callejeras, jóvenes del subproletariado. Hay una foto que llama la atención: Carlo Emilio Gadda con Pier Paolo Pasolini. Después, el poeta Sandro Penna. También taxi boys de periferia, la tumba de Gramsci, una manifestación de neofascistas, un grupo de intelectuales vanguardistas entre los que figuran Edoardo Sanguinetti y Umberto Eco, chicos de Kenia, el Tercer Mundo. Cada foto parece proponer un verso y la suma articula elementos de una historia social italiana contemporánea (que alcanza hasta mediados de los ‘70, cuando es asesinado el autor), pero también, en conjunto, arman una historia personal en clave. ¿Por qué no considerar estas fotos como documentos que funcionan como citas literarias? El autor de este libro no ha sido otro que el mismo Pasolini. Fue hijo de un padre militar fascista que le salvó la vida a Mussolini. Guido, su hermano menor, fue fusilado en una refriega entre partisanos. Pier Paolo, a su vez, militante del PCI, fue expulsado por “actos impuros”. Marxista y cristiano, era siempre molesto tanto para las buenas conciencias progresistas como para una hipócrita reaccionaria sociedad sotanuda. No hubo zona álgida que no tocara. Advertía las mutaciones perversas de una sociedad que se corroía a sí misma y las denunciaba. La corrupción política, financiera y social fueron sus últimos blancos predilectos. Su novela inconclusa, Petróleo, iba por ahí. Pasolini sabía qué intereses afectaba. Su muerte es hoy menos una incógnita y cada día el mayor la sospecha de un crimen político. La Divina Mímesis, en su intención de “manuscrito encontrado en una botella”, adquiere, con sus cantos en prosa, un dramatismo que supera lo ficcional: como el autor imaginario del texto, Pasolini fue asesinado en un balneario de las afueras de Roma poco después de dar el texto a la imprenta. La realidad imitando al arte, diría Wilde.
Un dicho popular afirma que donde fuego hubo, cenizas quedan. Y las cenizas, si se las revuelve, pueden avivar un fuego que aún no se ha extinguido. Este es el efecto de La Divina Mímesis. Del mismo modo que Pasolini encuentra que el fuego de Dante sigue vigente –en su tiempo, en el nuestro–, ese fuego del Infierno, que es también el fuego de la pasión, la operación de lectura que implica acercarse a este Pasolini desolado es ratificarlo más ardiente que nunca. Durante años Pasolini pensó en una reescritura de la Commedia. Traductor y prologuista de La Divina Mímesis, Diego Bentivegna señala que junto a Contini, los años 50 son para Pasolini los del magisterio intelectual de Erich Auerbach, de cuya obra extrae el concepto de mímesis, entendido en un sentido peculiarmente atento a sus dimensiones lingüísticas. Para leer La Divina Mímesis es importante recordar que, en el recorrido crítico de Auerbach, Dante ocupa un lugar de bisagra en la literatura occidental. La escritura pasoliniana acá representa un momento de plenitud del proyecto mimético en el que se conjugan lo sacro y lo profano, lo ridículo y lo sublime, lo frívolo y lo teológico. Anterior a La Divina Mímesis, el fervor dantesco de Pasolini se puede remontar a un ensayo de 1965: La voluntad de Dante de ser poeta (recopilado en el imprescindible Empirismo herético, traducido y anotado por Esteban Nicotra), donde se planteaba la trascendencia de la operación lingüística de Dante: correrse del latín, escribir su Commedia en lengua toscana, es decir, toda una actitud política al apartarse de una lengua culta hegemónica adoptando una plebeya. Esta estrategia pasoliniana de retornar a Dante, era una resignificación que desafiaba a “cierta crítica marxista italiana” a volver a los orígenes de la lengua si quería discernir una poesía cuestionadora de una adocenada. Casi redundante señalarlo: para Pasolini Dante representa el creador total que marca el pasaje de la Edad Media al Renacimiento, el ideólogo que articula teorías políticas, que no perdona a los tibios que no toman partido, el poeta que noveliza su concepción del mundo apelando a los sublenguajes populares. Como Dante, Pasolini no es sólo un escritor. Es también poeta, narrador, ensayista y cineasta. No es casual que en su adaptación del Decamerón de Bocaccio (que fuera el primer biógrafo de Dante) actúe interpretando a Giotto (amigo de Alighieri, ilustrador de su Commedia). No hay género que Pasolini, en una mímesis existencial y renacentista no intente. “Mi obsesiva actividad de hacedor de demasiadas cosas”, escribe en una de sus cartas de 1965. “Demasiadas cosas” es también este libro que, como tácita exégesis de Auerbach, se nos presenta, además de como reescritura íntima del Infierno, examen de conciencia, autocrítica, manifiesto personal, panfleto y, ¿por qué no?, arte poética.
Aquella “voluntad de ser poeta de Dante”, que fuera también la del joven Pasolini, es ahora, en este 1975, el año de su muerte, la inocencia perdida de quien sentó la Belleza en sus rodillas y la encontró amarga. Si Dante es hereje al encarnar la divinidad en una mujer, Pasolini, siguiendo sus pasos, es también blasfemo: la divinidad está representada en su vértigo justiciero y atracción homoerótica por un subproletariado que tiene todas las de perder y terminará extraviándose como el intelectual enamorado que se le acerca con un ánimo redencionista. La conciencia de su “pequeño yo”, tal como la llama Pasolini, es asimismo temporada en un Infierno que será patronímico de un Rimbaud venerado y luego acusado como icono castrador. El “yo soy otro” en Pasolini es boomerang y desgarramiento que le echa en cara todo su pasado “artístico”, lo que va desde el poeta que empezó escribiendo en friulano Poesías a Casarsa (un gesto equivalente a la lengua toscana de Dante), el poeta de Las cenizas de Gramsci, el narrador de Ragazzi di vita, hasta el director que concluirá escarbando en las heces de la República de Saló. Desde esta perspectiva Rimbaud es interpelado: “Nuestro héroe verdadero, absoluto, ha sido Hitler. El ha sido el representante de los Rimbaud de provincia, que han caminado el empedrado de sus ciudades con la misma jactancia con la que otros jóvenes pequeñoburgueses –y sobre todo aquellos que, siendo trabajadores, se transforman en pequeñoburgueses– han aceptado el conformismo de sus padres”. La interpelación no mella sólo a Rimbaud sino todo intento de poetizar una realidad inmunda. Para los poetas de verdad no cabe ningún Paraíso. Ni siquiera los dos ilusorios que esboza con sarcasmo al final de este testamento: el paraíso neocapitalista y el paraíso comunista.
No hay un afán escandalizador en las aseveraciones de Pasolini: “La repetición de un sentimiento se vuelve obsesión. Y la obsesión transforma el sentimiento”. Y después: “Es necesario ver con quién se casa la Obsesión una vez convertida en Religión. Pero mientras tanto, la Religión, la Instituida, ha celebrado todos los casamientos posibles. Y aún celebrará alguno más. Sus deseos no tienen fin, y obtendrá sus machos... Hasta que encuentre alguno que la tenga tan grande que la matará.” La escenografía de Dante se aggiorna en su libro póstumo: hay carteles de burocracia, señales ferroviarias, barreras y alusión a los campos de exterminio. Tampoco es gratuito que su pasaje por el Infierno comience en la penumbra de un cine, que su sala en sombras sea la escenificación de la selva oscura y un proyector la expresión visionaria: “Oscuridad igual a luz”, escribió.
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