Una nueva novela de Michael Cunningham es siempre esperada y bienvenida. Cuando cae la noche plantea el conflicto de un hombre casado que de pronto se siente atraído por el joven hermano de su esposa. A partir de allí, despliega una novela muy moderna, en la que se reflexiona sobre el arte, la belleza y el paso del tiempo.
› Por Claudio Zeiger
Las expectativas generadas por un nuevo libro de Michael Cunningham nunca son suficientes. Ha publicado pocos libros muy buenos y más allá de una calificación de estrellitas (suele rondar las cuatro, cinco), se ha tratado en general de libros importantes. Libros que, como los de David Leavitt o Bret Easton Ellis, dejan huella, marcan algo (algo generalmente más hondo que una moda o tendencia) en el mundo de las letras norteamericanas. Sucedió, sobre todo, con sus dos primeras novelas: Una casa en el fin del mundo y De carne y hueso, respectivamente una indagación de los nuevos vínculos y una saga familiar marcada por la creciente extrañeza de las sucesivas generaciones. En ambos libros, en especial el último, se notaba ya cierta tendencia al preciosismo literario, a la escritura de largo aliento pero también trabajada artesanalmente, párrafo por párrafo, fragmento por fragmento, escena por escena. Luego, con Las horas, llegó el turno de Virginia Woolf y la consagración: el Pulitzer y el cine, Nicole Kidman, Meryl Streep y Juliane Moore. Un exceso de relojería para una novela que de todos modos cumplía ampliamente con su objetivo de empezar a trabajar sobre la iconografía y el panteón del género y la diversidad. Finalmente, el gesto se hizo más explícito con Días cruciales, sobre el gran icono norteamericano, Walt Whitman, novela desarticulada a propósito, por momentos experimental, una literatura industrial, fabril, verdadera innovación y cambio en la obra del autor. Después de sus dos últimas obras, y habiendo entregado tanto en las dos primeras, el porvenir era una verdadera incógnita, y, sin embargo, el escritor residente en Nueva York no sorprende tanto como podía esperarse. O un poco.
Cuando cae la noche está astutamente ambientada entre la caída de las Torres Gemelas y la crisis financiera. En Nueva York. En el ambiente bohemio y modernoso de NY, en un mundo de galeristas de arte, editores de revistas de cultura satinadas, restaurantes caros, drogas de diseño y pastillitas mágicas y azules para dormir. Todo parece funcionar bien pero el mundo tiembla bajo los pies. Desde el comienzo, con la Gran Escena del cadáver de un caballo de mateo atropellado por un auto y la visión de un joven que en realidad es un viejo maquillado (más que probable guiño a La muerte en Venecia, escena inolvidable de la película de Visconti), queda en claro que no se van a eludir los grandes asuntos de La Belleza y la Muerte.
Este matrimonio de “mediana edad” que protagoniza la novela va a recibir en su loft al joven hermano de ella (llamado El Desliz porque apareció cuando ya no se lo esperaba) y cuya característica es encarnar, a secas, la belleza de la juventud. Dizzy, un adicto no muy recuperado, los pone frente a los enigmas de su propia madurez. La carne, entre la belleza y la muerte, es la gran protagonista de Cuando cae la noche. El “asunto” es que Peter, que nunca fue homosexual aunque sí tuvo un hermano gay que murió de sida en los ’80, se enamora del cuerpo de Dizzy, El Desliz. Esto es casi todo lo que sucede en la novela en su nivel más superficial, lo que no quita un gran final, tan ambiguo como impactante.
Todo está muy bien hecho. Peter es un gran personaje; su esposa Rebbeca no es una prótesis, aunque su rol sea más secundario. Dizzy es lo que debe ser: un signo de interrogación. No es un cuerpo afeminado ni andrógino. Tiene pies grandes y chatos, rasgos varoniles. Pero así y todo se parece demasiado a su hermana veinte años atrás, sobre todo de espaldas. Los capítulos dedicados al arte como mercancía están muy bien documentados pero son un poco pesados; hay un gran capítulo dedicado a la ciudad nocturna y –uno de los fuertes de Cunningham– una excelente historia familiar en las raíces del presente.
Sería absurdo decir que Cuando cae la noche no es De carne y hueso aunque se trate más o menos de lo mismo. Sería un poco injusto dejarse llevar por el fastidio de estos problemas más bien pequeños en un mundo snob porque eso igual puede ser un gran conflicto y, además, porque el propio narrador se ataja en el primer capítulo: “No hay nada malo. ¿Cómo iba a haberlo, cómo iba cualquier miembro del 0,00001 por ciento de la población próspera a atreverse a decir que hay algo malo? Y no obstante...”.
Quizá a Cunningham se le quedó demasiado pegado el acento de Virginia y eso le da a la novela una languidez victoriana que no tiene mucho que ver con su escenografía y su época (aclárese que De carne y hueso también era una novela Woolf, en especial Los años, pero no en el tono). Aquí todo gira alrededor de un beso, una mirada, unas cuantas conjeturas y otros tantos rodeos. Pero el verdadero asunto en juego, el de la doble vida y la doble sexualidad (o la bisexualidad, si se quiere) poco y nada se deja ver en la superficie.
Hay una escena muy suburbana donde no por casualidad se menciona a John Cheever, la gran obsesión de la literatura gay norteamericana. Como en El lenguaje perdido de las grúas de Leavitt, da la sensación de que el gran personaje y el gran elector es siempre Cheever. Pero Cuando cae la noche apenas lo roza y lo abandona en el suburbio para volver al cómodo e insomne loft neoyorquino. Algo se queda a mitad de camino. Inclusive, las alegorías de muerte, belleza, arte y agonía, carne y sangre se quedan a mitad de camino. Un poco como le pasa al inglés Alan Hollinghurst: mucha vuelta, mucha vuelta, pero al final el problema es que el cuerpo no aguanta tanto y que los jóvenes empiezan a quedar muy lejos del alcance de la mano.
Es cierto que Michael Cunningham lo hace con extrema elegancia, con gracia y sobre todo con una escritura que siempre es destacable. Pero al final uno se queda con la sensación de que Peter Harris desperdicia un poco la oportunidad de brillar más, mucho más. Y todo por un muchachito que no era su tipo.
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