Maravillas breves y visiones del misterio. Así pueden definirse los microrrelatos de María Rosa Lojo, inspirados en un surrealismo que, lejos de la mera copia, abreva en las fuentes del desierto argentino.
› Por Enrique Foffani
Este es un libro que indaga sobre aquello que se sustrae a la mirada habitual y es, ha sido desde siempre, el desvelo de la poesía. Para algunos es lo invisible, pero también pertenece al horizonte feérico de los cuentos maravillosos cuyos relatos se imbrican con el mito, como intuyó Propp y definió Lévi-Strauss, y cuyas formas teogónicas intentan menos explicar que dar una visión de la génesis del mundo. Se trata de una zona compartida entre la poesía y la prosa, una zona en la que lo que cuenta es la palabra y el ritmo, la cadencia que surge de un hallazgo de la lengua cuando una constelación de vocablos convoca presencias latentes y no menos reales del otro lado del mundo (hay una “teoría del cielo” en este libro) o el lado oscuro de las cosas, su reverso, o lo que Roberto Juarroz (un poeta presente aquí por la tenacidad de la búsqueda) llamó “la espalda que puede ser de dios”, un lugar que está fuera de nuestro alcance hasta –al menos– cierto momento y que bulle y vibra con la fuerza contundente de la atracción, como un imán poderoso de visiones hechas de “ojos y palabras”, los dos materiales en que se fundamenta la poética de este libro.
Estas visiones que María Rosa Lojo se empeña en transcribir desde su primer libro son “una forma oculta del mundo”, lo que significa que se trata de la expansión de un núcleo envuelto como una semilla, que crece y fructifica y que ahora se ha vuelto, por abigarrado y frondoso, un bosque de ojos, un haz de visiones que funcionan como una miríada.
Bosque de ojos tiene, en el marco de la poesía argentina, filiaciones con aquellas estéticas próximas al surrealismo como las de Orozco o Madariaga, cuando éstas, precisamente, acometen una inflexión propia, intensamente singular y muy lejos de repetir la burda versión del modelo. Habría que pensar que nuestros surrealismos se impregnan de un entorno local y de una energía no menos suscitadora de surrealismo, porque esos lugares traen consigo no sólo la historia sino también el secular bagaje de imaginarios: los esteros correntinos y las brujas o el viento pampeano y las voces oraculares de Madariaga y Orozco son paisajes interiorizados que repercuten en términos de lenguaje poético. Así ocurre también con estas visiones poéticas en prosa de María Rosa Lojo: escribir una historia del cielo en estas pampas significa prestarle voz al chamán ranquel donde la lengua huinca no está ausente y enhebrar la inmensidad del cielo con esa otra del desierto. Así, Lojo ancla su poesía a la tradición cultural propia, como si la pasión de los nómades, que habitan la llanura, se traspolara a otros pliegues textuales cuya brevedad acucia y opera por condensación. El desafío del libro es captar la encarnación del misterio. No es una estética simbolista, es la laboriosa (costosa) escritura de aquello que sólo la conjunción de “ojo y palabra” puede volver material. Para eso, Lojo convoca entre otros a Santa Teresa y a Rimbaud, aproximados por una estética de la paradoja que se instala como el principio que rige estos textos, espacios simbólicos donde la epifanía linda con el prodigio: son visiones que no erradican lo sublime, sospechando que la belleza, aun ante lo siniestro, siempre ha de prevalecer.
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