Con un sarcasmo que todo el tiempo busca la complicidad del lector, la novela del holandés Herman Koch bucea en lo más primitivo que parece anidar en las sociedades más avanzadas.
› Por Alicia Plante
Esta nueva novela del exitoso escritor holandés Herman Koch se inicia con la denuncia de la estupidez que gobierna los actos, la mentalidad, las complicidades de la clase media alta, del bluff que es montado día a día para permitirles ajustarse con perfecta naturalidad a un perfil de “personas comunes y normales”, a las que jamás se les debe notar el esfuerzo que hacen por ser completamente diferentes. Un ejercicio de burla, un sarcasmo implacable que se despliega en una estrategia narrativa tan eficaz, tan inteligente que nos descubrimos sonriendo de pura complicidad. La ridiculización progresa a lo largo de una escena central, fija, la cena que da título a la novela, en torno de cuyas alternativas y etapas –que van del aperitivo a la propina– surgen y van armando para el lector los inesperados antecedentes, así como las tensas consecuencias dramáticas del encuentro.
La cena ocurre en un restaurant obscenamente caro, con un maître del esnobismo que planea su meñique sobre cada plato servido mientras recita sus exóticos ingredientes. La ocasión reúne a dos matrimonios adultos, los hombres son hermanos y el mayor es el probable primer ministro de Holanda de las próximas elecciones. El menor, que relata en primera persona, aparece inflamado de desprecio por el imbécil de su hermano.
Hay un delito en el trasfondo. Hay violencia. Mucha. Innecesaria. Hay la realidad que se desarrolla entre bambalinas y hay miedo, culpa, crueldad, indiferencia, una búsqueda desesperada de la información faltante y sobre todo de soluciones. Podría pensarse que el relato tiene intenciones ejemplares, éticas digamos. Que el cinismo con que estos personajes tan cuestionables son descriptos es sólo aparente, que el mensaje, sobre el cierre, traerá el alivio de una moraleja. Pero en realidad no ocurre así. Lo cual también puede resultar reconfortante, sobre todo en círculos equivalentes a los retratados: “Nosotros somos diferentes, nuestra sociedad es más sana que la holandesa, acá no hay estos niveles de violencia y transgresión en la gente de bien”.
O cabría pensar, durante buena parte del relato por lo menos, que el autor se atreve a expresar sentimientos que “la gente” tiene reprimidos y que desde allí quizá no lo justifica todo pero sí lo comprende.
Una elaboración posible del conflicto planteado por Koch nos ubica, a través de los personajes, ante una disyuntiva de delicada resolución: hasta dónde se debe encubrir/ proteger a los hijos cuando se salen de cauce, cuál debe ser el límite entre nuestro compromiso con su futuro, frente a las reglas sociales de convivencia, la ley y el derecho de todas las personas a la vida.
Pero hay una vuelta de tuerca en esa trama que desde las primeras imágenes parece destapar un primitivismo impiadoso alojado en las entrañas de una sociedad altamente civilizada. De golpe el autor decide usar un recurso que relativiza su respaldo al libre albedrío de los personajes, que busca y encuentra la forma de disminuir casi a nivel cero la responsabilidad que les asignó al plantarlos eficazmente en el relato, responsabilidad con la cual nos vino comprometiendo. Una buena historia, muy bien contada, con soluciones que no convencen.
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