Carlos Bernatek y una novela donde las identidades múltiples van abriendo el relato hacia misterios insondables del pasado.
› Por Angel Berlanga
Podría decirse que Banzai trabaja sobre la identidad falsa: Ese que parezco no soy. Parezco uno, soy otro. Eso postula el narrador que protagoniza esta novela, un tipo (¿de unos cuarenta y pico?) solitario, que rompió amarras con casi todas las personas de una existencia pasada, que se instaló en un departamento en San Clemente y espera la llegada de una mujer, expectativa que naufraga de arranque y le subraya su condición, una soledad asumida sin lamentos, con dureza y frialdad, ¿con hombría? Pronto concluye el lector en que este sujeto rumia desprecio: a los veraneantes, a los pobladores, al ser humano en general, salvo alguna excepción. Así es que, libre de ataduras, se dispone a disfrutar de ese horizonte sin obligaciones ni afectos, sin preocupaciones por la subsistencia. De hecho el caballero nos presume de su reluciente Alfa Romeo Quadrifoglio.
Y es justamente un bollo en el automotor lo que activa la trama en el presente en este pueblo berretón a ojos del protagonista. El suceso ocurre frente a su domicilio, donde atiende el gasista Venosa, un sujeto que le cae mal porque, intuye, le machacó el Quadri a propósito y tiene, entre otros rasgos de mal gusto, un zorro como bicho guardián en su negocio. El percance lo pone en contacto con el chapista, con la mujer del señor del gas –ocasión para la venganza y la inclusión de escenas de sexo galopante y sorbetón– y con un capo en el polirrubro delictivo de la costa (saqueos de casas durante el invierno, seguridad privada, prostitución, tráfico de drogas) que, tras sondear su perfil, le ofrece trabajo. Así, el paisaje que compone Bernatek, siempre bajo la óptica de su narrador, va poblándose de personajes que se han construido una fachada que oculta actividades nefastas. El mismo Venosa, sin ir más lejos, anda en ésa.
El hombre, que aprecia a Heidegger y a Courbet, se hace llamar Garnier: tomó los documentos, la identidad y unos fajos de billetes de un tipo que murió en un accidente en la ruta, ante cuyo cadáver llegó primero. Garnier entrevera su narración con historias de quién fue, qué le interesaba, cómo resolvió algunos asuntos. Recuerdos. El más persistente lo ubica a él de pibe con Mark Andrew Oldman, Marco, un compañero de escuela allá en Lavallol. Un día cae un avión en un bosque cercano. Junto a los pilotos muertos hay un maletín. Se lo llevan. Y en el sótano de la casa del amigo intentan abrirlo, pero como no se las arreglan lo dejan para después. En el sótano hay, también, una oficinita cerrada y misteriosa. Es del padre de Mark. Que es nazi. El descubrimiento impacta y deslumbra a quien luego se hará llamar Garnier. A tal punto que luego, a lo largo de su vida, se interesará por otros nazis y sus tácticas de camuflaje en la Argentina: Mengele allá en Bariloche; el croata Sakic ahí nomás, en Santa Teresita; y Eichmann en San Fernando, con rutinas de trabajador raso. La detención de Eichmann le motoriza en especial la curiosidad porque el narrador tomaba clases de inglés junto a Norma Penjerek en 1962, cuando fue secuestrada y asesinada, y una de las hipótesis de la investigación de ese crimen, impune, anda el camino de la venganza contra el padre de la chica, supuesto informante de la Mossad y contribuyente de la captura del nazi.
En la composición de este mundo de identidades falsas y ominosas Garnier parece dejar en la penumbra algunas motivaciones profundas, que exceden el hastío y el declarado deseo por ser un renegado, por reinventarse, “bautizarse a sí mismo, inventar la propia historia desde cero”. El recuerdo de Marco y sus ganas de reencontrarlo ahí nomás lo desmienten. Quizás a excepción de ese rasgo, a uno le cae mal Garnier, pero quién dijo que Bernatek escribió a su criatura para que se congratule con el lector. En un tramo de su periplo el narrador se cruza con un albañil que fue dirigente gremial durante la dictadura y le cuenta su historia: sobrevivió a la intemperie en una isla del Paraná. Acaso por instinto de supervivencia, tras la conversación con Garnier el hombre deja la pensión en la que estaba viviendo.
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